JUANA AZURDUY
Reivindicar a Juana Azurduy es hacer una doble justicia. Por una parte a los heroicos caudillos altoperuanos, tan ignorados por nuestra historia oficial a pesar de su importancia en las guerras de nuestra independencia. Por otra, al papel de la mujer en los primeros años de nuestra patria cuando muchas veces empuñó el sable o la lanza para defender sus ideas, desmintiendo el rol pasivo de donar alhajas o coser banderas que le adjudicó nuestra historiografía machista.
Nacida en 1781, pasó los años de su infancia entre la ciudad de Chuquisaca y la finca familiar en Toroca, donde junto a su padre aprendió a amar la libertad, a defender la justicia y a respetar y hablar la lengua de los collas; también a cabalgar como el más consumado de los jinetes varones y a curtir su cuerpo y su espíritu en las duras condiciones de vida del Alto Perú.
Pronto quedaría huérfana de padre y madre, cumpliendo con un destino trágico que desde sus años más precoces la enfrentó implacablemente con la muerte de sus seres más queridos.
Su vecino de finca era el joven Manuel Ascencio Padilla, con quien funde sentimientos amorosos. Ambos se identifican en sus ansias de justicia e independencia y contraen matrimonio en 1805, cuando Juana tenia 25 años y Manuel Ascencio 30. Todo transcurriría normalmente para los flamantes esposos durante varios años y la dicha hogareña se completó con el nacimiento de los hijos Manuel, Mariano, Juliana y Mercedes.
Pero la tranquilidad de la vida campesina fue turbándose por la agitación revolucionaria de los estudiantes de la vecina universidad chuquisaqueña de San Francisco Xavier donde se formaron algunos de los próceres de nuestra independencia: Moreno, Monteagudo, Castelli, Paso, los Rodríguez Peña y otros. La vida cambiaría definitivamente cuando el 25 de mayo de 1809, a raíz del levantamiento revolucionario en el Alto Perú que se produjo exactamente un año antes que el del Río de la Plata, con la anuencia de su mujer Manuel Ascencio toma partido por la causa de la libertad reclutando voluntarios entre los indígenas y mestizos de la región para fortalecer la causa de los revoltosos en contra de los partidarios del rey Fernando VII, lo que les vale de allí en más el enconado hostigamiento de las huestes realistas.
Juana Azurduy se unió a su esposo llevando consigo a sus cuatro pequeños y desde entonces luchará a su lado, con coraje y sagacidad ejemplares. Recorría las comarcas vecinas reclutando hombres para la guerra y organizó un batallón que bautizó con el nombre de “Leales”, al que, como devastadora amazona, comandó en varias acciones contra la dominación española. Los indígenas y los mestizos de la región pronto la identificaron con la Pacha-mama y le atribuyeron dones sobrenaturales.
La vida de los Padilla, secundados por su fiel lugarteniente Juan Huallparrimachi, en su lucha desigual contra fuerzas entrenadas y bien armadas fue un incesante escurrirse por una geografía cruel que cobraba su precio de hambre, enfermedades y temperaturas extremas, interrumpidas por sangrientas escaramuzas con el enemigo.
Belgrano se internará en el Alto Perú para reforzar la acción de la “guerra de recursos” o “de partidarios”, como allí entonces se la denominaba, de los caudillos altoperuanos que con sus tácticas guerrilleras tanto perjuicio provocaron en las fuerzas realistas, escribiendo una página de abnegado heroísmo que ha sido arrancada de nuestra historia oficial, pasando a integrar la larga y honrosa lista de los “malditos”.
En los valles y en las selvas del Alto Perú, hoy Bolivia y entonces parte de las Provincias Unidas del Río de la Plata, también en sus desiertos y en sus cumbres nevadas se desarrollaron gran parte de las acciones bélicas de nuestra Independencia, ya que en esas tierras chocaban las tropas realistas, “arribeñas”, que bajaban desde Lima y las tropas revolucionarias que subían, “abajeñas”, desde el Río de la Plata. En sus territorios dejaron su vida muchos patriotas altoperuanos en la lucha por la libertad argentina.
La lealtad al gobierno del Río de la Plata se manifestaba no sólo en los caudillos, cuya divisa fue, y siguió siendo hasta el final, la bandera azul y blanca, sino también en la población altoperuana. Tanto era así que el feroz general realista Tacón, que asoló Chuquisaca, castigaba cruelmente, como grave delito, a las mujeres que mostraban algo celeste en su vestimenta.
Sirva también reproducir un párrafo del “Diario” del virrey Pezuela en el que relata el alborozo popular provocado por la caída de Montevideo, el 21 de julio de 1814: “En La Paz todos los habitantes y hasta los pocos indios que hasta entonces se habían mantenido refugiados en sus alturas por no tomar parte, bajaron a sus pueblos y se nos declararon enemigos, así como un considerable número de cholos y mestizos de todos los demás, hasta entonces indecisos, que convinieron la mayor esperanza a favor de los insurgentes de Buenos Aires”.
Escribirá Bartolomé Mitre: “Como esfuerzo persistente que señala una causa profunda ella duró quince años, sin que durante un solo día se dejase de pelear, de morir o de matar en algún rincón de aquella elevada región mediterránea. La caracteriza moralmente el hecho de que sucesiva o alternativamente, figuraron en ella ciento dos caudillos, más o menos oscuros, de los cuales sólo nueve sobrevivieron a la lucha, pereciendo los noventa y tres restantes en los patíbulos o en los campos de batalla, sin que uno solo capitulase, ni diese ni pidiese cuartel en tan tremenda guerra. Su importancia militar puede medirse más que por sus batallas y combates, por la influencia que tuvo en las grandes operaciones militares, paralizando por más de una vez la acción de los ejércitos poderosos y triunfantes”. Los caudillos altoperuanos podrían haber hecho suyas las afirmaciones de otro jefe de chusma que actuaba lejos de allí: “ Para mí no hay nada más sagrado que la voluntad de los pueblos”, o “Que los más infelices sean los más privilegiados” o “Tiemblen los tiranos de haber excitado nuestro enojo” (José G. Artigas).
Entre los jefes más destacados cabe resaltar en Abapó a Juan Manuel Mercado, en Ayopaya a José Miguel Lanza, en Chuquisaca a José Antonio Alvarez de Arenales, en Larecaja al cura Muñecas, en Mizque a Vicente Umaña, en Santa Cruz de la Sierra a Ignacio Warnes, en Tomina a Manuel Ascencio Padilla y Juana Azurduy de Padilla, en La Paz a José Miguel Lanza, en Salta y Jujuy a Martín de Quemes, en Tarija a Francisco Uriondo.
De este último, reproducimos un fragmento de su oficio a Martín Guemes, desde Tarija, del 15 de noviembre de 1816: “Desde el punto de los Toldos me puse en marcha por la retaguardia de la división del coronel Marquiegui y en la cuesta de Cachimayo se emprendió una guerrilla con la retaguardia de esta división donde los enemigos dejaron siete muertos; de ahí marché a situarme en el punto de Pascaya, a donde ya pude reunir algunas partidas, y traté de sorprender la fuerza enemiga que se hallaba en el valle de la Concepción; para cerciorarme mejor de su fuerza y de su número, destaqué dos partidas al mando del capitán Mendieta y del ayudante don Pedro Raya; la primera cayó sobre una avanzada de treinta hombres del enemigo, la que fue derrotada completamente; y la segunda se internó hasta las inmediaciones de su campo, sacándole veinticinco cabezas de ganado; me dispuse a atacar esa división que se componía de 280 hombres de caballería pero esa misma noche abandonaron precipitadamente los enemigos ese punto dirigiéndose a unirse con la fuerza que había en esta villa (Tarija); el 11 abandonaron esta plaza precipitadamente y fuimos persiguiéndolos hasta la cima de la cuesta: la pérdida del enemigo pasa de 250 hombres de las diferentes guerrillas que hemos tenido; con un teniente coronel y cuatro oficiales más muertos y aún no le puedo dar a vuestra señoría un parte circunstancial, porque espero los de los comandantes de las partidas que aún los persiguen. La deserción del enemigo ha sido mucha, pues hasta la fecha se me han presentado veintisiete hombres, dos tambores, dos pífanos y el alférez don Manuel Medrano, cuatro de éstos con sus armas, y estos mismos me aseguran que por otras partes se ha desertado mucha gente por esos montes”.
El mismo jefe guerrillero responderá a un intento de soborno del jefe del ejército realista, Mariscal de la Serna ( 11 de diciembre de 1816): “Revestido de una ternura cual debe acompañar no a un jefe padre, pero aun al más desaforado tirano, lloré con instancia sus desgracias (de los pobladores de la región), y protesté a la faz del cielo el vengarlos. Esperé de éste el realizarlas; mas como la providencia no obra según el período con que solicitan los hombres sus antojos, síno sólo como previenen los dictámenes de su justicia y misericordia y como no ha llegado hasta este día el caso de practicarlas, pues cuente vuestra excelencia que en todo evento en que una suerte lisonjera franquee a mi espada un solo momento de dicha, será para emplearla en la más tirana garganta de los gobernantes de esta infeliz provincia, que atropellando todas las leyes justas han provocado a los cielos, han infamado hasta los extremos más degradantes las armas del Rey que precian defender, han hollado con crueldad los sagrados derechos de la humanidad, se han burlado de los sentimientos del honor, y recopilando en sus personas cuantos vicios groseros pueden caracterizar a los mayores malvados, se han prestado como tales al robo, al degüello, al incendio, al sacrílego exceso de saquear los templos y a cuanta otra extravagancia no es capaz de atreverse el abismo (…) Con que vea vuestra excelencia si podré yo sin entrar en público atentado pasar a la compañía de esos criminosos cuyo exterminio espera quizá de mi mano esta ofendida provincia”
Los caudillos altoperuanos serán ominosamente maldecidos por nuestra historia oficial y cuando el escenario de sus proezas, el Alto Perú, se independizó (la actual Bolivia) parecerían haber pasado a ser “próceres extranjeros”. La capital de nuestra patria, cuyo callejero alberga no pocos mediocres y algunos traidores a la patria, no ha concedido a Uriondo el honor de bautizar una de sus calles. Tampoco a la mayoría de aquellos extraordinarios “jefes de republiquetas” gracias a cuyo heroísmo los ejércitos españoles a pesar de las situaciones favorables que se les presentaron luego de las derrotas patriotas en Huaqui, en Ayohuma o en Sipe Sipe nunca pudieron avanzar sobre Buenos Aires en la imposibilidad de descuidar su retaguardia permanentemente amenazada por las acciones guerrilleras.
El sufrimiento no doblegó a Juana sino que acrecentó su odio contra los realistas y dio mayores fuerzas a su brazo para blandir la espada o enarbolar su lanza. Así estuvo junto a su esposo demostrando serenidad y valentía sin limites en las victorias de Badohondo y Carachimayu, pero también sufrió amargamente en el desastre del cerro de las Carretas, luego del cual los esposos se retiraron al pueblo de Pitantora, donde la renombrada amazona, a cuya cabeza los godos habían puesto el mismo precio que a la de su marido, diez mil pesos, trajo al mundo su quinto vástago, una mujercita a quien pusieron el nombre de Luisa y que entregaron a una comadre indígena para su cuidado. Momentos después del alumbramiento, con la placenta a medio expulsar, tuvieron que abandonar el pueblo ante la amenazante presencia del enemigo.
El 5 de mayo de 1816 doña Juana Azurduy de Padilla alcanzó la gloria: al frente de 30 fusileros criollos y 200 indios armados de hondas, palos y flechas, además de su cuerpo de amazonas, venció a los españoles del coronel Vicente Sardina en la batalla de “El Villar”, siendo premiada por el gobierno de Buenos Aires con el grado de “Teniente Coronela”.
“Buenos Aires, Agosto 13 de 1816.
El Exmo. Señor Director Supremo del Estado, se ha impuesto con satisfacción del oficio de V.E. y parte que acompaña pasado por el Comandante Don Manuel Ascencio Padilla relativo al feliz suceso que lograron las armas de su mandato contra el enemigo opresor del Alto Perú, arrancando de su poder la bandera que remite, como trofeo debido al varonil esfuerzo y bizarría de la Amazona doña Juana Azurduy.
El gobierno en justa compensación de los heroicos sacrificios con esta virtuosa americana se presta a las rudas fatigas de la guerra en obsequio de la libertad de la Patria, ha tenido a bien decorarla (sic) con el despacho de Tenienta coronel que acompaño para que pasándolo a manos de la interesada le signifique la gratitud y consideraciones que han merecido al gobierno sus servicios igualmente que a las demás compatriotas que la acompañan”.
Firmaba Juan Martín de Pueyrredón, Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata.
La lealtad de los Padilla a Buenos Aires fue permanente a pesar de experiencias desafortunadas como cuando se apersonaron en Tiahuanacu ante el jefe del ejército que había subido desde el Río de la Plata, Antonio González Balcarce, para ofrecerle su apoyo y el de sus hombres. Como respuesta fueron despojados del mando de su contingente, que quedó incorporado al ejército regular, mientras ellos eran relegados a un puesto subalterno. No les fue mejor más tarde con Belgrano en Vilcapugio pues se los destinó erróneamente a conducir la artillería por los riscos de la montaña, a pesar del eficaz valor que ya habían demostrado, siendo impotentes espectadores de la derrota.
Las guerrillas de los Padilla causaban serios contrastes a las fuerzas españolas. Así vencieron al comandante Benito López en Tarvita, obligando al general Joaquín de la Pezuela a ordenar la movilización de gruesas columnas para acabar con ellos, fuerzas que debía distraer del por ello nunca cumplido objetivo de avanzar hacia Buenos Aires para sofocar la revolución. Gracias a Juana, Manuel Ascencio y otros caudillos altoperuanos y a los gauchos de Güemes, San Martín pudo concentrar el grueso de las tropas argentinas en Cuyo en su estrategia de tomar Lima por mar.
Los Padilla volvieron a mascar su impotencia cuando, una vez más, el jefe del ejército “abajeño”, esta vez José Rondeau, decidió prescindir de sus servicios, desconfiando de quienes habían demostrado ser brillantes en la guerra de guerrillas pero poco adeptos a la guerra ortodoxa, decepción aumentada cuando se enteraron de que el ejército patriota había sido derrotado en Venta y Media.
Las fuerzas que subían desde el Río de la Plata para enfrentar a los realistas dejaban mucho que desear en su comportamiento, salvo cuando quien las condujo fue Manuel Belgrano. Cuando los Padilla al frente de sus paisanos entraron en Chuquisaca las familias pudientes, que habían preferido apoyar a los del Rey por su mayor poderío y porque no deseaban cambios en una situación política y económica que los favorecía, habían ocultado sus riquezas, especialmente en los conventos y en los monasterios, descontando el saqueo de los esposos caudillos y sus huestes. Pero éstos dieron instrucciones a sus mujeres y a sus hombres, supuestamente incivilizados, de no tocar un solo doblón que no les perteneciese, lo que fue religiosamente cumplido.
No sucedería lo mismo cuando el general Rondeau conmina a Juana y a Manuel Ascencio a abandonar la ciudad advirtiéndole que ya está en camino para hacerse cargo de su gobierno el coronel Martín Rodríguez. A pesar de su indignación y de los consejos de los suyos los Padilla obedecen estas órdenes y se retiran a su refugio de La Laguna.
En cuanto llega Rodríguez, en contraste con la actitud de los guerrilleros, ordena la requisa de todos los tesoros que pudiesen encontrarse en Chuquisaca, sin obviar conventos y demás lugares sagrados, con el pretexto burdo de evitar que los mismos cayeran en poder del enemigo y de brindarles la adecuada protección. Pronto se vio que no era ésa la razón principal.
“El coronel Daniel Ferreira llegó a la casa donde tenía sus sesiones el tribunal confiscatorio designado por el coronel Martín Rodríguez en los momentos en que se hacía el lavatorio del dinero. Esto era presenciado por el coronel Quintana, presidente del tribunal, quien le dijo: ‘Ferreira, ¿por qué no toma usted algunos pesos?’. Este, aceptando el ofrecimiento, estiró su gigantesco brazo, proporcionado a su estatura, y con tamaña mano tomó cuanto podía abarcar. Quintana repitió entonces: ‘¿Qué va a usted a hacer con tan poco?; tome usted más’. Entonces Ferreira, extendiendo su amplio pañuelo, puso en él cuanto podía cargar, algunos cientos.
“Con más generosidades como ésta, con lo que sustraerían los peones conductores, los cavadores, los agentes subalternos y algunos más, ¿qué extraño es que el caudal, cuando hubo de entrar en arca, hubiese disminuido notablemente? Se dijo que faltaba más de la mitad” (José María Paz, “Memorias”).
Las tropas rioplatenses sufrieron una grave derrota en Sipe-Sipe. En plena huida su ineficiente y corrupto jefe, el general José Rondeau, envió un oficio a Manuel Ascencio Padilla, el 7 de diciembre de 1815, en el que con inaudita insolencia lo instaba a “redoblar sus esfuerzos para hostilizar al enemigo”. Es decir, que cuidara sus fugitivas espaldas…
El gran caudillo altoperuano, en nombre también de su esposa, le responde altivamente el 21 del mismo mes desde La Laguna, donde ha vegetado varias semanas rumiando su enojo por la decisión del jefe porteño de prescindir de sus servicios. En su carta deja clara su crítica al comportamiento de las tropas de Rondeau:
“Señor General:
En oficio de 7 del presente mes, ordena U.S., hostilice al enemigo de quien ha sufrido una derrota vergonzosa: lo haré como he acostumbrado hacerlo en más de cinco años por amor a la independencia, por la que los altoperuanos privados de sus propios recursos no han descansado en seis años de desgracias, sembrando de cadáveres sus campos, sus pueblos de huérfanos y viudas, marcados con el llanto, el luto y la miseria; errantes los habitantes de 48 pueblos que han sido incendiados; llenos los calabozos de hombres y mujeres que han sido sacrificados por la ferocidad de sus implacables enemigos; hechos el oprobio y el ludibrio del Ejército de Buenos Aires, vejados, desatendidos sus méritos; insolutos sus créditos y en fin el hijo del Alto Perú mirado como enemigo, mientras el verdadero enemigo español es protegido y considerado (…) El haber obedecido todos los altoperuanos ciegamente, el hacer sacrificios inauditos, haber recibido con obsequio a los Ejércitos de Buenos Aires, haberles entregado su opulencia, unos de agrado y otros por fuerza, haber silenciado escandalosamente saqueos, haber salvado los ejércitos de la patria, ¿son delitos? ¿A quiénes se debe el sostén de un Gobierno que nos acuchilló? ¿No es a los esfuerzos del Alto Perú que ha entretenido al enemigo, sin armas por privarle de ellas los que se titulan sus hermanos de Buenos Aires? (…) Y ahora que el enemigo ventajoso inclina su espada sobre los que corren despavoridos y saqueando, ¿debemos salir nosotros sin armas a cubrir sus excesos y cobardía? Pero nosotros somos hermanos en el calvario y olvidados sean nuestros agravios, abundaremos en virtudes. Vaya U.S. seguro de que el enemigo no tendrá un solo momento de quietud. Todas las provincias se moverán para hostilizarlo; y cuando a costa de hombre nos hagamos de armas, los destruiremos para que U.S. vuelva entre sus hermanos”.
El Mariscal Goyeneche, enterado de las desavenencias de los Padilla con los jefes “abajeños” les hizo llegar una propuesta de soborno a través de su lugarteniente, el coronel Díaz de Letona, ofreciéndole todo tipo de garantías y de honores, un cargo bien remunerado y también una importante suma de dinero para que abandonaran la lucha.
-Qué chapetones éstos, me ofrecen mejor empleo ahora que me porto mal que antes cuando me portaba bien – bromearía Manuel Ascencio.
Ni él ni Juana vacilan y redactan una ejemplar nota de respuesta: “Con mis armas haré que dejen el intento, convirtiéndolos en cenizas, y que sobre la propuesta de dinero y otros intereses, sólo deben hacerse a los infames que pelean por su esclavitud, no a los que defienden su dulce libertad como yo lo hago a sangre y fuego”.
No fueron ellos los únicos en rechazar sobornos. A fines de 1816 el general de la Serna invita al caudillo Francisco Uriondo a cambiar de bando, “seguro -le decía- de que disfrutará de las gracias que en mi proclama prometo, de que olvidaré lo pasado, y de que se le acogerá sin faltar a nada de lo que ofrezco”.
Uriondo contestó con un largo documento en el que afirmaba que su espada “será para emplearla en la más tirana garganta de los gobernadores de esta infeliz provincia, que atropellando todas las leyes justas han provocado a los cielos, han infamado hasta los extremos más degradantes las armas del Rey que dicen defender, han hollado con crueldad los sagrados derechos de la humanidad. Con que vea Vuestra Excelencia si podré yo, sin entrar en público atentado, pasar a la compañía de esos criminosos cuyo exterminio espera de mi mano esta ofendida provincia”.
Uno de los personajes más fascinantes de nuestra guerra de la independencia en el Alto Perú fue el joven indio Juan Huallparrimachi. Era éste un joven de muy bella y gallarda apostura, poco más que un adolescente, quien se incorporó a las huestes de Manuel Padilla y Juana Azurduy al mando de un regimiento de honderos indígenas, quienes con el avezado uso de la “huaraka” rindieron servicios muy útiles a la causa patriota.
Huallparrimachi parece haber tenido una genealogía extraordinaria puesto que era, según todos los indicios, hijo natural de Francisco de Paula Sanz, noble aristócrata potosino, que se decía a su vez hijo ilegítimo del Rey de España. Gobernador durante varios años y personalidad respetable de la rica ciudad minera, fue fusilado por Castelli cuando el primer ejército auxiliar argentino incursionó en el Alto Perú. Como si estos antecedentes no fueran suficientes, Juana Azurduy insistió con vehemencia hasta el fin de sus años que la madre del joven cholo era a su vez descendiente directa del inca Huáscar.
Era quizás inevitable que de esta mezcla de sangres reales, indígenas, nobles e ilegítimas no pudiera sino salir un espécimen extraordinariamente original. Huallparrimachi fue un ser enigmático, heroico y a la vez romántico. Su asombroso coraje durante los durísimos encuentros con el enemigo había echado fama en una vasta región. Era también un avezado baqueano, lo que le permitía indicar sendas inesperadas entre las montañas que favorecían la estrategia guerrillera de huir y esconderse para luego repetir los ataques sorpresivos y devastadores.
Pero por sobre todas las cosas el joven quechua era un poeta.
“Irpillarajmin, urpiy carckanqui
Maypachan ñocka
Intihuan jina ñausayarckani
Ckahuaycususpa”.
Pichoncita eras aún, paloma mía,
cuando, como el sol
me deslumbraste.
“Ñahuiyquicuna ppallallaj ckoillor
Llippipipispa
Laccaytutapi, hillapa jina
Musppachihuancu”.
Tus ojos, titilando cual estrellas
en la noche oscura
fueron el relámpago
que me hicieron delirar.”
Entre la muerte, la desdicha, el terror, surgían versos platónicos y románticos que Huallparrimachi dedicaba a una enamorada anónima que es de sospechar fuese la mismísima Juana. Esta, que según quienes la conocieron jamás hubiese osado serle infiel a Padilla, apreciaba y escuchaba con atención las composiciones en quechua del joven indio, que solía musicalizarlas con su quena.
“Ancay lijranta mañaricuspa
Llantumusckayqui.
Hayrahuan ppahuanayayman
Huayllucusunaypaj”.
Prestándome alas del cóndor
te haré sombra.
Con el volar del viento
te acariciaré.
“Causayninchajta quipuycurckanchej
Manam Huañuypis
Ttacahuasunchu, Huiñay-Huiñaypaj
Ujllamin casun”.
Nuestras vidas enlazamos
y ni la muerte
nos separará. En la eternidad
Uno solo seremos”.
(Traducción de Joaquín Gantier)
Los realistas se proponen terminar con Juana y Manuel Ascencio de una vez por todas. “La destrucción de los Padilla -comunica entonces el general español García Camba- es de la mayor importancia para la pacificación de los partidos o subdelegaciones de la provincia de Charcas y aun para la inmediata de Santa Cruz de la Sierra.”
Lo más experimentado del ejército español, comandado por jefes duchos al frente de tropas numerosas y bien equipadas, fue desplazado entonces sobre El Villar y La Laguna, con la misión de acabar con la pareja de infatigables combatientes. Entre ellos va el coronel Francisco Xavier de Aguilera quien, como muchos oficiales y soldados del ejército realista, era americano nacido en el Alto Perú..
Acosada por el fortalecido enemigo, lo que la había obligado a separarse de Manuel Ascencio y Hualparrimachi, Juana Azurduy se internó en el valle de Segura buscando refugio en la húmeda impenetrabilidad de su selva, acampando a orillas de pantanos infestados de mosquitos. Allí sus cuatro hijos, a quienes su madre amaba entrañablemente, debilitados por la fatiga, el frío y el hambre, contrajeron la fiebre palúdica y todos murieron, primero los dos varones, Manuel y Mariano, y enseguida las dos mujeres, Juliana y Mercedes.
No sería ésa la única tragedia pues el 2 de agosto de 1814, en el cerro de las Carretas, el indiecito Hualparrimachi murió con el pecho destrozado por un lanzazo. La idealizante tradición, quizá la verosímil historia, dice que fue por evitar que esa misma lanza hiriera a Juana, quien se batía desesperadamente contra la partida realista que los había sorprendido en medio de la noche.
Los realistas habían acumulado más fuerzas que nunca con el objetivo de liquidar a la guerrilla de los esposos. En Tinteros, Padilla con 1000 indios y 150 fusileros había triunfado sobre sus enemigos, aunque a costa de importantes pérdidas entre las que se encontraban los jefes guerrilleros Feliciano Azurduy y Pedro Barrera. Para Juana y Manuel Ascencio era evidente que su situación era más comprometida que nunca, ya que sus espías les informaron que Miguel Tacón con 2000 hombres había partido de Chuquisaca en una acción combinada con Francisco Javier de Aguílera, quien con 700 hombres también avanzaba desde Vallegrande. La finalidad era tomar a los Padilla entre dos fuegos.
Manuel Ascencio, que siempre tuvo un alto sentido de la estrategia militar, ordenó a los montoneros de Yamparáez y Tarabuco, dirigidos por Carrillo, Miranda y Serna, que salieran al encuentro de las fuerzas de Tacón para detenerlas. El a su vez se atrincheraría en La Laguna para cortar el avance de Aguilera. Pero la prolongación de una guerra desfavorable y la irrefutable evidencia de que las fuerzas rioplatenses ya no volverían, por lo que el triunfo de los patriotas era, más que difícil, imposible, fomentaban las deserciones en las filas rebeldes y también las traiciones. El guerrillero Mariano Ovando, quien había pertenecido a las partidas guerrilleras y que conocía a fondo las costumbres y las tácticas de los Padilla, se pasó al bando contrario y enseñó al coronel Aguilera la senda para llegar a La Laguna adelantándose a la pareja. Gracias a esa posición favorable las tropas realistas aguantaron a pie firme el ataque patriota y luego avanzaron resueltamente, envolviendo al enemigo y entablando una lucha cuerpo a cuerpo sangrienta que duró varias horas, al cabo de las cuales los guerrilleros se vieron obligados a retirarse en desorden. Era el 13 de septiembre de 1816. Al día siguiente Padilla entró al El Villar con las fuerzas que le quedaban y allí acamparon en el santuario, que era el lugar prefijado para el encuentro, y esperó a que se le fueran juntando quienes vagaban dispersos por la zona. Allí estaba también doña Juana, quien había quedado como reserva con algunos guerrilleros y una pieza de artillería, custodiando el parque de municiones y la caja de caudales.
Las heridas, la derrota y el agotamiento hicieron que los rebeldes perdieran reflejos de prudencia que eran la única garantía de supervivencia en esa guerra tan despiadada. Pero por sobre todas las cosas nunca sospecharon, porque nunca se habían enfrentado con un jefe como Aguilera, que los seguiría con tanta tenacidad y sigilo al mando de una fuerte columna de caballería, cayendo sobre los guerrilleros como un alud de pólvora y metralla sin darles tiempo de organizarse y matando a quienes no lograban huir. La sorpresa, esta vez, sembró pánico y desorden en las filas de los perpetuos sorprendedores. La teniente coronela, imperturbable, acudió sin hesitar a la resistencia, con ese vigor nunca desmentido, luchando en primera línea, recibiendo un proyectil en la pierna al iniciarse la lucha y enseguida otro aún más grave en su pecho, aunque se esforzó por que los suyos no se apercibiesen de ello, resistiendo la creciente vehemencia del dolor y el sangrado para no provocar el desánimo en las filas patriotas. Pero su situación se tornó muy comprometida y entonces Manuel Ascencio, quien ya había emprendido el escape, volvió grupas para defenderla. Fue entonces alcanzado por un trabucazo que lo derribó en tierra.
El coronel Aguilera decapitó al derribado Padilla allí mismo, y a continuación, con sus manos ensangrentadas y con una feroz expresión de triunfo en su rostro alzó el macabro trofeo por los pelos y lo exhibió a soldados y oficiales que prorrumpieron en alaridos de victoria. Luego, con el mismo sable chorreante, destroncó también a la amazona que iba al lado de Manuel Ascencio y que erróneamente creyeron era doña Juana. Luego, anticipando el júbilo que la noticia provocaría en sus superiores en Lima, encajó los cuellos en el extremo de largas picas que alzaron en la plaza de El Villar para terror y escarmiento de quienes desearan oponerse al rey.
A partir de entonces Juana Azurduy, viuda de Padilla, necesitará sosiego y protección para restañar las profundas heridas anímicas que el destino ha producido en su espíritu. La convulsionada Tarija no puede proveérselo y por ello parte hacia el sur en busca de alguien a quien Manuel Ascencio mucho estimaba y de quien Arenales, les había hablado con entusiasmo. Martín Güemes era, probablemente, lo más parecido a su esposo que podía hallarse; también provenía de una familia acomodada y, a pesar de ello, convencido de sus ideales de libertad y justicia, había empuñado las armas en contra de los intereses de su propia clase social. El también era alto, fornido, muy bien parecido, y sabía hacerse amar por sus hombres que eran capaces de dar la vida a una orden suya.
El gran caudillo salteño recibió a la teniente coronela con demostraciones de afecto y admiración y, sabiendo que sería la mejor forma de ayudarla, incluyó a Juana en su ejército, asignándole tareas de mando y responsabilidad. Fue entonces, en 1822, cuando la conoció una Juana Manuela Gorriti niña: “El loor de sus hazañas flotaba ante mis ojos como un incienso en torno a aquella mujer extraordinaria y formábanle una aureola. Su recuerdo está aún vivo en mí cual si ahora la viera con sus largos vestidos de luto y su semblante sereno y meditabundo”. La heroína altoperuana pasó varios años junto a Güemes durante los cuales no es imposible que hayan sostenido alguna relación amorosa ya que la teniente coronela era todavía una bella hembra a pesar de que el sufrimiento había dejado huellas en su cuerpo, en tanto que Güemes era un varón a quien mucho gustaban las mujeres, como eran mentas de la época.
Como perseguida por un sino siniestro, también el jefe de los gauchos de Salta se inmolaría en su lucha por la independencia de su patria. Muerto su protector, Juana Azurduy vaga desamparada por el Chaco salteño. Obligada por tan penosas circunstancias, encogiendo su orgullo, escribe a las autoridades provinciales solicitando ayuda para regresar a su Chuquisaca:
“Que para concitar la compasión de V. H. y llamar vuestra atención sobre mi deplorable y lastimera suerte, juzgo inútil recorrer mi historia en el curso de la Revolución. Aunque animada de noble orgullo tampoco recordaré haber empuñado la espada en defensa de tan justa causa. La satisfacción de haber triunfado de los enemigos más de una vez, deshecho sus victoriosas y poderosas huestes, ha saciado mi ambición y compensado con usura mis fatigas; pero no puedo omitir el suplicar a V.H. se fije en que el origen de mis males y de la miseria en que fluctúo es mi ciega adhesión al sistema patrio”. Con demora se le responderá facilitándole cuatro mulas y cincuenta pesos.
Regresada a Chuquisaca, en la ya independizada república de Bolivia, no sólo de España sino también de las Provincias Unidas del Río de la Plata., uno de los pocos momentos de felicidad de Juana Azurduy fue cuando sorpresivamente Simón Bolívar, acompañado de Sucre, el caudillo Lanza y otros, se presentó en su humilde vivienda para expresarle su reconocimiento y homenaje a tan gran luchadora. El general venezolano la colmó de elogios en presencia de los demás y le manifestó que la nueva república no debería llevar su propio apellido sino el de Padilla, la ascendió a coronela y le concedió una pensión mensual de 60 pesos.
A consecuencia de la visita de Bolívar recibirá una carta de su amante, Manuel Sáez, quien también había sido nombrada coronela del ejército de la Gran Colombia.
“Charcas, 8 de diciembre de 1825
Señora
Cnel. Juana Azurdui de Padilla
Presente.-
Señora Doña Juana:
El Libertador Bolívar me ha comentado la honda emoción que vivió al compartir con el General Sucre, Lanza y el Estado Mayor del Ejercito Colombiano, la visita que realizaron para reconocerle sus sacrificios por la libertad y la independencia. El sentimiento que recogí del Libertador, y el ascenso a Coronel que le ha conferido, el primero que firma en la patria de su nombre, se vieron acompañados de comentarios del valor y la abnegación que identificaron a su persona durante los años más difíciles de la lucha por la independencia. No estuvo ausente la memoria de su esposo, el Coronel Manuel Asencio Padilla, y de los recuerdos que la gente tiene del Caudillo y la Amazona.
Una vida como la suya me produce el mayor de los respetos y mueven mi sentimiento para pedirle pueda recibirme cuando usted disponga, para conversar y expresarle la admiración que me nace por su conducta; debe sentirse orgullosa de ver convertida en realidad la razón de sus sacrificios y recibir los honores que ellos le han ganado.
Téngame, por favor, como su amiga leal.
Manuela Saenz”.
La respuesta de Juana tenía la dignidad que la vejez no había disuelto y mezclaba la gratitud, el lamento y el reproche.
“Cullcu, 15 de diciembre de 1825
Señora Manuela Saenz.
El 7 de noviembre, el Libertador y sus generales, convalidaron el rango de Teniente Coronel que me otorgó el General Pueyrredón y el General Belgrano en 1816, y al ascenderme a Coronel, dijo que la patria tenía el honor de contar con el segundo militar de sexo femenino en ese rango. Fue muy efusivo, y no ocultó su entusiasmo cuando se refirió a usted.
Llegar a esta edad con las privaciones que me siguen como sombra, no ha sido fácil; y no puedo ocultarle mi tristeza cuando compruebo como los chapetones contra los que guerreamos en la revolución, hoy forman parte de la compañía de nuestro padre Bolívar. López de Quiroga, a quien mi Asencio le sacó un ojo en combate; Sánchez de Velasco, que fue nuestro prisionero en Tomina; Tardío contra quién yo misma, lanza en mano, combatí en Mesa Verde y la Recoleta, cuando tomamos la ciudad junto al General ciudadano Juan Antonio Alvarez de Arenales. Y por ahí estaban Velasco y Blanco, patriotas de última hora. Le mentiría si no le dijera que me siento triste cuando pregunto y no los veo, por Camargo, Polanco, Guallparrimachi, Serna, Cumbay, Cueto, Zárate y todas las mujeres que a caballo, hacíamos respetar nuestra conciencia de libertad.
No me anima ninguna revancha ni resentimiento, solo la tristeza de no ver a mi gente para compartir este momento, la alegría de conocer a Sucre y Bolívar, y tener el honor de leer lo que me escribe.
La próxima semana estaré por Charcas y me dará usted el gusto de compartir nuestros quereres.
Dios guarde a usted”.
Tenía razón doña Juana. A los discutibles patriotas “de última hora” había que agregar a Pedro Blanco, el mismo que conducía las tropas realistas que reiteradamente se enfrentaron contra los Padilla, y que, mientras doña Juana subsistía malamente, llegaría a la máxima magistratura de un país nacido de la indómita lucha de otros por la libertad. Lo mismo sucedería con el Mariscal Santa Cruz, hoy héroe nacional de Bolivia quien, hasta último momento, combatió a las órdenes de España. Entre los heroicos ausentes cabe nombrar, en primerísimo lugar, a Ignacio Warnes, quien también sería derrotado, muerto y decapitado por el feroz Francisco de Aguilera
La historia argentina no ha rendido el merecido homenaje a Juana Azurduy y tampoco ha destinado ni una de sus páginas al fogoso y eficiente cuerpo de amazonas que guerrease a sus órdenes, cubriéndose de gloria a la par de la nombrada, arremetiendo con el mismo ímpetu y desangrándose por los mismos plomos que los hombres.
Sin parientes ni amigos, a los 82 años, murió en medio de la más absoluta soledad y pobreza porque la pensión acordada por Bolívar le fue pagada puntualmente apenas durante dos años, deglutida por la anarquía que se agravó aún más después que el mariscal Sucre fuese herido en el cuartel de San Francisco y que el presidente Blanco fuera asesinado en la Recoleta. Juana Azurduy pasó sus últimos instantes acompañada sólo por un niño harapiento y corto de entendederas, Indalecio Sandi, debido a que su hija Luisa se había casado y vivía lejos.
Murió, como no podía ser de otra manera, un 25 de Mayo. Y esto, un postrer homenaje de la historia, también fue, una vez más, motivo para el desaire de sus contemporáneos ya que cuando el niño Sandi se dirigió a las autoridades chuquisaqueñas reclamando las honras fúnebres que le hubieran correspondido el mayor de plaza, un tal Joaquín Taborga, le respondió que nada se haría pues estaban todos ocupados en la conmemoración de la fecha patria. Juana Azurduy de Padilla, la heroica guerrillera, fue sepultada en una fosa común.