CELIA GUEVARA
En la borrosa filmación familiar se ve a un niño de tres o cuatro años pedaleando vigorosamente en su triciclo como si deseara arrollar al camarógrafo mientras una sonrisa pícara le ilumina la cara. La toma es breve, inhábil, de no más de cinco segundos, y no registra el recrudecimiento del ahogo asmático que el esfuerzo habrá provocado en Ernestito Guevara de la Serna ante la mirada preocupada de su madre, Celia, quien refrenando su impulso de socorrerlo lo incitará a seguir pedaleando hasta el límite de su vida.
Celia se casó con Ernesto Guevara Lynch, un mediocre estudiante de arquitectura que dejó la carrera para incursionar en el mundo de los negocios con suerte fluctuante, habitualmente esquiva. Las malas lenguas comentaban que su matrimonio con Celia de la Serna fue por interés, con el objetivo de gozar en algún momento de la herencia que correspondería a su esposa, descendiente directa del virrey español que protagonizara la última resistencia contra las ansias independistas en Sudamérica.
La madre del futuro Che cursó su secundario en un colegio capitalino para niñas de la alta sociedad, el Sagrado Corazón, y era entonces una católica ferviente que introducía trocitos de vidrios en su calzado para martirizarse y hasta planeó convertirse en monja. Más tarde, con esa misma pasión se proclamó agnóstica y, años después, identificada con su hijo amado, se transformará en una activa militante socialista y defensora de la revolución cubana, lo que le valdrá persecución y cárcel. María Elena Duarte, su nuera, esposa de Juan Martín, el menor de los hermanos del Che, afirmaría: “Ella se reía porque sus antepasados tenían una fortuna de millones y millones de dólares y nada o casi nada había llegado a ella. Fue una mujer de avanzada en su época, la primera en muchas cosas. Cuando yo la conocí tenía una posición política tomada, sin duda influenciada por su hijo Ernesto. Había una interrelación muy grande entre ellos. Celia era como un Che femenino”.
La familia de Celia se había opuesto al casamiento pues no confiaban en el apuesto pero poco sólido Ernesto Guevara Lynch, pero los jóvenes se amaban con un sentimiento fogoneado por el saboteo familiar y nunca ocultarían la atracción sexual que los imantaba, sobre todo en las reconciliaciones habitualmente subrayadas por el nacimiento de un nuevo hijo. Finalmente se casaron el 20 de diciembre de 1927 en casa de Edelmira Moore de la Serna porque no tenían dinero para alquilar los salones de algún club de moda.
Celia estaba embarazada de dos meses por lo que, fieles a su pertenencia de clase, para evitar el escándalo social parten hacia el yerbatal de Caraguatay, en la provincia de Misiones, que había comprado Guevara Lynch antes de casarse seducido por las promesas del “oro verde”, la yerba mate. Cuando el parto es inminente los Guevara navegan hacia Buenos Aires pero no pasan de Rosario, donde Celia da a luz a su hijo Ernesto, según los datos de la partida de nacimiento, el 14 de junio de 1928. Aunque todo indica que se produjo un mes antes, falseándose la fecha para seguir con el disimulo de la fecha verdadera del embarazo. Ernesto Guevara de la Serna, el futuro Che, nace transgrediendo las normas sociales, rompiendo los moldes de lo que “debe ser”.
A fines de 1929 se trasladaron a Buenos Aires a un chalet que alquilan a Martín Martínez Castro, casado con una hermana de Celia, María Luisa, en el elegante barrio de San Isidro, y en diciembre nació Celita. La vida familiar comenzará entonces a girar en torno al distinguido Club Náutico San Isidro. Fue allí donde Ernestito sufrió su primer ataque de asma, enfermedad que lo torturaría a lo largo de toda su vida. Guevara padre le enrostraría la responsabilidad a su esposa por bañarse en el río con su hijo de apenas dos años un frío día otoñal. “Celia era muy joven y, como tal, algo desaprensiva”, la acusará en su libro. Quizás haya que buscar en el sentimiento de culpa de Celia por la versión incriminatoria de don Ernesto el deseo de reparación a través de los cuidados que dedicaría a Ernestito.
Luego, aliviados económicamente por recibir la renta de un campo de Celia gracias a un dictamen judicial contra la familia de la Serna, en 1931 se mudan a un departamento alquilado en Buenos Aires, en la intersección de las calles Sánchez de Bustamante y Peña, en el residencial barrio de Palermo. En mayo de 1932 se produce el nacimiento de su hermano Roberto. Pero Ernestito, para desasosiego de sus padres, no resistiría el clima porteño. Guevara Lynch escribirá: “Celia pasaba las noches espiando su respiración. Yo lo recostaba sobre mi abdomen para que pudiera respirar mejor, y por consiguiente yo dormía poco o nada”.
En busca de un clima más benéfico se trasladan a Alta Gracia, una elegante ciudad veraniega. Allí, contrariando el acendrado y conservador catolicismo de la clase alta cordobesa, los Guevara solicitan a la escuela de sus hijos que se los exceptúe de las clases de religión. Se produce una escena de violencia cuando el sacristán de la iglesia tomó rudamente de un brazo a Celia y la sacó fuera por asistir a misa con mangas cortas y pantalones. A partir de ese momento ninguno de la familia volverá a pisar la iglesia y Roberto, el hermano que seguía en edad a Ernestito, recordará que con éste integraban el equipo de ‘no creyentes’ en los partidos de fútbol que se organizaba contra el mucho más numeroso de los ‘creyentes’.
El futuro Che ya es un niño de 8 años cuando la República española es derrotada y llegan a Córdoba los primeros refugiados que son cálidamente recibidos en casa de los Guevara de la Serna. Sus hijos pronto se harían amigos de los de Ernesto y Celia, y de allí en más se comentaría con apasionamiento el fusilamiento de García Lorca, las ejecuciones sumarias de Franco, la heroica defensa de Madrid, las ominosas purgas de la ‘cheka’, etc.
La hermana mayor de Celia, Carmen, describió aquella casa de Alta Gracia, ‘Villa Chichita’, la ‘casa de los fantasmas’, una de las tantas que ocuparían los Guevara: “Aquella era una casa de dos pisos, tan mal construida que presentaba grietas por todas partes. Había goteras y cuando la perrita orinaba arriba el pis caía a la planta baja. No era una residencia impecable. El desorden gobernaba a todos y sólo hacían grandes limpiezas cuando se festejaba algo. Mi hermana Celia, muy descuidada, se había adaptado a la manera muy despreocupada de vivir de su marido. Pero en ese vive como quieras todos parecían felices (…) Esto otorgaba a los hijos una valiosa independencia que Ernestito y Robertito sabían aprovechar muy bien”.
Rosario López, ‘Rosarito’, la empleada doméstica que cuidó de Ernestito desde sus cuatro hasta los nueve años, me contará que Celia era “una mujer muy libre, adelantada a su época. En aquella época era muy raro que las mujeres condujeran un auto pero ella manejaba una ‘voiturette’ descapotable y lo hacía a bastante velocidad causando escándalo en la alta sociedad de Córdoba. Cargaba a sus hijos y a sus amigos y los llevaba de aquí para allá. Cierta vez tomó una curva y uno de los chicos cayó a la calle, ella no se dio cuenta y entonces Ernestito gritaba, me parece escucharlo, “¡mamáaa, se cayó Lusito, se cayó Luisito!”, hasta que Celia se percató y volvió a recogerlo”.
Carlos “Calica” Ferrer, amigo de infancia del Che, cuenta en su libro de “Ernesto al Che” que “Celia llevaba la distinción hasta en las uñas. La recuerdo con su collar de perlas jugando al bridge en el Sierras Hotel y fumando cigarrillos negros con un aire arrogante de mujer avanzada. Era lindísima, alta, delgada, temperamental, vital, siempre dispuesta a recibirnos a todos los amigos de sus hijos, siempre con algún libro, hablaba perfectamente francés. Una mujer culta, elegante, refinada. Nunca se quedaba callada ante nada, siempre tenía una respuesta para todo. Celia no era solo “la señora” de la casa, era todo una personalidad. Y tenía mucho humor, y hacía chistes, deslizaba ironías y comentarios sarcásticos y también los aceptaba. Adoraba a sus hijos, pero su preferido era Ernesto, tal vez por ser el primero o por el asma que le llevó a protegerlo más y a pasar más el tiempo con él, o porque tenían personalidades e inteligencias parecidas. Ernesto le correspondía, la adoraba y la tuvo presente toda su vida, aún lejos. Basta leer las cartas que le enviaba desde los lugares más remotos. Yo creo que él siempre le agradeció que lo hubiera criado como a un chico normal, no en una caja de cristal, a pesar del asma. Y ella siempre sostuvo esa actitud, incluso en contra de lo que pensaba su marido que era más temeroso”.
Fueron los viajes de aventuras del futuro Che por Argentina y por América, ante el espectáculo de la miseria de la mayoría y la arbitrariedad de la minoría, los que despertaron en su espíritu la convicción de la necesidad de un cambio social. Las cartas que envía a su familia durante su segundo viaje latinoamericano están en su casi totalidad dirigidas a su madre, erigida en su confidente epistolar. En ellas puede seguirse su proceso de transformación en el Che, el legendario guerrillero.
10 de mayo d 1954.
“Vieja: (…) (Trabajar de médico en Guatemala) sería la más horrible traición a los dos yos que se me pelean adentro: el viajero y el socialudo (…).
20 de junio de 1954 (desde Guatemala, antes de la caída del presidente Jacobo Arbenz por la invasión de “marines” norteamericanos)
“Querida Vieja: (…) Si las cosas llegan al extremo de tener que pelear contra aviones y tropas modernas que mande la frutera (la United Fruit) o los EEUU, se peleará (…)
4 de julio de 1954.
“Vieja (luego de la caída de Arbenz) (…) La traición sigue siendo patrimonio del ejército, y una vez más se prueba el aforismo que indica la liquidación del ejército como el verdadero principio de la democracia (si el aforismo no existe, lo creo yo) (…) La verdad cruda es que Arbenz no supo estar a la altura de las circunstancias (…)”.
(Sin fecha, desde Méjico, en la clandestinidad)
“Vieja, la mi vieja: (…) Creo que (los comunistas) son dignos de respeto y que tarde o temprano entraré en el Partido, lo que me impide hacerlo más que todo, por ahora, es que tengo unas ganas bárbaras de viajar por Europa y no podría hacer eso sometido a una disciplina rígida (…)”.
Septiembre 24 de 1955.
“Querida vieja: (…)Te confieso con toda sinceridad que la caída de Perón me amargó profundamente, no por él, sino por lo que significa para toda América, pues mal que te pese y a pesar de la claudicación forzosa de los últimos tiempos, Argentina era el paladín de todos los que pensamos que el enemigo está en el norte (…)”
México, julio 15 de 1956
“Vieja: No soy Cristo y filántropo, vieja, soy todo lo contrario de un Cristo, y la filantropía me parece cosa de pelotudos, por las cosas que creo lucho con todas las armas a mi alcance y trato de dejar tendido al otro, en vez de dejarme clavar en una cruz o en cualquier otro lugar (…)”.
Octubre de 1956 (próximo a partir en el “Granma”con Fidel Castro)
“Querida mamá: (…) Los signos son buenos y auguran victoria. Pero si se equivocan, que al final hasta los dioses se equivocan, creo que podré decir como un poeta que no conoces: “Solo llevaré bajo tierra la pesadumbre de un canto inconcluso”. Para evitar patetismos “pre morten” esta carta saldrá cuando las papas quemen de verdad y entonces sabrás que tu hijo, en un soleado país americano, se puteará a sí mismo por no haber estudiado algo de cirugía para ayudar a un herido y puteará al gobierno mexicano que no lo dejó perfeccionar su ya respetable puntería para voltear muñecos con más soltura. Y la lucha será de espada a la pared, como en los himnos, hasta vencer o morir (…)”.
Convertido ya en combatiente en Sierra Maestra, a comienzos de junio de 1958, el Che tuvo tiempo para la nostalgia. En ocasión de probar un nuevo transmisor de radio aprovechó para llamar a Buenos Aires y hablar con su madre. El 14 de junio, cuando cumplió treinta años, recibió una carta de Celia que, sin dudas, debió conmoverlo: “Querido Teté (así lo llamaban cuando era muy niño): Me sentí tan emocionada al escuchar tu voz después de tanto tiempo. No la reconocí, parecías otro. Tal vez la línea estaba mal o tal vez cambiaste. Sólo cuando me llamaste “vieja” me pareció la voz de siempre”. Luego le cuenta sobre la vida de sus hermanos y en el último párrafo le dice: “El trabajo de la casa me cansa mucho. Por mucho tiempo he cocinado para mí y sabes cuánto detesto las tareas del hogar. La cocina es mi cuartel general y allí paso la mayor parte del tiempo. Con el viejo (el padre del Che) hubo una gran pelea y ya no viene por aquí. Mis acompañantes son Celia, Luis y Juan Martín. Tantas cosas quería decirte, querido. Tengo miedo de soltarlas. Las dejo a tu imaginación”.
Las diferencias entre Celia y Ernesto (padre) se evidenciarán también en la forma en que el compromiso político y la celebridad de su hijo modificarían sus vidas: la madre se transformaría en una activa militante socialista que sufriría persecución y cárcel, permaneciendo en Argentina al pie del cañón para acompañar a sus otras hijas e hijos que también pagarían el precio de sus respectivos compromisos y el costo de su estrecho parentesco con el Che. Don Ernesto, en cambio, se radicaría en Cuba al amparo de ser allí su hijo un héroe nacional y bajo el sol caribeño, a la vera del mar esmeralda, volverá a casarse y tendrá cuatro hijos. Juan Martín, el hermano menor del Che, me contará cómo eran recibidas las noticias: ‘Mi padre se preocupaba por el bienestar de Ernesto, si comería bien, si tendría abrigo, si dispondría de medicamentos para su enfermedad. En cambio para mamá lo esencial era si estaba cumpliendo con los objetivos que se había propuesto, al costo que fuese’.
A los pocos días de triunfar la revolución contra el cruel dictador Batista, el Che se enteró de la venida de su familia casi cuando el avión estaba aterrizando. Su gran amigo Camilo Cienfuegos le había querido dar una sorpresa. Minutos después abrazaba con pasión a su madre, la mujer de quien había heredado la decisión y la fortaleza y que ahora no podía evitar el llanto. En cambio a su padre le dedicó sólo un cordial saludo, quizás enojado por haberse separado de Celia en circunstancias difíciles para ella por el recrudecimiento de su cáncer. Los Guevara hacía seis años que no veían a su hijo, cuando era poco más que un adolescente, y lo reencontraban ahora convertido en un hombre a quien los demás trataban como a un prócer vivo.
El 14 de junio de 1963 el argentino cumplió treinta y cinco años, y lo celebró con un regalo muy especial: el nacimiento de su cuarto hijo. La pequeña se llamó Celia, en honor a su abuela quien, en Buenos Aires, enfrentaba momentos difíciles. Había sido detenida en la frontera con Uruguay acusada de transportar literatura comunista aunque el motivo verdadero era su parentesco con el Che y su militancia en apoyo a la revolución cubana. No era el primer problema que tenían los Guevara en la Argentina pues el año anterior había explotado una bomba en su domicilio de la calle Aráoz.
Las cartas de la madre evidencian su formidable percepción de los problemas que iba teniendo su hijo en Cuba ante el acoso de los leales a los sistemas moscovitas de gestión económica: “¿A quién se ha dado la razón, o la primacía, en la diputa por los motivos que deben ser causales por la incentivación?’. Cuando su hijo le escribe que piensa emprender un viaje misterioso, Celia, sagaz, le responde: ‘Si te vas a dirigir una empresa es que has dejado de ser ministro. Depende de quién sea nombrado en tu lugar para saber si la disputa ha sido zanjada de un modo salomónico”.
POR MADRE Y REVOLUCIONARIA
“La detención de la madre del Che es comentada no sólo en los diarios de provincia y en algunos medios nacionales. También en Cuba la revista Bohemia publica el mismo 17 de mayo información que recibe de Prensa Latina. La nota termina diciendo que “la encarcelan por madre y revolucionaria” (…) Por decreto se ordena que sea trasladada para permanecer detenida en la cárcel correccional de mujeres en el barrio de Monserrat de la ciudad de Buenos Aires.
En una carta escrita en la cárcel el 9 de junio de 1963, Celia le cuenta a su hijo mayor (el Che) algunos detalles de su vida en el establecimiento penitenciario (…) “Este Nuevo reino lo comparto con otras 15 personas, casi todas comunistas. No sé, o si sé, por qué el gobierno ha querido meterme en esta bolsa.” Tal vez con la intención de calmar la inevitable ansiedad de su hijo, agrega: “Por lo demás aunque siguen siempre aplicando métodos humillantes de trato personal, no puedo decir que haya sido objeto de ningún tratamiento terrible, ni siquiera me han levantado la voz” También: “Es un maravilloso deformatorio. Tanto para las presas comunes como para las políticas. Si sos tibio te volvés activo, si sos activo te volvés agresivo, y sos agresivo, te volvés implacable” (J. Constenla, “Celia, la madre del Che”).
“LA PIEDRA”
El siguiente es el texto que el Che Guevara escribió en el Congo cuando se enteró que su madre está grave e intuye que su muerte es inevitable:
“Me lo dijo como se deben decir estas cosas a un hombre fuerte, a un responsable, y lo agradecí. No me mintió preocupación o dolor y traté de no mostrar ni lo uno ni lo otro. ¡Fue tan simple! Además había que esperar la confirmación para estar oficialmente triste. Me pregunté si se podía llorar un poquito. No, no debía ser, porque el jefe es impersonal; no es que se le niegue el derecho a sentir, simplemente, no debe mostrar que siente lo de él; lo de sus soldados, tal vez.
—Fue un amigo de la familia, le telefonearon avisándole que estaba muy grave, pero yo salí ese día.
—Grave, ¿de muerte?
—Sí.
—No dejes de avisarme cualquier cosa.
En cuanto lo sepa, pero no hay esperanzas. Creo.
Ya se había ido el mensajero de la muerte y no tenía confirmación. Esperar era todo lo que cabía. Con la noticia oficial decidiría si tenía derecho o no a mostrar mi tristeza. Me inclinaba a creer que no.
(…) Tenía deseos de fumar y saqué la pipa. Estaba, como siempre, en mi bolsillo. Yo no perdía mis pipas, como los soldados. Es que era muy importante para mí tenerla. En los caminos del humo se puede remontar cualquier distancia, diría que se pueden creer los propios planes y soñar con la victoria sin que parezca un sueño; solo una realidad vaporosa por la distancia y las brumas que hay siempre en los caminos del humo. Muy buena compañera es la pipa; ¿cómo perder una cosa tan necesaria?.
(…) ¿Tendría algo más de ese tipo? El pañuelo de gasa. Eso era distinto; me lo dio ella (su esposa cubana Aleida) por si me herían en un brazo, sería un cabestrillo amoroso. La dificultad estaba en usarlo si me partían el carapacho. En realidad había una solución fácil, que me lo pusiera en la cabeza para aguantarme la quijada y me iría con él a la tumba. Leal hasta en la muerte. Si quedaba tendido en un monte o me recogían los otros no habría pañuelito de gasa; me descompondría entre las hierbas o me exhibirían y tal vez saldría en el Life con una mirada agónica y desesperada fija en el instante del supremo miedo. Porque se tiene miedo, a qué negarlo.
(…) Me imaginé a mi hijo grande y ella (su madre) canosa, diciéndole, en tono de reproche: tu padre no hubiera hecho tal cosa, o tal otra. Sentí dentro de mí, hijo de mi padre yo, una rebeldía tremenda. Yo hijo no sabría si era verdad o no que yo padre no hubiera hecho tal o cual cosa mala, pero me sentiría vejado, traicionado por ese recuerdo de yo padre que me refregaran a cada instante por la cara. Mi hijo debía ser un hombre; nada más, mejor o peor, pero un hombre. Le agradecía a mi padre su cariño dulce y volandero sin ejemplos. ¿Y mi madre? La pobre vieja. Oficialmente no tenía derecho todavía, debía esperar la confirmación.
Así andaba, por mis rutas del humo cuando me interrumpió, gozoso de ser útil, un soldado.
—¿No se le perdió nada?
—Nada —dije, asociándola a la otra de mi ensueño.
—Piense bien.
Palpé mis bolsillos; todo en orden.
—Nada.
—¿Y esta piedrecita? Yo se la vi en el llavero.
—Ah, carajo.
Entonces me golpeó el reproche con fuerza salvaje. No se pierde nada necesario, vitalmente necesario. Y, ¿se vive si no se es necesario? Vegetativamente sí, un ser moral no, creo que no, al menos.
Hasta sentí el chapuzón en el recuerdo y me vi palpando los bolsillos con rigurosa meticulosidad, mientras el arroyo, pardo de tierra montañera, me ocultaba su secreto. La pipa, primero la pipa; allí estaba. Los papeles o el pañuelo hubieran flotado. El vaporizador, presente; las plumas aquí; las libretas en su forro de nylon, sí; la fosforera, presente también, todo en orden. Se disolvió el chapuzón.
Solo dos recuerdos pequeños llevé a la lucha; el pañuelo de gasa, de mi mujer y el llavero con la piedra, de mi madre, muy barato este, ordinario; la piedra se despegó y la guardé en el bolsillo.
¿Era clemente o vengativo, o solo impersonal como un jefe, el arroyo? ¿No se llora porque no se debe o porque no se puede? ¿No hay derecho a olvidar, aún en la guerra? ¿Es necesario disfrazar de macho al hielo?
Qué se yo. De veras, no sé. Solo sé que tengo una necesidad física de que aparezca mi madre y yo recline mi cabeza en su regazo magro y ella me diga: “mi viejo”, con una ternura seca y plena y sentir en el pelo su mano desmañada, acariciándome a saltos, como un muñeco de cuerda, como si la ternura le saliera por los ojos y la voz, porque los conductores rotos no la hacen llegar a las extremidades. Y las manos se estremecen y palpan más que acarician, pero la ternura resbala por fuera y las rodea y uno se siente tan bien, tan pequeñito y tan fuerte. No es necesario pedirle perdón; ella lo comprende todo; uno lo sabe cuando escucha ese “mi viejo”…
El CONDOTIERO DEL SIGLO XX
Cuando abandona La Habana para continuar su lucha contra el imperialismo en otras partes del mundo el Che escribe una carta de despedida para sus padres. Sería la definitiva.
“Marzo 1965
Queridos viejos:
Otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante, vuelvo al camino con mi adarga al brazo.
Hace de esto casi diez años les escribí otra carta de despedida. Según recuerdo, me lamentaba de no ser mejor soldado y mejor médico; lo segundo ya no me interesa, soldado no soy tan malo.
Nada ha cambiado en esencia, salvo que soy mucho más consciente, mi marxismo está enraizado y depurado. Creo en la lucha armada como única solución para los pueblos que luchan por liberarse y soy consecuente con mis creencias. Muchos me dirán aventurero, y lo soy, solo que de un tipo diferente y de los que ponen el pellejo para demostrar sus verdades.
Puede ser que ésta sea la definitiva. No lo busco pero está dentro del cálculo lógico de probabilidades. Si es así, va un último abrazo.
Los he querido mucho, sólo que no he sabido expresar mi cariño, soy extremadamente rígido en mis acciones y creo que a veces no me entendieron. No era fácil entenderme, por otra parte, créanme, solamente hoy. Ahora, una voluntad que he pulido con delectación de artista, sostendrá unas piernas flácidas y unos pulmones cansados. Lo haré.
Acuérdense de vez en cuando de este pequeño condotiero del siglo XX. Un abrazo a Celia, a Roberto, a Ana María y a Patotín, a Beatriz, a todos. Un gran abrazo del hijo pródigo y recalcitrante para ustedes.
Ernesto.”
Lamentablemente doña Celia nunca leerá la conmovedora carta de su hijo pues ésta, inexplicablemente, llegará a Buenos Aires recién en el mes de octubre cuando ella ya había fallecido de un cáncer invasivo.