Artigas y El Tratado del Pilar
“El 4 de febrero de 1820 entró en esta capital el señor director don José Rondeau, quien sin haber sido visto se dirigió a su casa en donde se halla; cuyo señor no da razón cómo ha sido la dispersión de nuestra caballería, ni aun la causa de su fuga tan precipitada, que no paró hasta llegar a su casa, y meterse en la cama; tal fue el susto pánico que recibió, mayormente, cuando fue perseguido por los santafecinos sobre seis leguas, que a uñas de su buen caballo, no le dio alcance la partida enemiga; esto cuentan, la verdad no sé, pero la fuga sin orden es cierta” (Juan Manuel Beruti, “ Memorias curiosas”).
Los vencedores de Rondeau en Cepeda, Estanislao López y Francisco Ramírez, exigieron la desaparición del poder central de Buenos Aires, la disolución del congreso y la plena autonomía de las provincias. Bustos acababa de asegurársela a Córdoba, Ibarra lo imitó en Santiago del Estero, Aráoz en Tucumán, y entre tanto se desintegró la intendencia de Cuyo dando origen a tres provincias Mendoza, San Juan y San Luis.
Una de las estipulaciones secretas del tratado del Pilar permite la entrada triunfal de los federales en Buenos Aires. Lo narra, con indisimulable repugnancia, Vicente Fidel López: “Sarratea, cortesano y lisonjero, no tuvo bastante energía o previsión para estorbar que los jefes montoneros viniesen a ofender, más de lo que ya estaba, el orgullo local de la ciudad. El día 25 regresó a ella acompañado de Ramírez y de López, cuyas numerosas escoltas compuestas de indios sucios y mal trajeados a término de dar asco, ataron sus caballos en los postes y cadenas de la pirámide de Mayo, mientras los jefes se solazaban en el salón del ayuntamiento”.
Un Juan B. Alberdi en el ocaso, arrepentido de sus ideas oligárquicas y extranjerizantes de antaño, se enojará con quienes descalificaban la vocación democrática de los “bárbaros”, es decir de los humildes: “Distinguir la democracia en democracia bárbara y en democracia inteligente es dividir la democracia; dividirla en clases es destruirla, es matar su esencia que consiste en lo contrario a toda distinción de clases. Democracia bárbara quiere decir soberanía bárbara, autoridad bárbara, pueblo bárbaro. Que den ese título a la mayoría de un pueblo los que se dicen “amigos del pueblo”, “republicanos” o “demócratas”, es propio de gentes sin cabeza, de monarquistas sin saberlo, de verdaderos enemigos de la democracia”.
A la derrotada Buenos Aires no le quedó otra alternativa que también constituirse como provincia independiente, y su primer gobernador, el sagaz Sarratea, firmó el 23 de febrero de 1820 con los jefes triunfantes, López y Ramírez, el tratado del Pilar, en el que se admitía la necesidad de organizar un nuevo gobierno central, de características federales, caducando el centralista, unitario, que hasta entonces regía en Buenos Aires. También, en su artículo 10º, se comprometían los caudillos a consultar con Artigas los términos del Tratado, “aunque las partes contratantes están convencidas de que todos los artículos arriba expresados son conformes con los sentimientos y deseos del señor capitán general de la Banda Oriental, don José Artigas, según lo ha expuesto el señor gobernador de Entre Ríos, que dice hallarse con instrucciones privadas de dicho Señor Excelentísimo.”
Ramírez, que firmará con el inexistente cargo de “gobernador de Entre Ríos”, que astutamente le reconociera el representante porteño, hasta entonces conducía la guerra en el frente occidental como lugarteniente de Artigas, quien había sido tajante en sus instrucciones: “No admitirá otra paz que la que tenga como base la declaración de guerra al rey D. Juan (Emperador de Portugal con sede en Río de Janeiro, invasor de la Banda Oriental) como V. E. quiere y manifiesta en su último oficio”, le había escrito en diciembre de 1819. Por su parte Estanislao López también escribirá a Ramírez el 13 de noviembre de ese año al ponerse a sus órdenes conforme a las instrucciones del Protector: “S. E. el general Artigas, por el clamor de los pueblos, nos manda exigir al Directorio, antes de entrar en avenimiento alguno, la declaratoria de guerra contra los portugueses que ocupan la Banda Oriental, y el establecimiento de un gobierno elegido por la voluntad de las Provincias que administre con base al sistema de federación por el que han suspirado todos los pueblos desde el principio de revolución”.
Pero un mes antes de la firma del Tratado, el 22 de enero a la madrugada, los portugueses habían caído sobre el raleado ejército artiguista en Tacuarembó y acuchillado a mansalva a sus hombres sin darles tiempo ni a enfrenar los caballos. Los que sobreviven llegan a Mataojo, donde el caudillo recibe con estoicismo la noticia. Para colmo de males se entera de que sus lugartenientes, los indomables y hasta entonces leales jefes guerrilleros Rivera y Otorgués, se han pasado a los invasores, finalmente seducidos por sus insistentes promesas…
Sus aliados, López y Ramírez, enterados el 17 de febrero de la catástrofe sufrida, fueron seducidos por un Sarratea que, sabedor de la pobreza a que el autoritarismo porteño ha sumido dichas provincias, sacaría provecho de ello ofreciéndoles el oro y el moro para que consolidasen su poder en sus territorios. Con promesas de respeto y no agresión recíprocas se firmó el Tratado el 23 de ese mes, apenas un día después de iniciadas las deliberaciones, dejando de lado la cláusula que más importaba a don Gervasio y a tono con los deseos de Buenos Aires.
Ello despertó la indignación del caudillo oriental, quien escribiría a Ramírez: “El objeto y los finales de la Convención del Pilar celebrada por V.S. sin mi autorización ni conocimiento, no han sido otros que confabularse con los enemigos de los Pueblos Libres para destruir su obra y atacar al Jefe Supremo que ellos han se han dado para que los protegiese. (…) Y no es menor crimen haber hecho ese vil tratado sin haber obligado a Buenos Aires a que declarase la guerra a Portugal, y entregase fuerzas suficientes y recursos bastantes para que el Jefe Supremo y Protector de los Pueblos Libres (es decir él mismo) pudiese llevar a cabo esta guerra y arrojar del país al enemigo aborrecible que trata de conquistarlo. Esta es la peor y más horrorosa de las traiciones de V.S.”
El “Supremo Entrerriano” no demora su desaprensiva réplica: “La Provincia de Entrerríos no necesita su defensa ni corre riesgo de ser invadida por los portugueses, desde que ellos tienen el mayor interés en dejarla intacta para acabar la ocupación de la Provincia Oriental a la que debió V.S. dirigir sus esfuerzos (…) ¿Por qué extraña que no se declarase la guerra a Portugal? ¿Qué interés hay en hacer esta guerra ahora mismo y en hacerla abiertamente? ¿Cuáles son los fondos de los Pueblos, cuáles sus recursos?”.
No se le ocultaba a los firmantes que Artigas reaccionaría militarmente contra lo convenido en Pilar, un indudable logro de los porteños que con sus “fondos” y sus “recursos” a los que se refirió el entrerriano cambiaron la derrota militar por el triunfo diplomático pues lograron introducir la discordia y la división en la imbatible alianza de caudillos populares. Nuevamente habían primado los ingresos de la aduana y del puerto que servirían para equipar a López y especialmente a Ramírez para enfrentar la reacción de quien acababa de cruzar vencido el Uruguay con sólo 16 compañeros de infortunio, pero cuyo prestigio entre las masas litorales seguía indisputable. Su grito de guerra contra los traidores vendidos a los porteños sería escuchado por la mayor parte de los entrerrianos, correntinos y misioneros que correrían a formar bajo la vieja y gloriosa bandera que tantas derrotas había infringido a españoles y portugueses.
Fue tanta la preocupación de los firmantes del Tratado por la ira del oriental que en un “convenio secreto” o “solemne compromiso” que no se llevó a la ratificación de la Junta porteña dispusieron la entrega de tropas, armas y la escuadrilla fluvial al entrerriano. Vicente López habla de 1.500 fusiles, otros tantos sables, tercerolas, y además municiones, artillería, cuerpos estables y 200.000 duros; entre los destacados oficiales porteños que pasaron a servir a las órdenes de Ramírez estuvo Lucio N. Mansilla, años mas tarde héroe de la Vuelta de Obligado. La cifra de los suministros, o del soborno, según otros autores fue mayor: el 4 de marzo Sarratea habría ordenado la entrega a Ramírez de 25 quintales de pólvora, otros tantos de plomo, 800 fusiles y 800 sables; el 13 el insaciable Ramírez pidió por nota a Sarratea en virtud “de lo acordado secretamente por separado” se completase el armamento “teniendo en consideración para este suplemento el interés propio de esta ciudad, como de todas las demás provincias de la Federación en mantener la libertad de Entre Ríos (…) debemos abrir una campaña en el rigor del invierno contra enemigos comunes (Artigas) que a todos nos interesa destruir (…) Yo quedaría satisfecho en que se doblase el número de armas y municiones”.
Ramírez se adelanta con sus montoneras a recuperar su villa natal, Arroyo de la China (hoy Concepción del Uruguay), pero Artigas lo derrota en Arroyo Grande primero, en las Cuachas más tarde. El entrerriano, que se ha encerrado en la Bajada, recibe allí el grueso de la ayuda porteña y consigue gracias a la artillería y regimientos de infantería desquitarse en ese mismo lugar. Después ambos se trenzan como jaguares, y en Sauce de Luna, Yaquerí, Abalos y el combate naval del río de Corrientes, Ramírez arrastra a Artigas hacia el norte para arrojarlo finalmente, con su caballo y un solo ordenanza, en territorio del Paraguay, de donde el antes poderoso Protector de los Pueblos Libres no habría de salir jamás, quizás por las presiones de los gobiernos porteños sobre el dictador paraguayo Gaspar Francia.
¿Cuál fue el pecado de Artigas para concitar tanto odio? Muchos años después, al recibir en su retiro-prisión paraguayo de Curuguaty la visita del general José María Paz, el ya anciano jefe oriental le manifestó: “Yo no hice otra cosa que responder con la guerra a los manejos tenebrosos del Directorio y a la guerra que él me hacía por considerarme enemigo del centralismo, el cual sólo distaba un paso entonces del autoritarismo hispánico. Tomando por modelo a los Estados Unidos yo quería la autonomía de las provincias, dándole a cada Estado su gobierno propio, su constitución, su bandera y el derecho de elegir sus representantes, sus jueces y sus gobernadores, entre los ciudadanos naturales de cada Estado. Esto era lo que había pretendido para mi provincia y para las que me habían proclamado su protector. Hacerlo así hubiera sido darle a cada uno lo suyo. Pero los Pueyrredones y sus acólitos querían hacer de Buenos Aires una nueva Roma imperial, mandando sus pro-cónsules a gobernar a las provincias militarmente y despojadas de toda representación política, como lo hicieron rechazando los diputados del Congreso que los pueblos de la Banda Oriental habían nombrado, y poniendo precio a mi cabeza”.
Artigas también será expulsado de la historia que nos cuentan, donde sólo tendrá lugar como “prócer uruguayo”, retaceándole el merecido lugar de ser también héroe de la independencia rioplatense y americana. Asimismo cabe aclarar, disipando un malentendido que nada tiene de ingenuo, pues no fue ése el motivo de su conflicto con Buenos Aires, que don Gervasio no fue partidario de separar a la Banda Oriental de las Provincias Unidas, lo que fue por él proclamado en reiteradas oportunidades, como lo hizo el 9 de julio de 1814 en el Fuerte de Montevideo, cuando el Director porteño Posadas lo había declarado “traidor a la Patria” y puesto precio a su cabeza: “El Gobierno Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata será reconocido y obedecido en todas la Provincia Oriental del Uruguay, como parte integrante del Estado que ambas componen” ( Archivo General de la Nación).
Lo que nunca se le perdonó al “Protector de los Pueblos Libres” fue que sus delegados a la Asamblea del año XIII – por ello no fueron aceptados- propusieran una organización federal de estados autónomos, que las rentas de la Aduana se repartieran entre todas las provincias y que la capital no estuviera en Buenos Aires.