LAS MASAS Y LAS LANZAS de J.A. Ramos
Es de celebrar la reedición de este libro fundamental de la historiografía argentina. Mejor dicho de la historiografía revisionista que se impuso y se impone contar nuestros avatares desde una óptica alternativa a la tendenciosa de los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX. Guerras que no concluyeron en Caseros sino que se prolongaron en el conflicto entre el Buenos Aires de Mitre y la Confederación provincial acaudillada por Urquiza, y en la Guerra de la Triple Alianza emprendida por los porteños y acompañada a regañadientes por las provincias.
“Las masas y las lanzas” es quizás el libro fundamental de Ramos pues en él están prístinamente delineados sus ejes de interpretación histórica, basados en la teoría marxista de la lucha de clases aunque también comparte con el revisionismo nacionalista y popular la importancia del tema de la dependencia argentina a los imperios de turno. Es de admirar en estas páginas la lucidez con que su autor interpreta las circunstancias nacionales en función de las línea de fuerza internacionales que condicionan aquello que la historiografía oficial, escrita por liberales conservadores más empeñados en ocultar que en mostrar, adjudica a la iniciativa de “grandes hombres”, suprimiendo de su interpretación, como lo hicieron en lo real, el vigor de los movimientos populares.
Ramos comienza por convencernos de que la revolución de Mayo fue de filiación hispánica y no respondió a influencias comerciales británicas como la mayoría de los historiadores liberales afirman. El movimiento fundacional de nuestra patria se habría entroncado con la vertiente antiabsolutista de la insurrección española acaudillada por Riego y fue su misión sostener en Sudamérica las ideas libertarias aún después del fracaso del movimiento peninsular.
Se detiene luego en el “Plan de operaciones” que adjudica a Moreno pero también a Belgrano y lo señala, más que como un documento jacobino, como la declaración clave de principios de Mayo, enfatizando aquellas líneas que apuntan a un control del comercio exterior y a la capitalización del Estado en contra de los intereses imperiales. Ramos demuestra también que nuestras guerras civiles, más que en razones ideológicas, estaban ya anunciadas en el hecho de que un poncho inglés costaba siete pesos en el puerto de Buenos Aires mientras que el tejido en las provincias no podía venderse a menos de siete pesos. La riqueza del puerto producto de su avaricia que lo hacía quedarse con todo el rédito del puerto sin compartirlo con las demás provincias, germen del indignado caudillaje federal, hicieron que las derrotas sufridas en los campos de batalla fueran como si sus pies calzaran “una plancha de oro cuya gravedad bastaba para enderezar su cuerpo como por sí mismo luego que sus vencedores la abandonaban caída en el suelo”(cita de Alberdi).
Más adelante pone su atención en las consecuencias del decreto sobre “vagancia” que terminó con el gauchaje libre y privatizó la pampa que a partir de allí tuvo dueños y alambrados, obligando a que todo individuo de la campaña que no fuese propietario fuese considerado sirviente quedando obligado a reconocer un patrón.
Ramos prefiere llamar guerras “nacionales” a las tradicionalmente conocidas como “civiles” debido a que la alianza de la oligarquía librecambista de Buenos Aires con los intereses extranjeros, que se perpetúa hasta hoy, les da una trascendencia que trasciende los marcos estrictamente internos. Esta extranjeridad antipopular y antinacional que imbuye también a las interpretaciones conservadoras y liberales de nuestra historia le sirven asimismo para comprender por qué el partido comunista argentino siempre tomó partido interpretativo en contra de los movimientos nacionales en consonancia con quienes supuestamente sostendrían posiciones políticas antagónicas.
Para explicar la distorsión histórica que siempre hemos padecido y seguimos padeciendo, lo que entre otras manifestaciones se encuentra la marginación a que él mismo y los demás revisionistas son aún condenados, Ramos se remonta a la circunstancia de que Buenos Aires siempre concentró la mayor parte de la riqueza y la cultura oligárquica del país, “foco de civilización vuelto de espaldas al país hambriento”. También: “Para justificar sus privilegios presentes los partidos porteños debieron modificar el pasado y al difamar a las masas populares de ayer justificar su alejamiento de las masas populares de hoy”. La “Gazeta” del 15 de diciembre de 1819 lo justificará sin pudor, arremetiendo contra la pretensión provincial de tener los mismos derechos que Buenos Aires (léase “Aduana”), “corrigiendo los consejos de la Naturaleza que nos ha dado un puerto y unos campos, un clima y otras circunstancias que la han hecho físicamente superior a otros pueblos (léase “provincias”) y a la que por las leyes inmutables del orden del universo está afectada una importancia moral de cierto rango”.
Páginas más adelante Ramos vuelve a acertar al definir la conflictiva relación entre un San Martín empeñado en cruzar los Andes para hacer del mundo algo mejor, alejado del absolutismo hispánico, y un Pueyrredón enredado en los tejemanejes de la oligarquía porteña, como la confrontación entre, respectivamente, la revolución democratizadora peninsular y la España negra que se empeñaba en subsistir.
A lo largo de las páginas de este libro emerge como verdad incontestable que el interés prioritario de los sucesivos gobiernos directoriales porteños fue liquidar la amenaza de los caudillos provinciales antes que ocuparse de terminar la guerra de la independencia, lo que dejó en el desamparo a San Martín ante Bolívar, o de expulsar a los invasores luso-brasileros de la Banda Oriental a quienes, por el contrario, agradecen suicidamente por haber contribuido a terminar con el gran Artigas aunque fuese a costa de perder esa maravillosa provincia. Ramos define la política porteña: “Jaqueo a la Revolución Americana encabezada por San Martín; intrigas y cabildeos para instalar al príncipe de Luca en el trono del Plata; abandono de la provincia oriental al control británico portugués para estrangular a Artigas; movilización de los ejércitos libertadores contra las Provincias Unidas sofocadas por la dictadura portuaria”. Contra esto se subleva el Ejército del Norte en Arequito, desobedece San Martín en Chile y continúa su campaña libertadora, y en 1820 los caudillos López y Ramírez derrotan al ejército porteño. Pero luego sobrevendría, como efecto de “la plancha de oro” a la que se refirió Alberdi, la traición de López y Ramírez a Artigas y luego la de López a Ramírez, el encumbramiento de Rivadavia, prohombre de los unitarios a quienes Ramos define como “hombres de casaca negra (Lavalle dixit), persuadidos de su ciencia, taciturnos y severos, embanderados de latines”. Don Bernardino estaba infatuado de europeísmo probritánico y de desprecio hacia la chusma, sobretodo provinciana. Pero Ramos, a diferencia de la mayoría de nuestros historiadores no lo achaca a sus características de personalidad sino “al complejo de fuerzas económicas que representaba”.
Nuestro autor define, leal a su interpretación del movimiento independista nacional: “Moreno, San Martín y Monteagudo tendían a representar en América del Sur las tendencias del liberalismo revolucionario y popular del que estaban imbuídas las Juntas Populares de la revolución española, mientras que los unitarios rivadavianos, los del Carril, los Agüero, los José Manuel García, los Valentín Gómez, traducían en Buenos Aires el estilo y los métodos del absolutismo ilustrado español, anacrónico ya en España, a mitad del camino entre el feudalismo y el capitalismo”.
Estos celebrarían la derrota y exilio de Artigas, la muerte de Ramírez, el soborno de López. No en vano la historiografía liberal denominaría a los años siguientes como “la experiencia feliz”. Son los tiempos de los despropósitos antinacionales y probritánicos de nuestro primer presidente, entre ellos la elogiada enfiteusis a la que nuestro autor despoja de todo mérito y revela que fue el paso previo al endeudamiento venal con Londres a quien se ofreció la mayor parte de nuestro territorio, ahora en manos del Estado, como garantía del empréstito.
Quizás el mayor desatino, según Ramos, de aquel a quien Mitre definiera como “el más grande hombre civil de nuestra nación” fue, con tal de disponer del ejército que guerreaba en Brasil para enfrentar a su verdaderos enemigos, los caudillos, la firma a través de aquel personaje ominoso que fue José Manuel García, de la paz con Brasil al precio fijado por Gran Bretaña de entregar la Banda Oriental defendida con bravura por nuestras tropas triunfantes en Ituzaingó. Ello no impediría, sino todo lo contrario, que se impusiera el nombre de Rivadavia a la que consideramos la avenida más larga del mundo en la capital federal.
La lucidez de Ramos no explicará el conflicto entre Rivadavia y Rosas como un choque de personalidades sino como el choque de intereses entre la burguesía portuaria funcional a los intereses británicos, basada en la libre importación de sus productos, y los de los ascendentes ganaderos de la pampa húmeda que anhelaban controlar el comercio exterior para favorecer las exportaciones de sus productos. Estos se hartaron de Rivadavia y rompieron su alianza cuando este pretendió dividir y provincializar la pampa bonaerense en su perjuicio.
En su análisis de los tiempos rosistas el autor señala la diferente relación de unitarios y federales con las provincias: los primeros enviaban sus ejércitos para doblegarlas y poner “doctores”porteños en los cargos más importantes de las administraciones provinciales. Rosas, en cambio, habría establecido un acuerdo de no agresión y de respeto a sus jefes naturales, los caudillos erigidos en gobernadores y lo único que le interesaría de los mandos provinciales, aunque no fueran porteños, es que le fueran leales y serviles. Pero lo cierto es que el Restaurador no renunció a los privilegios del puerto ni a las rentas de la aduana lo que condenó a las provincias a la indigencia obligándolas a depender de la ayuda que Rosas les pudiera dispensar en directa relación con su obsecuencia y funcionalidad a sus estrategias.
Pero no todas son críticas hacia don Juan Manuel: Ramos le reconoce haber cerrado las puertas del Banco Nacional que sólo servía para enriquecer a ingleses y sus cómplices criollos, en castigo también por haber sido causa principal de la caída y asesinato del gran Dorrego, impedido por falta de fondos de continuar la guerra contra el Brasil para reincorporar a la Banda Oriental a nuestro territorio. Don Manuel pagó también con su vida el haber pretendido representar los intereses provinciales en el mismo centro del unitarismo (fue delegado de Santiago del Estero en la Legislatura).
Es también muy interesante la defensa que de José María Paz hace el autor de estas páginas no definiéndolo como unitario, como siempre se ha hecho, sino como defensor de los intereses de las provincia mediterráneas enfrentadas con las litoraleñas. Afirma que si Quiroga hubiera atendido las razones de Paunero, enviado de Paz, y llegado a un acuerdo con éste, representando respectivamente a la burguesía intelectual y las masas armadas opuestas al núcleo corruptor de Buenos aires, hubiera podido imponerse la unidad de los argentinos. Pero, siempre según Ramos, Quiroga se dejó envolver y sucumbió a la estrategia divisionista de Rosas.
Este habría sido el protocapitalista argentino, en base a un incipiente capitalismo agrario basado en la exportación de cuero a Europa y de tasajo a Brasil, los Estados unidos y las Antillas, corriente que creció exponencialmente. Para independizarse de la Gran Bretaña y los cipayos importadores y librecambistas organizó su propia flota o los contrató portugueses, holandeses o norteamericanos. Eso lo marcó y también a sus seguidores de un “criollismo”que contrastaba con el europeísmo a ultranza de los doctores ilustrados de la oligarquía del puerto. El autor reconoce también a Rosas el dictado de la Ley de Aduanas que protegió y fomentó las industrias provinciales cargando de impuestos a las importaciones. Un consecuencia de esto es que cuando termina su gobierno muchas fábricas han crecido en el territorio nacional, en Buenos Aires ciento seis, entre ellas de carruajes, de molinos de viento, de jabones, de licores, de cerveza, de pianos, etc. Puede entenderse entonces uno de los motivos de las potencias para derrocar al Restaurador, enemigos de toda competencia para la colocación de sus productos. Los bloqueos de Francia e Inglaterra cumplieron con obligar a la suspensión del proteccionismo por la necesidad de fondos para financiar la guerra.
A propósito, Ramos señala algo que no ha sido suficientemente tenido en cuenta: la invasión extranjera contó con la complicidad de las provincias litoraleñas cuyos dirigentes y comerciantes, desde siempre, despotricaban contra la exclusividad comercial que se arrogaba Buenos Aires desde los tiempos de la Colonia, también en los de Rosas. Florencio Varela y los unitarios de Montevideo imaginaron separarlas constituyendo, conjuntamente con la Banda Oriental, una nación aparte. El fracaso de la incursión, que no previó el coraje de los criollos enervados en un sentimiento de patrias que los unitarios desconocían, abrió una tregua hasta Caseros. Batalla que no casualmente se produce luego de la caída de la Santa Alianza con lo que el capitalismo mundial se expande sin obstáculos, de allí la guerra del opio en China, la flota prusiana en Asia, la incursión francesa en Méjico. Luego de la caída de Rosas el comercio argentino se orientará de acuerdo a las necesidades del imperio británico, constituyéndose en el complemento agrario de su desarrollo industrial. Fue necesario entonces volver a arrasar con las industrias provincianas, a lo que no hubo oposición porque Rosas habría desarrollado una política provincial bonaerense y no nacional.
Ramos se opone considerar a Caseros un conflicto entre el feudalismo y el capitalismo moderno, tampoco consiente en que, de acuerdo a algunos historiadores de izquierda que acuerdan con la visión liberal, significaría la consolidación de una burguesía industrial nacional. “La verdadera burguesía industrial que se apropia de los beneficios de la “unificación a palos” impuesta al país por los vencedores se encuentra en el exterior, no en el interior del mercado y de la sociedad argentina”.
En cuanto a Urquiza la oposición que unió en su contra a unitarios, rosistas e imparciales se habría debido a que Buenos Aires temió que el entrerriano quitara a su puerto la exclusividad y repartiera las rentas de la Aduana cumpliendo con una antigua reivindicación del resto de las provincias, no sólo de las litoraleñas. “No olvidará el lector que la Aduana no sólo le daba el irritante privilegio de origen real , expresado en una prosperidad y una cultura desconocidas para todo el resto del territorio argentino sino que brindaba a sus gobernantes la posibilidad de defender ese privilegio con la organización de ejércitos de línea. Buenos Aires era y lo sería por mucho tiempo el principal foco antinacional del país”.
Urquiza convocó entonces a los últimos caudillos provinciales a San Nicolás para conformar una fuerza constitucionalista que pudiera oponerse al egoísmo porteño. Ramos reivindica a una de las tantas figuras “castigadas” por la historia oficial, Manuel Calvo, líder de los porteños que abogaban por la incorporacìón de Buenos Aires a la Confederación provincial, es decir ponerla al servicio de un proyecto nacional y no abonada al usufructo de lo que no le pertenecía. En sus filas revisten “los más notables argentinos”, como escribe Ramos, que deberían huir de Buenos Aires hacia Paraná para evitar sangrientas represalias: José Hernández, Lucio V. Mansilla, Mariano Fragueiro, Juan María Gutiérrez, Tomás Guido y en Europa Juan B. Alberdi.
Luego vendría la derrota de las armas porteñas en la segunda Cepeda, que otra vez no alcanzó para conmover el predomino del puerto, y por fin Pavón, cuando Urquiza se rindió a Mitre con las consecuencias que hasta hoy sufrimos argentinas y argentinos.
“Las masas y las lanzas” debe leerse, no sólo para conocer nuestra historia verdadera sino también para comprender los dramas nacionales de hoy, circunstancias irresueltas del ayer.