LA VERDADERA HISTORIA DE LOS TEMPLARIOS

Mi relación con los templarios comenzó en 1977, cuando llevado por el vacío del exilio que me compulsaba a explorar todo lo que se cruzaba en mi camino, ingresé a la pequeña iglesita de la Veracruz, perdida en la campiña segoviana. El impacto fue inesperadamente grande. Es una edificación de extraordinaria austeridad, de doce paredes que le daban un aspecto casi circular, con muros despojados de ornamentos religiosos, y, lo que es más relevante, un edículo en su      centro haciendo de altar donde se velaban las ramas antes del combate. Esa mezcla de religión y guerra fue justamente la característica de quienes erigieron esa iglesia a fines del 1100: los caballeros templarios, sobre los que se tejieron y tejen tantas fantasías renovadas en los últimos tiempos por el éxito de “El Código da Vinci”.

La historia de los templarios parece comenzar cuando los cruzados Hughes de Payns y Hughes de Champaña descubren documentos hebraicos en Palestina. Este último regresa a Francia en 1108 y en la abadía del Císter, Bernardo de Claraval y Etienne Harding se abocan al estudio de los secretos que guardan dichos  documentos en colaboración con expertos judíos de la Borgoña.

En 1118, veinte años después de la toma de Jerusalén por los cristianos,  nueve caballeros liderados por Hughes de Payns se presentaron ante el rey Balduino II en la ciudad santa y le expresaron sus intenciones de constituir una Orden cuya función sería la de proteger a los peregrinos cristianos que debían recorrer un peligroso camino desde Europa hasta Jerusalén. Los nombres de los otros eran Geoffrey de Saint-Omer, André de Montbard, Gondemare, Godefroy, Archambaud de Saint-Agnan, Payen de Montdesir, Goeffroy Bisol y Roral o Rolando.

Es sorprendente que el rey Balduino, a pesar de lo exiguo de su número y de lo breve de su trayectoria, haya asignado a los templarios un lugar tan significativo como una mezquita construída sobre las ruinas del Templo de Salomón, de donde tomaron su nombre.

Los nueve caballeros excavaron en las entrañas del templo buscando según las indicaciones de los documentos traducidos. A ello se dedicaron durante nueve años, no cumpliendo con  ninguna de las misiones de protección de cruzados  y tampoco aceptaron ningún nuevo miembro. Dan Brown, el autor de “El Código da Vinci” se inclina por la fantasiosa y redituable hipótesis de que hallaron documentos de inimaginable importancia acerca del Santo Grial que, de ser revelados, echarían por tierra con las religiones cristianas. Lo más probable , guiándonos por el realismo, es que encontraran algunas de las riquezas a las que se refiere uno de los “rollos del Mar Muerto” encontrados en Qumran y descifrados en Manchester en 1955  según el cual  yacían veinticuatro montones de oro y vajilla. Recordemos que, luego de Salomón, el sitio pasó por las manos de Nabucodonosor, Herodes, Nerón, Tito, que habrían allí escondido tesoros que, descubiertos,  explicarían la excepcional riqueza de la Orden desde sus inicios.

En 1128, luego de la aprobación de la Orden en el Concilio de Troyes, se confió a Bernardo de Claraval la redacción de una Regla, para lo cual quien luego sería proclamado santo adaptó el duro reglamento cisteriano por el cual los monjes debían pronunciar severos votos de pobreza, castidad y obediencia, al que agregó un cuarto, perpetuo  y novedoso, de contribuir a la conquista y conservación de Tierra Santa, para lo cual, si fuese necesario, darían gustosos su vida. Ello estaba en línea, no con el Cristo que pregonaba ofrecer la otra mejilla a quien ofendía sino con aquel que amenazaba con “No vine a poner paz en la tierra sino a traer la espada”. El Evangelio apócrifo de santo Tomás iría más allá: “He venido para traer a la tierra discordia, el fuego, la espada, la guerra”. Eran conceptos religiosos que no se limitaban a justificar la guerra santa siguiendo los preceptos de San Agustín acerca de la divina justicia de ciertas guerras sino que ordenaban monjes para tomar parte activa en ella. En la Regla de esos cruzados que aunaban lo monacal con lo guerrero, que se penitenciaban con el cilicio y se ejercitaban en el manejo de las armas,  que transitaban del recogimiento de la oración a la ferocidad en la batalla, podía leerse: “Un templario avanza sin  temor, no descuidando lo que pueda suceder a su derecha o a su izquierda, con el pecho cubierto  por la cota de malla y el alma bien equipada con la fe. Al contar con estas dos protecciones no teme a hombre ni a demonio alguno”.  Se adoptó también una vestimenta de lino blanco, simbolizando la pureza del monje, sobre la que se exhibía la cruz patada, ensanchada en sus extremos, de color sangre como símbolo del sacrificio del guerrero.

La Orden de los templarios llegó a ser colosalmente rica. Las características de nobleza, austeridad y coraje, cumplidas a rajatabla en un principio, le confirieron un creciente prestigio y poder que les ganó el apoyo de importantes representantes de la Iglesia, de la nobleza y de la ascendente burguesía enriquecida. Las donaciones fueron muchas y de creciente importancia, incorporando territorios extensos como el de Champaña en Francia  o el de Aragón en España, valiosas propiedades en Flandes y en Alemania.  Los candidatos acudían en tropel tanto en Europa como en tierras árabes y las principales familias destinaban a alguno de sus hijos a incorporarse a esa Orden que prometía poder, prestigio y eventuales riquezas. Las donaciones de castillos, fuertes y palacios fluyeron conformando un mapa de propiedades a las que se sumaron las tomadas en acciones de guerra a los sarracenos y las construidas bajo sus órdenes. Es de destacar que el estilo gótico, revolucionario en sus tiempos, está asociado con el Temple y que las principales catedrales de ese estilo en Francia, como las de Chartres, Amiens  y Notre-Dame fueron financiadas con fondos templarios. Los reyes de Inglaterra y de Francia les confiaron la custodia de su tesoros y a cambio recibieron préstamos para sus lujos y guerras.

Los templarios fueron pioneros en comprender que el dinero rinde más cuando circula y fueron los creadores del préstamo con prenda y con hipoteca, por los que cobraban intereses que les estaba prohibido a las demás órdenes. También tomaban capitales en Europa de peregrinos que no querían arriesgarlos en el viaje y los restituían en Palestina ante la presentación del documento, antecesor del cheque de viajero. Eran la única Orden que podía percibir diezmos y que no pagaba ningún tipo de impuestos.

Fue esta derivación de la primigenia austeridad la que condenó a la Orden a su desaparición al cabo de una serie de circunstancias encadenadas: la suerte adversa de los cristianos en tierras islámicas que llevó al fracaso de sucesivas cruzadas y facilitó la reconquista de Jerusalén  y demás posesiones por parte de los sarracenos, el regreso de los sobrevivientes del Temple a Europa cuando cayó su último bastión en Chipre, la desconfianza que provocó la llegada a Francia de una masa de templarios organizados y expertos en el arte de la guerra que amenazaban el poder real, la enorme riqueza que llevaron consigo a Europa y que despertó la ambición de un rey cargado de deudas como Felipe IV de Francia, “el Hermoso”, quien era además deudor personal de la Orden. En 1289 había asumido como Maestre templario Jacques de Molay quien no supo prevenir la tormenta que se avecinaba. Un año antes el rey  había atacado a los judíos franceses a los que despojó de todas sus riquezas y expulsó de su reino.

La hora fatal para los del Temple llegó el viernes13 de septiembre de 1293 (de allí la mala fama de esa fecha) en que muchos monjes-caballeros fueron apresados por sorpresa con la connivencia del Papa Clemente V, dócil a los designios del rey que lo había entronizado en el papado y quien, a su pedido, expidió una bula por la que instó a los demás países a apresar e interrogar a los templarios. Los interrogatorios con feroces torturas “confirmaron” las absurdas acusaciones de herejía, sodomía, escupir y orinar crucifijos, pactos con el diablo   y otras lindezas y cientos de templarios fueron ejecutados, muchos de ellos en hogueras típicas de la Inquisición. Esta suerte la corrieron los más altos dignatarios, entre ellos Jacques de Molay, quien, según la leyenda, en el momento de su muerte maldijo al rey y al papa y les anunció que su muerte estaba próxima, lo que se cumplió en ambos casos en menos de un año.

Los bienes de los templarios fueron cedidos por Clemente V a otra orden religiosa relacionada con las Cruzadas, la de los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, hoy Orden de Malta,  aunque en la realidad la mayor parte del tesoro y las propiedades fue incautada por Felipe IV y otros monarcas europeos.

Años después del exterminio de los templarios perduraban tenazmente sus huellas. Por ejemplo las carabelas de Colón llevaron en sus velas enormes cruces patadas. Sucedió que en Portugal y en España las autoridades habían sido magnánimas con la Orden y permitieron que sus miembros se disimularan en otras órdenes, la de Calatrava en España y la Cristo en Portugal (la nave de Vasco de Gama también se engalanaría con el emblema del Temple). Se dice que Colón visitó los archivo de la Orden de Calatrava y los del castillo de los templarios portugueses en Tomar donde se anotició de la existencia de América. La cruz de la Orden que todos hemos dibujado en sus velas sería la prueba de su reconocimiento por la información, quizás también por algún financiamiento.

Otra consecuencia postergada de la fulgurante historia de los templarios puede buscarse en “La Divina Comedia”. Dante Alighieri era Maestre de la Cofradía de la Fede Santa, organización esotérica y secreta derivada de la Orden del Temple. Sus iniciados estaban obligados a comunicarse en verso por lo que no es casual que  Bocaccio, Ariosto y Torcuato Tasso hayan sido también sus integrantes. En la “Divina Comedia” Dante intercala misteriosas referencias al Temple, seguramente mensajes en clave: “Veo al nuevo Pilatos tan cruel/ que, insaciable y sin decreto,/hecha sobre el Templo su ambicioso velo” que remite a Felipe IV y a la destrucción de los templarios.

Contrariamente a lo que Dan Brown afirma en su libro el estudio de la historia de la Orden templaria nada sugiere de contradicción a la doctrina de la Iglesia Católica, por el contrario le fueron leales hasta con el compromiso de sus vidas y fue siempre notoria su devoción a la Virgen María como es evidente en las denominaciones de muchas de las iglesias por ellos construidas.  Así como se han levantado acusaciones que con el tiempo se reconocieron injustas, como fue el caso de Galileo, llegará también la reivindicación eclesiástica para los monjes-guerreros.

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