El caudillismo federal
Cuando se produjo la Revolución de Mayo los “notables” o “decentes” de Buenos Aires se consideraron herederos naturales y únicos del puerto, es decir de las rentas que producía su Aduana, los únicos ingresos significativos de las flamantes Provincias Unidas del Río de la Plata, como entonces se llamaba a lo que a la larga sería nuestra Argentina.
Concebían a Mayo como un movimiento municipal al que debían integrarse las demás provincias, cuyos habitantes eran considerados por la dirigencia porteña como “bárbaros”, condenados a la ignorancia por los largos años de despiadada colonización, por lo que su único aporte reconocible era constituir la soldadesca de los ejércitos patriotas pero negándoles en la práctica toda capacidad estratégica o intelectual. Salvo aquellos provenientes de la clase dominante provincial como el del cordobés deán Funes, en un principio, o del puntano Pueyrredón, poco más adelante, quienes terminaron “aporteñándose”, absorbidos por los tejes y manejes de los logistas (integrantes de la sociedades secretas ligadas a la masonería), de los rivadavianos (unitarios luego rebautizados liberales –lo eran en lo económico pero autoritarios en lo político–) o de los directoriales (partidarios de la autoridad única y supraprovincial del Director Supremo).
En consecuencia para muchos, que comenzaron a identificarse como “unitarios”, la idea de la construcción del concepto de nación y la necesaria eficiencia revolucionaria para consolidarla estaban unidas a la “inevitabilidad” del poder político centralizado en una casta de “posibles” porteños y sus asociados del interior. La oposición a esta actitud, perjudicial para los intereses de las provincias y principalmente de sus sectores populares, plasmó en una tendencia política, en una serie de principios que constituyeron el “federalismo” o doctrina de los estados libres en un estado nacional no centralizado políticamente. En íntima relación con este surgimiento se asocia la figura de los caudillos cuyo liderazgo surgía naturalmente de una plebe que se sentía representada por ellos.
El puerto no sólo recaudaba y no compartía sino que a su antojo podía disponer que los productos importados no pagasen impuestos con lo que perjudicaba a las artesanías e industrias provinciales. El Gobierno de Buenos Aires, presionado por los ingleses y los comerciantes, autoriza en 1811 la libre exportación de oro y de plata amonedados. Esta medida no sólo descapitaliza al país, sino que eleva los precios de los artículos de consumo. Ya en el primer Triunvirato, cuyo inspirador es su secretario Rivadavia, se permitirá el ingreso al país del carbón europeo, se rebajarán los derechos aduaneros para los tejidos extranjeros y se abrirán las puertas de la aduana a numerosos artículos que entraban en competencia ruinosa con los productos de nuestras industrias territoriales. Los comerciantes extranjeros eran, a su vez, igualados en derechos con los comerciantes criollos. Se sancionaba de este modo la preeminencia del capital comercial inglés sobre Buenos Aires y del poder económico del puerto sobre el Interior. Mayo había sido copada por los oligarcas iluminados de Buenos Aires, identificados con los intereses del imperio británico.
Un poncho inglés de libre importación, por ejemplo, costaba tres pesos mientras el mismo artículo elaborado en telares criollos alcanzaba los siete pesos. Si una vara de algodón británico se compraba a un real y medio, el chaqueño o misionero a dos y tres cuartos. “Los productos de las ferreterías de Sheffield, de las alfarerías de Worcester y Staffordshire y de los telares de Manchester inundaban irresistiblemente el mercado argentino, con la imitación exacta y estandarizada de los artículos criollos” (J. Álvarez).
Esta circunstancia no era nueva, se arrastraba desde la época de la colonia, como lo demuestra una carta del síndico del Consulado, Yánez, al virrey Cisneros, en 1809, alegando a favor del monopolio comercial de España y en contra de la libertad de comercio, rescatada por J. M. Rosa: “Sería temeridad querer equilibrar la industria americana (colonial) con la inglesa. Estos sagaces maquinistas nos han traído ya ponchos, que es el principal ramo de la industria cordobesa y santiagueña, y también estribos de palo al uso del país. Los pueden dar mas baratos y por consiguiente arruinarán nuestras fábricas y reducirán a la indigencia a una multitud de hombres y mujeres que se mantiene con sus hilados y sus tejidos, en forma que donde quiera se mire no se verá mas que desolación y miseria”. Producida la Revolución de Mayo y el fin del dominio español, los “decentes” porteños no modificaron esta situación sino que sustituyeron a la metrópoli colonial que había concentrado la salida del comercio de todas las provincias en el puerto de Buenos Aires para de esa manera hacer más efectivo el control monopolista.
El caudillo era alguien investido de poder y prestigio por los suyos que reconocían en él a un líder que era capaz de conducirlos eficazmente en la lucha por intereses o principios que compartían. Nuestra historia liberal, plasmada por los unitarios vencedores en la guerra civil, los condenó al sótano de sus “malditos”, pintándolos como bárbaros, crueles e ignorantes, castigándolos en la memoria colectiva de argentinas y argentinos por su oposición a los “civilizados”, en la disyuntiva planteada con su habitual brutalidad semántica por Sarmiento. Lo cierto es que la escasa base económica de su accionar, por las razones apuntadas, hacía que la posibilidad de financiar sus montoneras y sus necesidades en armas, animales y bastimentos se basara en la imposición de fuertes contribuciones obligatorias en los territorios que dominaban, como así también al saqueo, que muchas veces funcionaba como la paga a sus hombres.
Pero su barbarie no sería mayor que la de sus enemigos, que también exprimían y saqueaban, y en algunos casos fueron insólitamente humanitarios, como haber conservado la vida de su principal enemigo, el jefe de la Liga Unitaria, José María Paz, luego de caer prisionero de Estanislao López, quien lo enviaría a Buenos Aires para que Rosas decidiese sobre su suerte.
La lucha de los unitarios de la ciudad-puerto que aspiraba a ser Europa contra los provincianos fuertemente arraigados en lo criollo tenía también claras connotaciones de lucha de clases, como lo atestiguaría el lúcido caudillo santiagueño Felipe Ibarra el 16 de julio de 1831 al justificar un impuesto a los “decentes” de la capital provincial “para hacer que la pensión gravite únicamente sobre personas que espontáneamente se prestaban a no omitir sacrificio alguno a fin de sostener la anterior administración, cuyo manejo abolía la justicia social y destruía la especie humana”. Todo indica que es esta la primera oportunidad en que en nuestra historia aparece el concepto de “justicia social”.
También Sarmiento, cuya condición de vocero implacable del porteñismo le ganaría el apodo de “profeta de la Pampa” a pesar de haber nacido en los Andes sanjuaninos, confirmaría el clivaje social de nuestras guerras civiles, en un discurso en el Senado en 1866: “Cuando decimos ‘pueblo’ entendemos los notables, activos, inteligentes: clase gobernante. Somos gentes decentes. Patricios a cuya clase pertenecemos nosotros, pues no ha de verse en nuestra Cámara ni gauchos, ni negros, ni pobres. Somos la gente decente, es decir, patriota”. Eran los unitarios de siempre que por entonces se habían rebautizado como “liberales”, aunque su similitud con los liberales europeos se agotaba en lo económico por cuanto en lo político fueron violentos y tiránicos en la medida necesaria para imponer sus ideas y sus intereses.
Es cierto que algunos caudillos no brillaron por su formación cultural, tal el caso de Francisco Ramírez, quien por eso mismo, quizás, hizo de la educación una de sus grandes preocupaciones como gobernante. Otros como Juan Bautista Bustos y Alejandro Heredia eran militares de carrera, el segundo, además, graduado en leyes. La correspondencia de Juan Facundo Quiroga revela un espíritu sutil y una redacción refinada. Estanislao López estaba lejos de ser una inteligencia tosca y se propuso organizar institucionalmente su estado y promovió en 1819 la sanción de una constitución provincial, decididamente democrática y federal.
En 1819 el Congreso Nacional que sesionaba en Buenos Aires luego de trasladarse desde Tucumán, mientras enviaba emisarios secretos a negociar con el emperador portugués en Río de Janeiro la incorporación de las Provincias Unidas al Imperio, también a la corona francesa urdiendo la entronización de un príncipe europeo en el Río de la Plata, como lo veremos en otros capítulos de este libro.
Los caudillos no fueron ángeles ni diablos. Fueron personalidades capaces de encarnar el signo de su época: la oposición más o menos organizada de algunas provincias contra la obsesión porteña por enviar ejércitos que las sujetaran, por entronizar príncipes extranjeros, por dictar reglamentos y constituciones cuyo objetivo era acerar el privilegio de Buenos Aires y privar a los pueblos del Interior de alguna participación en los beneficios del puerto y su aduana, por ser indiferente al perjuicio que el libre comercio y la introducción sin recargos de mercadería industrializada en países europeos producía en las rústicas economías del Interior. También por considerarlos enemigos a destruir cualquier fuese el método, como fue desviar en su contra ejércitos armados para enfrentar a los realistas como fue el caso del caudillo salteño Miguel Martín de Güemes o llegar a inicuos acuerdos con el invasor portugués con tal de aniquilar al oriental José Gervasio de Artigas.
Este, ya anciano, al recibir en su retiro paraguayo de Curuguaty la visita del general José María Paz, le explicó su versión de la inquina porteña en su contra: “Yo no hice otra cosa que responder con la guerra a los manejos tenebrosos del Directorio y a la guerra que él me hacía por considerarme enemigo del centralismo, el cual sólo distaba un paso entonces del orden hispánico. Tomando por modelo a los Estados Unidos yo quería la autonomía de las provincias, dándole a cada Estado su gobierno propio, su constitución, su bandera y el derecho de elegir sus representantes, sus jueces y sus gobernadores, entre los ciudadanos naturales de cada Estado. Esto era lo que había pretendido para mi provincia y para las que me habían proclamado su protector. Hacerlo así hubiera sido darle a cada uno lo suyo. Pero los Pueyrredones y sus acólitos querían hacer de Buenos Aires una nueva Roma imperial, mandando sus pro-cónsules a gobernar a las provincias militarmente y despojadas de toda representación política, como lo hicieron rechazando los diputados del Congreso que los pueblos de la Banda Oriental habían nombrado, y poniendo precio a mi cabeza”.
Las caudillos provinciales vieron con claridad que la cuestión constitucional era un problema tanto económico como político y que mientras el Gobierno central siguiera bajo la influencia de Buenos Aires, e indirectamente de su dueña y rectora Gran Bretaña, los postulados del interior estarían inevitablemente postergados ya que la superioridad de recursos fiscales, financieros y militares de Buenos Aires harían que su influencia predominase en cualquier tipo de Gobierno nacional. Por lo tanto, para que las provincias pudieran eludir esa dominación que no pocos consideraban aún peor que la ejercida por los españoles y lograr la autonomía que reclamaban con justicia, era inevitable la utilización de la fuerza.
Los años de anarquía y guerras fratricidas que se extendieron a lo largo de gran parte del siglo xix fueron de una extremada crueldad. Unitarios y federales saqueaban, torturaban, degollaban, empalaban. Ambos bandos hicieron una guerra sin prisioneros. Sin embargo, mientras algunos pasaron a la historia consagrada como “bárbaros”, tal el caso de Facundo Quiroga o “Pancho” Ramírez, otros, pertenecientes al bando triunfador que escribió la historia a su antojo, no perdieron su condición de “civilizados”, como José María Paz. Pero Domingo Arrieta –su oficial en la “campaña de la sierra” que sucedió a sus victorias sobre Quiroga, las que colocaron al unitarismo en posición ventajosa ante el federalismo– cuenta en sus Memorias de un soldado: “Mata aquí, mata allá, mata acullá, mata en todas partes, no había que dejar vivo a ninguno de los que pillásemos y al cabo de dos meses quedó todo sosegado”. Se calcula que fueron 2500 los muertos y desaparecidos en esta represión “civilizada”.
Tampoco Lavalle dejó fama de sanguinario. Sin embargo, es suya la proclama contra Estanislao López: “¡La hora de la venganza ha sonado! ¡Vamos a humillar el orgullo de esos cobardes asesinos! Se engañarían los bárbaros si en su desesperación imploran nuestra clemencia. Es preciso degollarlos a todos. Purguemos a la sociedad de esos monstruos. Muerte, muerte sin piedad”. También: “Derramad a torrentes la inhumana sangre para que esta raza maldita de Dios y de los hombres no tenga sucesión”. Quien no puede quedar fuera de esta lista es Domingo Faustino Sarmiento, a quien se parcializa enalteciendo su meritoria vocación educativa. En 1840, en sus instrucciones a Lamadrid, quien había traicionado a la Confederación rosista pasándose al bando unitario, escribió: “Es preciso emplear el terror para triunfar. Debe darse muerte a todos los prisioneros y a todos los enemigos. Todos los medios de obrar son buenos y deben emplearse sin vacilación alguna, imitando a los jacobinos de la época de Robespierre”. También: “A los que no reconozcan a Paz (jefe de la Liga Unitaria) debiera mandarlos ahorcar y no fusilar o degollar. Este es el medio de imponer en los ánimos mayor idea de la autoridad” (1845). La historia oficial escrita por los unitarios vencedores ha indultado a los suyos y cargado todas las tintas en sus adversarios…
En 1820 los porteños convocaron a San Martín y su ejército a atravesar Los Andes de regreso para aniquilar a los caudillos, sin parar mientes en que, si el Libertador hubiera obedecido, la campaña independista hubiese quedado trunca y la frontera oeste desguarnecida para el paso de los ejércitos realistas. Pero por entonces la oligarquía “decente” estaba más atenta a la perpetuación de su dominio que a concluir la guerra independista. Nuestra historia oficial machaca con que don José no quiso inmiscuirse en las guerras civiles, pero la verdad es que lo que no quiso fue enfrentarse con los caudillos con cuyos postulados coincidía y con quienes sostenía una cálida epistolaridad. Ello, más su desobediencia, más su excelente relación con Juan Manuel de Rosas, mas su clara propensión hacia el federalismo, le ganaron muchos enemigos poderosos y lo obligaron a un destierro que duró hasta el fin de sus días.
Las intenciones de los “posibles” de Buenos Aires son claras en la historia argentina escrita por Vicente F. López, junto a Bartolomé Mitre nuestros historiadores fundacionales. Señala que San Martín, “preocupado sólo por la revolución hispanoamericana” (sic del autor), no advertía “el peligro” de los caudillos y montoneras del litoral: “Para él, la insurrección descomunal de las masas litorales, la prepotencia de los caudillos sanguinarios y voraces o retardatarios que las enardecían, como Artigas, Ramírez y López, era nada más que “una simple y efímera guerra civil en la que sería vergonzoso” (sic de V. F. López) ) que tomase parte él o su ejército en defensa de uno de los partidos. En verdad la teoría era tanto más extraña y sorprendente –continúa López– cuanto que uno de esos dos partidos era nada menos que el organismo constitutivo de la nación, con su gobierno culto, y el otro, un alboroto incoherente y caótico, de masas desorganizadas, sin más bandera que el desorden bajo el imperio arbitrario, personalísimo y eventual de caudillos sin cultura, sin misión y sin fines determinados. Agrega que en su deseo de no deshacerse de parte de su fuerza militar, San Martín pretendía que los dos partidos (como él los llamaba) arreglasen una base conciliatoria, entre el gobierno de la ley y las bandas de forajidos que producían el desequilibrio social –remataba el historiador– como si fuese posible apaciguar y coordinar a autoridades y leyes, con ímpetus automáticos y brutales que surgen del tenebroso seno de las masas”.
En otra página puede leerse: “Los caudillos provinciales que surgieron como la espuma que fermentaba de la inmundicia artiguista eran jefes de bandoleros que segregaban los territorios donde imperaban a la manera de tribus para mandar y dominar a su antojo, sin formas, sin articulaciones intermedias, sin dar cuenta a nadie de sus actos y constituirse en dueños de vidas y haciendas”.
Los caudillos y los gauchos, negros e indios que los seguían estaban enraizados en el suelo de sus antepasados, se emocionaban y se indignaban con esa emoción que, incipiente aún, se llamaba patriotismo, leales a las tradiciones criollas, hispánicas y cristianas, que los hacían desconfiar de los porteños que identificaban civilizar con desnacionalizar, y progresar con pensar y actuar como colonizadores extranjeros. Ello fue claro cuando San Martín pidió ayuda a Rivadavia y los suyos para culminar la epopeya independista americana derrotando a los realistas en Perú. Su delegado De la Fuente, quien no sólo no recibió la ayuda solicitada sino que fue maltratado por el fatuo Rivadavia, quien regía la política del puerto, por lo que el Libertador encarga dicha tarea a Güemes y a Bustos. A su vez, este se ocupa de interesar en el proyecto al gobernador de Santa Fe, Estanislao López: “Ya habrá usted recibido comunicaciones del Protector del Perú y por ellas sabrá el destino a que nuevamente nos llama la Patria. Yo no omito sacrificio, por mi parte y el de esta provincia, para llevar a cabo la empresa (…) y aportaré mil hombres armados (…) contando con lo que faciliten los pueblos de Santiago, Tucumán, Salta y los del Perú, mas para esta campaña faltan recursos que es indispensable recabar del Gobierno de Buenos Aires”. Por su parte, López le contesta a De La Fuente apoyando la idea y se compromete, si Buenos Aires franquea los recursos necesarios, a tener seguro que “doscientos o trescientos hombres de caballería escogida (…) tendrían el honor de aumentar las filas de los defensores de la causa sagrada”. A su vez, desde Salta, Gorriti compromete trescientos hombres. Pero el proyecto no prosperaría porque si bien estaban los hombres aportados por las provincias federales nada sería posible sin los fondos que negó Buenos Aires.
Se ha criticado a los caudillos por haber sido, según la historia escrita por sus vencedores, partidarios del “atraso”. Es que para ellos y sus seguidores el “progreso” de la oligarquía comercial estaba asociado inevitablemente a beneficios para Buenos Aires y postergación para las provincias. En cifras, este panorama demográfico era el siguiente: en 1819 la provincia de Buenos Aires tenía 125.000 habitantes, Córdoba 75.000, Santiago 60.000 y Salta 50.000. Pero donde la desproporción se tornaba evidente era en materia económica: en 1824 los ingresos fiscales de Buenos Aires fueron de $ 2.596.000, de los cuales provenían de la aduana $ 2.033.000. En cambio, Córdoba, la segunda provincia argentina, tenía ese mismo año ingresos por $ 70.200, de los cuales su aduana proveía $ 33.438. Para San Juan las cifras eran de $ 20.000 y $ 3800, respectivamente, y Tucumán recaudaba $ 22.115 que sólo cubrían el 66% de sus gastos.
No han cambiado demasiado las cosas desde entonces, aunque desde la organización nacional de 1853 y la capitalización de 1880, el centralismo fue ejercido, ya no por la provincia de Buenos Aires, sino por el presidencialismo instalado, no casualmente, a orillas del río de la Plata.
La desnacionalización abarcó también lo cultural. Para los ‘“alumbrados” del puerto, lectores y repetidores de Rousseau, de los enciclopedistas franceses, de Voltaire, antecesores directos del canon intelectual de hoy, su compromiso con la civilización era admirar lo europeo y denostar lo nacional, en dirección contraria a lo que postulaba el gran Belgrano en su reglamento escrito para la escuelas que donara para las tierras pobres del noroeste argentino: “Estimar en más la calidad de americano que la de extranjero”.
Es sabido que una de las acciones emprendidas por todo imperio que invade y domina a una nación más débil es sustituir su cultura por la propia. Esos hicieron los españoles con los aztecas, los ingleses con los hindúes, los rusos con los lituanos. También la burguesía comercial porteña con los hombres y mujeres de la tierra, los sectores populares de los suburbios de la ciudad y de las provincias, la plebe criolla de gauchos, mulatos, indios, a los que se persiguió y aculturizó como si se tratara de una nueva colonización al servicio de los codicias imperiales, no ya de España con la que se tenía una dependencia formal, sino ahora con Gran Bretaña, dominadora virtual, también Francia.
La orientación de los “doctores” del puerto que privilegiaban lo europeo sobre lo criollo lo demuestran los despectivos juicios de Sarmiento sobre la casa de Rosas en Palermo, una construcción de estilo colonial argentino, a la manera de un casco de estancia, que fuera dinamitada un 3 de febrero de 1899, lejano aniversario de la batalla de Caseros: “(…) ¡Y ojalá que el tirano hubiera sido el hijo de una sociedad culta como Luis XIV, habría realizado grandes cosas! Rosas realizó cosas pequeñas, derrochando tiempo, energía, trabajo y rentas, en adquirir las nociones más sencillas de la vida, de que carecía.
“La casa de Palermo tiene sobre la azotea muchas columnitas, simulando chimeneas (N. del A.: burlona descripción del interesante estilo colonial argentino). En lugar de tener exposición al frente por medio de un prado inglés con sotillos de árboles está entre dos callejuelas, como la esquina del pulpero de Buenos Aires (…) Manuelita no tenía una pieza donde durmiese una criada cerca de ella, los escribientes y los médicos pasaban los días y las noches sentados en aquellos zaguanes o galpones, y la desnudez de las murallas, la falta de colgaduras, cuadros, jarrones, bronces y cosa que lo valga, acusaban a cada hora la rusticidad de aquel huésped, por cuyas manos han pasado, suyo, ajeno o del Estado, cien millones de pesos en veinte años (N. del A.: ¿reprochaba Sarmiento al Restaurador no haber sido corrupto? ¿practicar la austeridad y la sencillez?).
“Cuando Rosas haya llegado a Inglaterra y visto a cada arrendador de campaña, farmer, rodeado de jardines y bosquecillos, habitando cottages elegantes amueblados con lujo, aseo y confort, sentirá toda la vergüenza de no haberle dado para más su caletre que para construir Palermo (N. del A.: es decir: para preferir la arquitectura y la decoración criollas). ¡Oh! ¡Cómo va a sufrir Rosas en Europa de sentirse tan bruto y tan orgulloso!” (“Campaña en el Ejército Grande”).
Pero la europeización civilizadora, la iluminacióna gas, las escuelas lancasterians, la universidad, las costumbres ajenas, alcanzaba sólo a Buenos Aires. A eso se refirió el caudillo catamarqueño Felipe Varela en su Manifiesto de Potosí: “La Nación Argentina goza de una renta de diez millones de duros que producen las provincias con el sudor de su frente. Y sin embargo, desde la época en que el gobierno libre se organizó en el país, Buenos Aires, a título de Capital, es la provincia única que ha gozado del enorme producto del país entero, mientras que a los demás pueblos, pobres y arruinados, se hacía imposible el buen quicio de las administraciones provinciales por la falta de recursos (…) A la vez que los pueblos gemían en esta miseria, sin poder dar un paso por la vía del progreso a causa de su escasez, la orgullosa Buenos Aires botaba ingentes sumas en embellecer sus paseos públicos, en construir teatros, en erigir estatuas, y en elementos de puro lujo”.
Si algo caracterizó a los caudillos federales fue su popularidad entre los humildes, aquello que los graduó de “malditos”para la posteridad, esa ciega fe de sus montoneras que atacaban en “montón”, de allí su nombre, que les permitió enfrentar muchas veces con éxito, en alborotado remolino de chuzas y lanzas, a ejércitos regulares de superior número, disciplina y armamento. Era la devoción de quienes se sentían comprendidos por su jefe, seguros de que interpretaba sus esperanzas como nadie y que dar la vida por él era, ni más ni menos, jugarse por lo que daba sentido a sus vidas.
El “Chacho” Peñaloza, un caudillo tardío que sería asesinado y decapitado a instancias del “civilizador” Sarmiento, escribirá al doctor Marcos Paz, vicepresidente en ejercicio de la presidencia en reemplazo de Mitre que guerreaba en el Paraguay: “Esa influencia, ese prestigio (de mis hombres) lo tengo porque como soldado he compartido al lado de ellos por espacio de 43 años, compartiendo con ellos los azares de la guerra, los sufrimientos de la campaña, las amarguras del destierro y he sido con ellos más que jefe, un padre que (he) mendigado el pan del extranjero prefiriendo sus necesidades a las mías y propias. Y por fin, porque como Argentino y como Riojano he sido siempre el protector de los desgraciados, sacrificando lo último que he tenido para llenar sus necesidades. Así es, señor, como tengo influencia y mal que (les) pese la tendré”. Razón tenía Arturo Jauretche cuando decía que el “caudillo era el sindicato del gaucho”.
Los “notables” de Buenos Aires y sus aliados porteñistas en las provincias les temían y los combatían como siempre harían de allí en más los sectores dominantes contra los movimientos populares y sus abanderados. Lo habían hecho también los antiguas colonizadores españoles cuando aniquilaron las sublevaciones de Juan Calchaquí y Juan Viltipoco. También se encargarán de menospreciarlos: “¿Por qué pelean los anarquistas? ¿Quiénes son ellos? (…) Los federalistas quieren no sólo que Buenos Aires no sea la capital, sino que como perteneciente a todos los pueblos divida con ellos el armamento, los derechos de aduana y demás rentas generales: en una palabra, que se establezca una igualdad física entre Buenos Aires y las demás provincias, corrigiendo los consejos de la naturaleza que nos ha dado un puerto y unos campos, un clima y otras circunstancias que le han hecho físicamente superior a otros pueblos (…) El perezoso quiere tener iguales riquezas que el hombre industrioso, el que no sabe leer optar por los mismos empleos que los que se han formado estudiando, el vicioso disfrutar del mismo aprecio que el hombre honrado (…) No negamos que la federación absolutamente considerada sea buena; pero los que sostienen que relativamente a nuestras provincias es adoptable, y sin inconvenientes deben manifestarnos los elementos con que cuentan para la realización de su proyecto” (Gazeta de Buenos Ayres, 15 de diciembre de 1819).
La denominación de “anarquistas” les era dada porque se oponían a la ley del puerto, por eso nuestra historia oficial, hoy historia “social”, ha insistido con que los caudillos eran bárbaros que no sólo se oponían a la civilización, tal como los unitarios rebautizados “liberales” la entendían, sino que eran enemigos de la organización nacional. Lo cierto es que rechazaban una institucionalización política a la medida de los intereses porteños asociados con los de los poderosos de afuera que siempre habían sido contradictorios con los provinciales. “El federalismo rosista construyó a su enemigo unitario como un ser que había traicionado a la nación uniéndose a potencias extranjeras, como un Judas que había renegado de la religión cristiana, y como un sujeto perteneciente a las clases mercantiles que daba la espalda al pueblo campesino. Ser federal, por oposición, significaba sostener la independencia de la nación, apoyar a su gobierno legítimo, sostener a la Federación (es decir a las Provincias que habían firmado los pactos federales), y bregar por la igualdad social (en la ropa, en el trato y en el acceso la justicia)” (R. Salvatore).
La acusación de “anarquistas” tampoco se sostiene en la presunción de que en las provincias gobernadas por los federales no funcionaban los resortes administrativos o judiciales. En ellas era posible denunciar delitos o reclamar derechos y existían mecanismos que juzgaban y dictaminaban, como lo demuestran los innumerables documentos que hoy pueden consultarse en los archivos historiográficos.
Las posiciones divergentes estaban basadas en una interpretación distinta de la distribución de los recursos públicos. Rosas, a pesar de su compromiso con la suerte de los intereses de los sectores populares y de las reivindicaciones provinciales, lo que le ganó el odio cerval de la oligarquía librecambista porteña, no dejó de ser un hombre del puerto y sostuvo su derecho a las rentas de la Aduana. Ello fue claro cuando en julio de 1830 se reunieron en Santa Fe los delegados de Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes para discutir los términos de lo que habría de conocerse como el “Pacto Federal”, instancia reflejada en el excelente estudio preliminar de Rodrigo Rojas. Su objetivo inmediato era llegar a una alianza para oponerse a la poderosa unión unitaria que nucleaba a San Juan, La Rioja, Mendoza, San Luis, Santiago del Estero y Córdoba, bajo el “Supremo Poder Militar” concedido el 31 de agosto de 1830 al general José María Paz.
En la convocatoria federal se plantea el tema del proteccionismo a la producción y a los cultivos del interior. Su principal promotor será Pedro Ferré, gobernador de Corrientes, quien requirió a Rosas que modificara urgentemente la política de tarifas de Buenos Aires. Ferré era un progresista que introdujo la primera imprenta en su provincia, estableció la circulación del papel moneda, implantó el sistema lancasteriano en la enseñanza y creó una escuela de primeras letras en cada cabeza de partido.
También presentó la moción de nacionalizar los ingresos aduaneros y permitir la libre navegación de los ríos, declarando que debía autorizarse a otros puertos, además del de Buenos Aires, a operar directamente con el comercio exterior, disminuyendo así las distancias y costos del transporte hacia las provincias. Tales exigencias tradicionales del federalismo fueron acompañadas por otras: Rosas debía permitir a las provincias que participaran en el control del comercio exterior con el objeto de reemplazar el liberalismo económico porteño por una política proteccionista que promoviese la agricultura y la industria en las provincias prohibiendo la importación de productos que se obtenían en el país.
“Sin duda un corto número de hombres de fortuna padecerán, porque se privarán de tomar en su mesa vinos y licores exquisitos (…) Las clases menos acomodadas no hallarán mucha diferencia entre los vinos y licores que actualmente beben sino en el precio y disminuirán el consumo, lo que no creo sea muy perjudicial.
“No se pondrán nuestros paisanos ponchos ingleses, no llevarán bolas ni lazos hechos en Inglaterra, no vestiremos ropas hechas en extranjería pero en cambio empezará a ser menos desgraciada la condición de pueblos enteros de argentinos y no nos perseguirá la idea de la espantosa miseria a que hoy son condenados”. En la Argentina, todavía sin conciencia de Nación, se comenzaban a discutir temas esenciales que aún hoy tienen acuciante actualidad.
José María Roxas y Patrón, el delegado porteño, replicó en un extenso memorándum afirmando la política de Buenos Aires. Los impuestos de protección, decía, golpeaban al consumidor y no ayudaban realmente a las industrias locales si éstas no eran competitivas y capaces de abastecer las demandas de la nación. La economía pastoral, base de la economía nacional, dependía de tierras baratas, bajos costos de producción y demanda de cueros por parte de los mercados extranjeros. La protección elevaría los precios, aumentaría los costos y dañaría el comercio de exportación. Los que podían beneficiarse con la protección, aparte de la economía ganadera, eran una pequeña minoría. El derecho porteño a la centralización aduanera se explicaba también, lo que no estaba lejos de la verdad, porque “es un hecho que Buenos Aires paga la deuda nacional contraída por la guerra de la independencia y por la que últimamente se ha tenido con el Brasil”.
Años después don Juan Manuel cederá ante el reclamo proteccionista. De otra manera le hubiese resultado muy difícil mantener su condición de jefe federal. En la “Ley de Aduanas” del 18 de diciembre de 1835 , Rosas introdujo una tabla arancelaria significativamente elevada. Partiendo de un impuesto básico de importación del 17% las cifras aumentaban para dar mayor protección a los productos más vulnerables hasta alcanzar la absoluta prohibición. Las importaciones vitales, como el acero, el latón, el carbón y las herramientas agrícolas pagaban un impuesto del 5%. El azúcar, las bebidas y productos alimenticios pagaban el 24%. El calzado, ropas, muebles, vinos, coñac, licores, tabaco, aceite y algunos artículos de cuero pagaban el 35%. La cerveza, la harina y las papas el 50%. Los sombreros estaban gravados en 13 pesos cada uno. Se prohibió la importación de un gran número de artículos, incluidos los textiles y productos de cuero; también de trigo cuando el precio local cayó por debajo de los 50 pesos por fanega.
Fue ésta una de las razones de la invasión europea a la Argentina en 1838 y 1845 para poner en caja a ese gobernante de un país lejano, pobre y desarmado que pretendía desobedecer las reglas de libertad de comercio que los imperialismos imponían al resto del mundo como dogma.
El país que proponía la oligarquía portuaria, que privilegiaba lo europeo por sobre lo nacional, que daba por sentado sus derechos a apropiarse de toda la renta aduanera y portuaria, que despreciaba la raza que habitaba el territorio, terminaría por imponerse luego de la polémica batalla de Pavón en la que las fuerzas provinciales al mando de Urquiza cedieron, hasta hoy, el terreno a las porteñas de Mitre.
La acusación de que los caudillos se oponían a dar una constitución al país, imputación que sí alcanza a Rosas, es injusta ya que “los pactos preexistentes” a los que se refiere el Preámbulo de nuestra constitución nacional fueron, en su casi totalidad, acuerdos interprovinciales firmados por los caudillos en su condición de gobernadores. Lo que estos rechazaron fueron los intentos constitucionales unitarios propuestos por los “decentes” del puerto, en 1819 y 1826. El primero porque no disimulaba la prepotencia hegemónica de la burguesía comercial porteña que pretendía legitimar con letra escrita el haber sustituido a España como nueva metrópoli colonizadora del resto de las provincias. También porque desnudaba la posibilidad de acomodar sus cláusulas a una constitución monárquica que acompañase a la instauración de Carlos de Borbón, duque de Lucca, si prosperaban las negociaciones que por entonces llevaban adelante, secretamente, los directoriales. El Director Supremo Pueyrredón fue obligado a renunciar por la indignación popular cuando trascendieron las maquinaciones. En cuanto a la de 1826 consagró arbitrariamente como presidente de la Nación a Rivadavia sin la anuencia de las provincias en un acto viciado de nulidad porque el congreso que sancionó dicha ley tenía sólo atribuciones constituyentes. Pero lo que más indignó a los federales fue su contenido centralista que, por ejemplo, pretendió legitimar, lo que sucedía con frecuencia por el uso de la fuerza, que los gobernadores provincianos serían designados por el “presidente”.
Caído Rivadavia por la suma de corruptelas y arbitrariedades rematadas por la ominosa entrega de la Banda Oriental al Brasil, asumió Manuel Dorrego ya no como presidente sino como gobernador de Buenos Aires. Dorrego, representante de Santiago del Estero en la Legislatura, partidario del federalismo que había conocido y estudiado durante su destierro en Baltimore, convocó a las provincias para darse una carta constituyente que respetase los derechos de las provincias. Lamentablemente su ominoso asesinato, de tan nefastas consecuencias para el curso de nuestra Historia, frustró el intento.
Los pactos interprovinciales dieron alguna precaria articulación a las Provincias del Plata y evitaron que el territorio original del virreinato se disgregara más allá de la autonomía del Paraguay firmada el 12 de octubre de 1811, a la que seguiría, con la insólita desaprensión de los unitarios a quienes sólo importaba el puerto y la pampa húmeda y su vinculación con Europa, la separación del Alto Perú, hoy Bolivia, el 8 de agosto de 1825. Más tarde sería la Banda Oriental independizada por presión de Gran Bretaña y anuencia de los rivadavianos en 1828.
La idea de Rosas era que el dictado de una constitución no sólo no respondería a una realidad de un territorio disgregado sin referente nacional, sino que favorecería a los partidarios del centralismo, lo que agravaría los conflictos, como efectivamente sucedió durante los diez años de sangrienta anarquía que siguieron a Caseros y que se resolvieron, también sangrientamente, por la consiguiente represión militar a cualquier atisbo de federalismo. El realismo del Restaurador lo inclinaba por los pactos interprovinciales que tejerían una Confederación en la que los estados garantizaban el recíproco interés en la convivencia pacífica, el derecho a la designación de sus propias autoridades ejecutivas, legislativas y judiciales, a formar sus propios ejércitos promoviendo asimismo la unidad militar nacional ante la agresión externa, la representación común para los asuntos exteriores, pero guardando siempre sus propias independencias para revisar las condiciones pactadas y denunciar los acuerdos si fuera necesario. De ello devenía también que el centro de la política argentina dejaba de residir en Buenos Aires que también vería su exclusividad en la recaudación aduanera. Era prácticamente la consumación de las instrucciones artiguistas, decididas por el voto popular sin exclusiones en el “Congreso de Tres Cruces” , a la Asamblea del año XIII.
Así lo escribió Rosas al santafesino López: “Todo lo que no se haga por tratados amistosos en que obre la buena fe, el sincero deseo de unión, y un conocimiento exacto de los intereses generales aplicado con prudencia a las circunstancias particulares será siempre efímero, nulo para el bien, y sólo propicio para multiplicar nuestros males”. Nada que fuera impuesto por los doctores sabihondos exiliados en Montevideo, que habían abrevado en textos de quienes eran ajenos a las especificidades de un pueblo que estaba mayoritariamente compuesto por gauchos, mulatos, indios, orilleros y un territorio que se extendía mucho más allá del puerto.
El respeto de la voluntad popular por parte de don Juan Manuel y que caracterizó al caudillaje federal al que representaba fue evidente cuando, luego de Barranca Yaco, se lo convocó otra vez para poner dique a la amenaza de anarquía y entonces exigió que se llamase a un plebiscito del que nadie estaría excluido de votar para consultar si el pueblo estaba de acuerdo. Su clara intención era comprobar, también demostrar, que su designación no la debería a los “decentes”. De 9520 sufragios sólo hubo 9 en contra. El nombre de plebiscito era adecuado, pues por primera vez en la historia de Buenos Aires se convocó a votar a la plebe, es decir que de él participaron todos los ciudadanos sin distinción de clases sociales. Antes de ello ya Güemes había convocado a elecciones sin restricciones de clases sociales para consagrarse gobernador de Salta y Artigas lo había hecho también para consensuar decisiones tácticas y estratégicas. Ambos habían realizado, por primera vez en Latinoamérica, reformas agrarias en las que, como podía leerse en el Reglamento del caudillo oriental, se repartían las propiedades de “malos europeos y peores americanos”, adversarios de la revolución patriota, siendo así leales con las bases populares del artiguismo. Se decidió que “los más infelices serían los más privilegiados” según estableció el bando difundido y se incluyó en el reparto a “los negros libres, los zambos de toda clase, los indios y los criollos pobres”.
En el texto del Pacto Federal de 1831 se preveía la convocatoria de un Congreso General Federativo de propósito constitucional pero no era intención de Rosas convocarlo a la brevedad, como es claro en otra carta a López: “No conviene apresurarnos. Primero es sembrar cosechar la paz y afianzar el reposo; esperar la calma e inspirar recíprocas confianzas antes de aventurar la quietud pública”. Sus ideas al respecto están esclarecidas en la célebre carta de la Hacienda de Figueroa que quedó manchada con sangre cuando Facundo fue asesinado. El poder político, económico y cultural debía residir lejos del alcance de los liberales porteños y de sus amos imperiales para consolidar una independencia verdera y no retórica y declamatoria.
La postergación de los caudillos federales en la memoria argentina se hace evidente en la capital, Buenos Aires, donde ninguna de sus calles lleva el nombre de López, Ramírez, Ibarra, Peñaloza, Varela o Bustos. Mucho menos el de Rosas. Por que no sólo fueron derrotados en los campos de batalla sino, fundamentalmente, en nuestra historia consagrada. A ello se refirió Sarmiento en su carta a Nicolás Avellaneda del 16 de diciembre de 1965, desde Nueva York:”Necesito y espero de su bondad me procure una colección de tratados argentinos, hecha en tiempos de Rosas, en que están los tratados federales, que los unitarios han suprimido después con aquella habilidad con que sabemos rehacer la historia”.
El combate de la “Vuelta de Obligado” es, junto al Cruce de los Andes, una de las dos mayores epopeyas militares de nuestra Patria. Una gesta victoriosa en defensa de nuestra soberanía que puso a prueba exitosamente el coraje y el patriotismo de argentinas y argentinos. Nuestra historia liberal, la consagrada, la que nos cuentan y nos enseñan, se empeñó en ocultarla y deformarla pues significó la circunstacial derrota de su proyectop políticop y metaforizó con imopresionante claridad el combate entre la Argentina nacional popular y federal contra el país sometido a los intereses imperiales en sociedad con la dirigencia a sus servicios por repudiables intereses personales y de clase.
Sin duda fue una guerra entre clases.
Corría 1845. Las dos más grandes potencias económicas, políticas y guerreras de la época, Gran Bretaña y Francia, se unieron para atacar a la Argentina, entonces bajo el mando del gobernador de Buenos Aires, don Juan Manuel de Rosas. El pretexto fue una causa “humanitaria”: terminar con el gobierno supuestamente tiránico de Rosas, que los desafiaba poniendo trabas al libre comercio con medidas aduaneras que protegían a los productos nacionales ante la competencia de los importados, y fundando un Banco Nacional que escapaba al dominio de los capitales extranjeros como hasta entonces había sucedido.
Los reales motivos de la “intervención en el Río de la Plata”, como la llamaron los europeos, fueron de índole económica. Deseaban expandir sus mercados a favor del invento de los barcos de guerra a vapor que les permitían internarse en los ríos interiores sin depender de los vientos y así alcanzar nuestras provincias litorales, el Paraguay y el sur del Brasil. Dichas intenciones eran denunciadas por los casi cien barcos mercantes de distintas nacionalidades que seguían a las naves de guerra con sus bodegas llenas de productos para vender. También traían el proyecto de independizar una ya llamada “República de la Mesopotamia” para dividir y hacer máas débiles a llas argentinas y a los argentinos, también para hacer internacional la navegación del río Paraná ya que dejaría de ser vía interior.Repetir lo logrado con el río Uruguay cuando, por presión de Gran Bretaña y Brasil, se independizó la República del Uruguay.
Los invasores contaron con el antipatriótico apoyo de argentinos enemigos de la Confederación Argentina, que se identificaban como “unitarios”, muchos de ellos emigrados en Montevideo. Aunque algunos que habían sido opositores al rosismo al ver invadida su Patria ofrecieron sus servicios para defenderla. Tal fue el caso del coronel Martiniano Chilavert, quien escribió: “El estruendo de Obligado resonó en mi corazón. Desde ese instante un solo deseo me anima: el de servir en esta lucha de justicia y de gloria para ella”. La Confederación le abrió los brazos y años más tarde en la batalla de Caseros tuvo a su cargo la dirección de la artillería, desempeñándose con eficacia y valor. Al final de la misma, el general vencedor, Justo José de Urquiza, lo hizo fusilar.
Ingleses y franceses creyeron que la sola exhibición de sus imponentes naves, sus entrenados marineros y soldados, y su modernísimo armamento bastarían para doblegar a nuestros antepasados como acababa de suceder con China. Pero no fue así: Rosas, que gobernaba con el apoyo de la mayoría de la población, sobre todo de los sectores populares, decidió hacerles frente.
Encargó al general Lucio N. Mansilla conducir la defensa. Su estrategia fue la siguiente:
- Era imposible vencer militarmente a los invasores por la diferencia de poderío y experiencia lo que hacía inevitable que tuvieran éxito en su propósito de remontar el río Paraná.
- Pero dado que se trataba de una operación comercial encubierta el objetivo sería provocarles bajas en oficiales y marinos y daños en sus naves, es decir dificultades y daños económicos suficientes como para hacerlos desistir de la empresa.
- Logrado esto llevar adelante vigorosas negociaciones diplomáticas que dejaran claro la derrota de los invasores.
Rosas y Mansilla decidieron concentrar la defensa en algún emplazamiento del Paraná desde dónde, por su estrechez, fuera posible alcanzar a los barcos enemigos con los anticuados, escasos y poco potentes cañones con que contaba nuestra Patria.
El lugar elegido fue el conocido como “Vuelta de Obligado”, donde el río se angosta y describe una curva en forma de “ese” que dificultaba la navegación. Allí nuestros heroicos antepasados, en un alarde de ingenio, tendieron tres gruesas cadenas sostenidas sobre veinticuatro barcazas para detener o al menos demorar el avance paso del enemigo.
Ante la inminencia del combate Mansilla había solicitado el envío urgente de proyectiles ya que contaba con solo seis balas por soldado, muchos de los cuales, gauchos voluntarios de la zona, estaban prácticamente desnudos, sin uniformes ni ropa interior. También pide caballos para facilitar el traslado de tropa y cañones a lo largo del río en caso de que las naves enemigas lograran superar la barrera de las tres cadenas. Para sumar más inconvenientes no contaba con artilleros experimentados por lo que tuvo que improvisar algunos de apuro. Es que el grueso del ejército de la Confederación, los más capacitados de sus hombres, mantenía el sitio a Montevideo que no podía abandonarse ni siquiera debilitarse pues ello hubiese sido ceder al propósito del enemigo. Mansilla tampoco contaba con la flota del almirante Guillermo Brown, héroe de nuestra Independencia, apresada por los “interventores” en un combate frente a la isla Martín García, por lo que la defensa del río debía hacerse desde tierra por milicianos y vecinos, casi todos voluntarios e inexpertos, además de mal armados. Pero acerados por una patriótica indignación.
Las fuerzas patriotas disponían sólo de cuatro baterías, anticuadas y que debieron repararse de urgencia por estar desfogonadas o carentes de algunas piezas. La orilla izquierda del río, perteneciente a la provincia de Entre Ríos, era pantanosa e inutilizable para la defensa, por lo que las cuatro baterías se instalaron sobre la barranca derecha: la “Manuelita”, sobre el ángulo de la costa al mando del teniente coronel de artillería Juan Bautista Thorne. La segunda batería, la “General Mansilla”, al mando del teniente de artillería Felipe Palacios, ubicada en forma rasante sobre la barranca, en un declive del terreno. La “General Brown”, del teniente de Marina Eduardo Brown, hijo del almirante. Y la última batería, la “Restaurador Rosas”, al mando de Alvaro Alzogaray, ayudante mayor de Marina. En la parte baja, casi al nivel del agua, se había comenzado a construir otras tres baterías, pero no hubo tiempo para terminarlas.
Como preparación de la invasión las poderosas naciones europeas habían decretado un embargo que impedía a toda nación vender armas a la Argentina. Por ello se contó en total con sólo 27 cañones, de escaso alcance y cuyo máximo calibre era de 24 pulgadas.
En total esta improvisada fuerza contaba con 2143 hombres dispuestos a dejar el pellejo en defensa de su Patria y no repararon en la inferioridad de condiciones con que se aprestaban a enfrentar a las dos mayores potencias bélicas del mundo.
La flota invasora portaba más de cien cañones, el doble que los argentinos, y no pocos de ellos alcanzaban las 80 de calibre y eran de alma rayada, lo que permitía una afinada puntería y mayor alcance. Además disparaban proyectiles “Paixhans”, huecos de bala explosiva de 80 libras y espoleta, a diferencia de las de plomo patriotas, todas ellos muestras de la más avanzada tecnologías bélica, como también lo eran los cohetes “Congreve”, primeras veces que se utilizaron armas balísticas. también proyectiles “Congreve”, pioneros de la cohetería bélica.
En carta a Tomás Guido en esos días de 1845 don José de San Martín, en su destierro francés, se indignaría: “Es inconcebible que las dos grandes naciones del universo se hayan unido para cometer la mayor y más injusta agresión que pueda cometerse contra un estado independiente”.
El 20 de noviembre los invasores se presentan a la vista de los defensores. Mansilla, ante la inminencia del ataque, arengó a sus tropas:” ¡Allá los tenéis! Considerad el insulto que hacen a la soberanía de nuestra Patria, al navegar, sin mas título que la fuerza, las aguas de un río que corre por el territorio de nuestro país .¡Pero no lo conseguirán impunemente! Tremola en el Paraná el pabellón azul y blanco y debemos morir todos antes que verlo bajar de donde flamea”. A continuación los criollos entonaron a voz en cuello el Himno Nacional acompañados por la banda de “Patricios” y a su término Mansilla gritó un “ ¡Viva la Patria!” que es respondido atronadoramente por sus hombres y luego sería la orden de “¡fuego!” y las cuatro baterías al unísono comenzaron a descargar sus proyectiles. Eran las ocho y cuarenta y tres minutos de la mañana.
Como es sabido el combate de la Vuelta de Obligado fue una épica demostración de coraje criollo que logró cumplir con las instrucciones del Restaurador y logró dañas a varios barcos enemigos y provocar numerosas bajas en oficiales, marineros y soldados. Las cadenas fueron cortadas luego de varios costosos intentos y a continuación los ingleses decidieron un desembarco al mando del jefe de su escuadra, Hotham, ante lo cual Mansilla dio la orden de rechazar el intento a cuchillo, cuerpo a cuerpo. El va al frente, dando el ejemplo, y entonces cae mal herido por la metralla.
Las baterías argentinas habían sido demolidas y muchos de sus artilleros muertos o heridos, pero el costo de los aliados también fue grande, dañadas diez de sus once naves. El parte de la alianza invasora rindió tributo al coraje argentino: “Siento vivamente que esta gallarda proeza –decía Trehouart- se haya logrado a costa de tal pérdida de vidas (se refería a las propias), pero considerando la fuerte posición del enemigo y la obstinación con que fue defendida, debemos agradecer a la Divina Providencia que no haya sido mayor”.
Las bajas patriotas fueron 650, la tercera parte de los 2160 combatientes que tomaron parte del combate. Los 21 cañones de las baterías (sólo se salvaron los 9 de los cuerpos móviles) cayeron en poder del enemigo, que inutilizó o echó al agua a la mayoría, salvo diez de bronce que llevó a Europa para exhibirlos en sus museos e instituciones militares. Los lanchones que sostenían la cadena fueron incendiados.
Las pérdidas humanas de los atacantes fueron mucho menores como prueba de la disparidad armamentística: franceses 18 muertos y 70 heridos, ingleses 10 muertos y 25 heridos. En cuanto a las materiales los más dañados fueron el “St.Martín” que recibió mas de 100 disparos, el “Fulton” cerca de 70, el “Dolphin” y el “Pandour” sufrieron ambos la destrucción de su velamen y el segundo la pérdida de sus dos anclas.
Se había perdido una batalla pero ello, como ya hemos visto, estaba dentro de los planes patriotas. Ni Rosas ni Mansilla pensaron que podrían detener a los europeos. Sin embargo la caída de esta p`rimera defensa sirvió para que los liberales unitarios inscribieron lo de Obligado en nuetra historia como una definitiva derrota. Regocijándose con ello como si no retratase de que era su prpia patria la que estab en juego. Y esa herejía sigo siendo sostenia aún hoy por los herederos de aquella antipatria,
De lo que se trataba era de ganar la guerra y todavía quedaba todo la longitud del Paraná para logarla. Efectivamente la navegación de las armadas europeas río arriba se constituyó en un verdadero calvario siendo ferozmente atacadas, de ida y de vuelta, desde las baterías de “Quebracho”, del “Tonelero”, de “San Lorenzo” y, otra vez, desde “Obligado”.
La estrategia fijada por Rosas y Mansilla tuvo éxito y las grandes potencias de la época finalmente se vieron obligadas a capitular aceptando las condiciones impuestas por la Argentina y cumpliendo con la cláusula que imponía a ambas armadas, al abandonar el río de la Plata, disparar veintiún cañonazos de homenaje y desagravio al pabellón nacional.
Pero Gran Bretaña, que aparentemente aceptó mejor el contraste que Francia, no iba a quedarfse con la sangre en el ojo y en la traición de Urquiza que alió el ejercito barrilero con el argentino que estaba a sus órdenes para iniciar la guerra de recuperación de territorios justamente contra el Brasil, fue indudable la participación solapada del Foreign Office. Puede afirmarse que la derrota de Rosas y los sectores populares en Caseros fue la venganza europea por la proeza gaucha en la guerra del Paraná.
El 20 de noviembre fue una de las fechas en que, durante los años negros de las dictaduras que se sucedieron en nuestra historia, compañeras y compañeros salían a pintar paredes y a vocear consignas que enardecían a las fuerzas represivas. Una anécdota tragicómica de aquellos tiempos: cierta vez un compañero fue sorprendido por fuerzas policiales mientras dibujaba con aerosol “ ¡Viva la Vuelta de Obligado!”. Mientras el uniformado descargaba golpes de bastón sobre su cráneo le gritaba al oído: “¡Entiéndanla de una vez, vos y tus cómplices, ese Obligado no vuelve más!”. Es fácil entender, aunque inconcientemente, de qué se estaba hablando.
La historia, cuandio es verdadera, nos habla del presente, habla de nosostros aquí y ahora. Es necesario comprender la contemporaneidad de la Guerra del Paraná, cuando la oligarquía argentina (los unitarios de Montevideo) se aliaron con los imperios extranjeros para desalojar del poder a los sectores populares que habían encontrado a su líder, Juan Manuel de Rosas, y así recuperar sus privilegios de clase y sus negocios espúreos a costa del bienestar de los humildes.
Incesantemente nuestra Patria enfrenta situaciones semejantes a lo de Obligado, algunas batallas las hemos perdido y otras ganado. El endeudamiento ominoso durante la Dictadura que reportó pingües negocios a propios y ajenos, la privatización a precio vil de empresas estratégicas y la desocupación y pauperización masivas de los noventa fueron derrotas; la independización del FMI, la prioridad de la política por sobre la economía, la sociedad con las repúblicas hermanas de América, las jubilaciones extendidas y la asignación universal por hijo de la década del 2000 son modernas victorias al estilo de Obligado y la Guerra del Paraná.
Las provincias litorales continuaron siendo parte de nuestro territorio y el Paraná es hasta hoy un río interior argentino.
Desde su destierro en Francia, don José de San Martín, henchido de orgulloso patriotismo, escribió a su amigo Tomás Guido el 10 de mayo de 1846: “Los interventores habrán visto por este échantillon que los argentinos no son empanadas que se comen sin mas trabajo que abrir la boca” y mas adelante felicitaría a Juan Manuel de Rosas: “La batalla de Obligado es una segunda guerra de la Independencia”. Y al morir le legó su sable libertador.