INVASIONES INGLESAS

Nuestra historia divulgada nos ha convencido de la unanimidad de la heroica resistencia de los pobladores de Buenos Aires. Sin embargo eso fue solo cierto para algunos de la “clase decente”, como Liniers o Pueyrredón, seguramente movidos por su lealtad hacia su tierra natal, Francia, y de algunos pocos patriotas españoles acaudillados por Alzaga. Y será épicamente auténtico en la reacción de la plebe, los humildes de la ciudad y las orillas, que será la que finalmente expulsó a los invasores británicos en 1806 y en 1807.

 

En cambio la actitud de la mayoría de los integrantes de la clase alta de Buenos Aires,  españoles pero también criollos,  fue obsecuente y colaboracionista. Un ejemplo de ello es el comentario epistolar de Mariquita Sánchez de Thompson, quien en los años siguientes desarrollaría un vigoroso y comprometido sentimiento patriótico. Pero por entonces, en 1806,  describiría a la tropas  invasoras como “las más lindas que se podían ver, el uniforme más poético, botines de cintas punzó cruzadas, una parte de la pierna desnuda, una pollerita corta (…) Este lindo uniforme sobre la más bella juventud, sobre caras de nieve, la limpieza de estas tropas admirables”. Siguiendo su europeizado criterio estético, que sigue vigente hasta hoy en nuestras elites, se lamentaría del contraste con las milicias criollas: “Es preciso confesar que nuestra gente del campo no es linda, es fuerte y robusta, pero negra. Las cabezas como un redondel, sucios; unos con chaqueta, otros sin ellas; unos sombreritos chiquitos encima de un pañuelo atado en la cabeza. Cada uno de un color, unos amarillos, otros punzó; todos rotos, en caballos sucios, mal cuidados; todo lo más miserable y más feo. Las armas sucias, imposible dar ahora una idea de estas tropas”. A continuación escribiría con sarcástico humor: “Al ver aquel día tremendo dije a una persona de mi intimidad: “Si no se asustan los ingleses de ver esto, no hay esperanza”.

También Ignacio Núñez, un lúcido testigo de época, dejará testimonio: “Los ingleses individualmente fueron particularmente distinguidos por las familias principales de la ciudad, y sus generales paseaban del bracete por las calles con las Marcos, las Escalada y las Sarratea. Los prelados de las comunidades religiosas, entre ellos el prior de los dominicos, fray Gregorio Torres, presentaron al general Beresford una sumisa laudatoria: “La religión nos manda respetar las autoridades seculares y nos prohíbe maquinar contra ellas, sea la que fuere su fe, y si algún fanático o ignorante atentase temerariamente en contra de verdades tan provechosas, merecerá la pena de los traidores a la Patria y al Evangelio”.

Estaba plenamente justificado que desde la capital del virreinato el almirante Popham escribiera a Londres al promotor de la invasión, el venezolano Francisco de Mirada: “Mi querido general: Aquí estamos en posesión de Buenos Aires, el mejor país del mundo”.

Saturnino Rodríguez Peña era uno de los jóvenes “alumbrados” de Buenos Aires, así llamados porque se sentían iluminados por las luces de las nuevas ideas europeas sobre libertad, igualdad, fraternidad y propiedad. Devoraban los textos de Voltaire, de Rousseau, del barón de Montesquieu, de la Enciclopedia de Diderot y d’Alembert. Hermano de Nicolás y asistente a las reuniones conspirativas de la jabonería de Vieytes fue delegado por Castelli, Belgrano, Paso, Moldes y los otros que ya maquinaban  estrategias para cortar la dependencia de España para  hablar con el general Beresford, prisionero en Luján, e interesarlo en la emancipación de las provincias del río de la Plata.  Convencerlo, y por su intermedio convencer al Foreign Office inglés, de no insistir en la ocupación militar pues así nuevamente deberían enfrentar el coraje y la astucia de gauchos, mulatos, indios y orilleros. Lo más conveniente, tanto para la Corona inglesa como para los criollos levantiscos pero también temerosos de las puebladas, era promover la independencia del Río de la Plata a cambio de garantizar el dominio británico de su comercio en el que los “alumbrados” tendrían la activa participación que los realistas siempre les habían negado. Es decir no conquistar sino liberar, y que esto fuera a puro beneficio económico de Inglaterra. Miranda se había ilusionado en su uniforme preliminar: “Sudamérica puede ofrecer con preferencia a Inglaterra un comercio muy vasto, y tiene tesoros para pagar puntualmente los servicios que se le hagan (…)Concibiendo este importante asunto de interés mutuo para ambas partes, la América del Sud espera que asociándose a Inglaterra por un Pacto Solemne, estableciendo un gobierno libre y similar, y combinando un plan de comercio recíprocamente ventajoso, ambas Naciones podrán constituir la Unión Política más respetable y preponderante del mundo”.

La prueba era que dentro del baúl capturado al inútilmente fugitivo virrey Sobremonte habían 1.291.323 pesos plata. A los jefes de la expedición, William Carr Beresford y Home Riggs Popham, les correspondieron 24.000 y 7.000 libras respectivamente, y otra suma se repartió entre los soldados y marineros. El resto, más de un millón, fue embarcado hacia Londres.

Beresford se mostró favorable a esas propuestas y se ofreció a hacerlas conocer al conquistador de Montevideo, general Auchmuty, y al gobierno de Londres. Para ello era necesario que el jefe inglés fugara. Un testigo de época, Francisco Sagul,  se ocupa de ello: “Don Saturnino (Rodríguez) Peña era hermano político del capitán de blandengues don Antonio Olavarría, encargado de la conducción de Beresford (preso) a Catamarca. Presentóle Peña a poco de su salida una orden supuesta de Liniers para que le fuese aquél entregado, lo que consiguió sin obstáculo junto con Pack (otro alto oficial inglés); y los condujo a la ciudad, donde todos permanecieron ocultos hasta que se embarcaron en la sumaca de un portugués Lima. Obteniendo (Rodríguez Peña) del gobierno inglés por tal servicio una prensión anual de por vida de mil quinientos pesos fuertes”.

La tramitación, si existió, fue inútil pues a los pocos meses tendría lugar otra invasión ya que la Corona británica, que había hecho desfilar por las calles de Londres los cuantiosos caudales incautados, consideró inaceptable la “insurrección” de la que ya consideraba una de sus colonias.

El resultado de que las tropas regulares al servicio del rey fracasaran hizo que las armas pasaran a poder de los ciudadanos que constituyeron las milicias, distribuyéndose de acuerdo a rasgos comunes: ‘Patricios’ (compuesta por quienes no vivían del comercio), ‘Arribeños’ (originarios de las provincias del norte) ‘Castas’ ( pardos y morenos), ‘Gallegos’, ‘Montañeses’, ‘Miñones o Catalanes’,etc..

 

(para Eduardo Videla)

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