NEO-REVISIONISMO Y DEBATE HISTÓRICO

No existe la historia objetiva.  Quien lo pretenda denunciará su adscripción a la versión validada por el sistema dominante en lo político y en lo económico, aquella que pretende ser aceptada como “natural”, como inobjetable. La “historia oficial”, la que escribieron los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX y su espíritu reproduce la ideología oligárquica, porteñista, liberal en lo económico pero autoritaria en lo político, antihispánica y anticriolla de aquellos cuyo proyecto de país estaba resumido en el dilema sarmientino entre “civilización”, lo europeísta-porteño, y “barbarie”, lo criollo-provincial. Lo ajeno superior a lo propio, por lo que de allí en más resultaría  “patriótico” someterse a sus intereses y, de paso,  sacar provecho personal de ello.

Ese diseño es el que se prolonga hasta nuestros días, con las variaciones impuestas por épocas y circunstancias, y a su calor se desarrolló la historiografía que le era funcional, sustentada por ceremonias escolares, libros de texto, cátedras universitarias, academias  y el dominio de los mecanismos de prestigio y de obtención de empleos, becas y  subsidios.      

Contra esa versión tendenciosa surgió en el pasado el “revisionismo  histórico” siendo su pionero Adolfo Saldías, integrante de la elite que a fines del siglo XIX manejaba el país desde el Club del Progreso y el Jockey Club, quien se propuso escribir una biografía de Juan Manuel de Rosas.

, y hoy el “neo-revisionismo” definido con acierto involuntario por quien comentó con pretendida ironía uno de mis libros: “(O’Donnell) se resiste a renunciar a interpretar la historia en los términos de un antagonismo en el que un pueblo, víctima de sus dirigentes, vive sólo para ser engañado, agraviado y despojado de su pasado y de su identidad”. Lo ejes del neo-revisonismo, en su análisis histórico, es la lucha de clases, que no ha expirado porque el bloque comunista se haya desfondado, y  la oposición entre nacionalismo y “vendepatrismo”.

La repercusión de programas de televisión y radio, libros y artículos que responden a nuestra corriente es grande, lo que parece perturbar al minoritario grupo autodecretado  como  representantes de la historia consagrada, en realidad defensores de los privilegios que ello le confiere,  que petulantemente acusan a nuestros seguidores de ser “lectores perezosos”  o de ser emergentes de la “degradación cultural”, argumentos demasiado próximos a los de la derecha cuando, ante sus magros resultados electorales, concluye que “la gente no sabe votar”. También se nos acusa de “bestselleristas”, como si conociéramos alguna forma envidiable y aviesa de embaucar a los compradores de libros, secreto que es evidente que nuestros críticos desconocen. También de ser “divulgadores”, categoría supuestamente inferior, aunque son condescendientes con Félix Luna, divulgador siempre sumiso a la historiografía oficial. A los revisionistas de antes, igual que hoy a nosotros, se los acusaba de no hacer aportes historiográficos valiosos, como si debatir sobre las ideologías impregnantes no lo fuera; además ahí están, entre otros textos,  el reciente “Perón” de Galasso o mi “Che”, sustentados por una meticulosa y trabajosa investigación que careció del sustento de cargos, becas y subsidios, privativos de quienes nos cuestionan.

Hubo un revisionismo de derecha – Ibarguren, Irazusta, Gálvez-  pero el más destacable fue el consustanciado con el despertar nacional y popular de los 40 y 50. Reconozco a José María Rosa como a mi maestro y son para mí inolvidables las charlas bien regadas de vino que sosteníamos en la Barra de Maldonado, a orillas del brioso Atlántico, en los restos  de la aduana colonial que le hacían de hogar. Es de destacar también un revisionismo de izquierda acaudillado por Jorge Abelardo Ramos y  Blas Alberti.

Los textos de los revisionistas de los ´60 también alcanzaron gran difusión, particularmente la “Historia Argentina” de José María Rosa y “La formación de la conciencia nacional” de Hernández Arregui – ambos excluídos del reconocimiento académico o universitario- , sobretodo durante la etapa de la resistencia peronista 1955-1975 en que se reivindicó las guerrillas de los caudillos contra el poder minoritario y despótico de su época.

Coincidían en la necesidad de revisar esa versión “oficial” que para  sostener el andamiaje social, económico y cultural que se pretendía para nuestra patria le fue indispensable, por ejemplo,  ensalzar al protoliberal y probritánico  Bernardino Rivadavia, premiarlo con la que suponemos es la avenida más larga del mundo, e indultarlo de su boycott a San Martín, de la entrega de la Banda Oriental al Brasil, de los negociados inaugurales del empréstito Baring, de la Famatina Mining (su denuncia le costará la vida al gran  Dorrego)y del ominoso Banco de Descuentos. También idealizar a la generación del 80, la supuesta “argentina rica” donde la inmensa mayoría se debatía en la miseria mientras los insólitamente prósperos se sostenían sobre el fraude electoral, la represión policial y la ley de Residencia. Como contrapartida rescatar de la deformidad y jibarización a los líderes populares como Artigas, Guemes, el mejor Perón, y aliviar de su “militarización” a personalidades de pensamiento incómodo para el poder de su época como San Martín y Belgrano, que pagaron con el desdén y la ingratitud de sus contemporáneos.

No es fácil ser “políticamente incorrecto”, ir a contrapelo de la historiografía “comm’il faut”. Rosa supo mucho de indiferencias e injurias y, como él,  será cuestión de ir acostumbrándose, como antes lo hicieron Hernández Arregui, Jauretche y Scalabrini Ortiz,  y ahora lo hacen Galasso, Pigna, Chumbita, Balmaceda y otros. Seguramente no es ajena a ello la grosería con que el programa “Historia confidencial” fue eliminado por las actuales autoridades del canal de TV  estatal.

Norberto Galasso, admirable historiador, escribirá sobre uno de los más airados de nuestros críticos que se muestra “más preo­cupado por convertirla ( a la historia) en instrumento de una carrera productiva, capaz de catapultar al éxito, de establecer vínculos con asociaciones o fundacio­nes que prodiguen becas o en ubicarse en asesorías de editoriales, es de­cir, la carrera de historiador como profesión lucrativa colocando, en pla­no secundario, la inquietud investigativa dirigida a bucear en lo mas pro­fundo de lo ocurrido en el país”.

Felipe Pigna, durante una entrevista, señaló que la necesidad de no contradecir a quienes aparecen como sus “patrones”, lleva a los “historiadores oficiales” y activistas del anti neo-revisionismo a ocuparse de los microtemas para no comprometerse con los temas amplios y conflictivos. “Prefieren el árbol al bosque, tanto que en la Facultad de Historia de la UBA no se enseña debidamente a San Martín. Es tan disparatado como que en La Sorbona no se enseñase Napoleón o en la UCLA se obviase a Washington”.

Por su parte Hugo Chumbita escribió: “A nadie escapa que esta tendencia (el neo-revisonismo) conmueve las estatuas del Olimpo liberal, esas cuyos nombres siguen siendo las de las calles más importantes de nuestras ciudades, y en las que no se puede dejar de ver a los precursores de calamidades como el endeudamiento externo o el desprecio por el pueblo (…) Ese es un déficit de la historiografía académica, volcada a indagar con excesiva prudencia los intersticios que no contraríen la historia oficial o, en sus proyecciones mas ambiciosas, demasiado complaciente con los poderes del establishment del pasado y del presente”.

En resumen: Si estuviéramos discutiendo sobre el pasado no molestaríamos a nadie. Los pueblos buscan su identidad en la historia y lo que está pasando hoy  hace ver el futuro con optimismo, porque el interés por revisar la historia siempre ha sido la antesala de cambios políticos importantes. El ejemplo de FORJA es claro. Por ello seguiremos adelante, aún al precio de enfrentar la intolerancia de quienes no saben debatir.

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