Luis Albero Romero

Agradezco a Luis Albero Romero que en un reciente artículo en “N” me haya agrupado con mis amigos Lanata y Pigna, a quienes aprecio y admiro. Las diferencias que pudiesen existir entre los tres, ideológicas o historiográficas, quedan para otro momento. La perspicacia de Romerito,  como muchos lo llaman quizás en comparación con el excelente historiador que fue su padre, se evidencia cuando repite lo dicho en otra entrevista –porque lo suyo ya es obsesión- acerca de que doy (damos) por sentado “que siempre hubo unos poderosos que trataron de engañarnos y de dominarnos, y la historia sería un instrumento de dominación, por eso nos enseñaron una historia falsa”. Efectivamente, eso creo. Mejor dicho, de eso estoy convencido. Es curioso que pueda estarse tan de acuerdo con un párrafo que pretende ser denostatorio.

Romero, a quien leí por primera vez en el diario que Massera publicó para sostener su proyecto político, ha violado todo criterio ético al firmar comentarios negativos, en el mismo suplment dominical, parecidos entre sí, a libros de Lanata , Pigna y mío.

Lo que queda por dilucidar es cuáles son las razones por las que Romero se autoadjudica el derecho a representar a quienes él llama los “historiadores profesionales”. No sé si en esa categoría entran aquellos a los que admiro como Halperín Donghi, Félix Luna, Carlos Floria, Burucúa, de Marco, etc. Tengo un gran respeto por los historiadores académicos y universitarios, tanto que, por no serlo, nunca me autocalifico como tal sino como “escritor” (lo que no impide que otros me endilguen ese título), lo que no me ha impedido sentirme en condiciones de incursionar en investigaciones históricas como las biografías de Bernardo de Monteagudo, Juan Manuel de Rosas o de Ernesto “Che” Guevara, que no pueden ser consideradas obras de divulgación, aunque no reniego de ésta. 

Ninguno de los historiadores que he nombrado renglones atrás ha evidenciado cólera contra aquellos cuyos textos interesan a los lectores, entre otros motivos porque casi todos ellos suelen ser favorecidos por las listas de libros comprados. Comprados y no vendidos, porque no se trata de vender sino de comprar, que es lo que hacen los lectores en las librerías. De ellos es la decisión, no del escritor.

Romero pretende zaherir calificando de “mercancía” a mis (nuestros) libros lo que es una sandez porque en tanto tienen precio y se exhiben en escaparates todos los libros lo son. En ello no se diferencian de un tubo de dentífrico o de un par de zapatos, obedeciendo a las reglas capitalistas. También son mercancía los de Romero aunque sus últimas publicaciones han sido fracasos editoriales a pesar de haberse prestado a notas periodísticas y entrevistas televisivas como hacemos todos los que publicamos libros. Mi (nuestro) juez parece haber caído en la frecuente trampa psicológica de exaltar el fracaso (extensión del propio), que sería sinónimo de prestigio y seriedad, y degradar el éxito, equiparable a “liviandad historiográfica”.

Es obvio que el anatema romerista contra los que escriben historia sin ser “ profesionales” se dirige también contra los periodistas que han indagado y publicado, algunos de ellos brillantemente, sobre temas recientes como las organizaciones armadas, la dictadura del Proceso, el endeudamiento externo.

El argumento de la derecha ante sus fracasos electorales es “la gente no sabe votar”. Me decepciona que Romero o Romerito utilice ese mismo argumento para sostener sus enconos, “la gente no sabe comprar”. Afirmación ejemplarmente elitista y reaccionaria.

 

P.S. En el artículo marco, en el que Marcos Mayer opina sobre historia, hay varios errores:

1) “El santo de la espada” no fue escrito por Mitre sino por Ricardo Rojas.

2) Mitre escribió las biografías de San Martín y Belgrano, no la de Sarmiento.

3) Mi último libro se llama “Los héroes malditos”, no “Los héroes olvidados”.

 

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