LA MUERTE EN LA VIDA MODERNA
En los días que corren parecen exacerbados los artilugios humanos para negar, o al menos postergar, la conciencia de la muerte. Las cirugías estéticas, las tinturas capilares, las lipoaspiraciones, los cosméticos “antiage”, los tratamientos rejuvenecedores, los medicamentos antioxidantes, venden la ilusión del conjuro de la vejez y, por carácter transitivo, de la muerte.
El ser humano es el único animal que sabe que va a morir y es ésa una vivencia difícilmente tolerable. Los agnósticos adjudicarán a dicha angustia el nacimiento de las religiones con su conveniente promesa de vidas posteriores; también la esencia de la filosofía sería ofrecer la ilusión de que se puede anular por medio del ordenamiento lógico de las palabras aquello que pertenece a lo inexplicable. Puede especularse, asimismo, que el vigor de la ciencia responde manifiestamente al deseo de manipulación de la naturaleza pero que su principal objetivo, anidado en el inconciente colectivo, es la “vacuna” contra la mortalidad. “Conquistando territorios y venciendo a enemigos, cazando a enormes bestias feroces, descubriendo nuevas formas de energía y realizando obras que prevengan o controlen las amenazas de las fuerzas naturales, por medio del arte, de la ciencia y de las fiestas, los colectivos humanos se empeñan en garantizar la victoria de la vida contra la usura de la muerte” (F. Savater, “Diccionario Filosófico”).
La negación de la muerte también es notoria en S. Freud, quien no le prestó una especial atención al tema, privilegiando por ejemplo la angustia de castración por sobre la angustia de muerte. El creador del psicoanálisis parece convencido de que el inconciente es inaccesible a la representación de nuestra propia muerte y que ella solo asoma en el espejo de la identificación con la muerte de un otro amado. J. Laplanche escribiría que “en el psicoanálisis la muerte es un personaje mudo en la práctica clínica”.
San Agustín en sus “Confesiones” narra que su primer contacto con la muerte fue cuando falleció un amigo muy querido víctima de lo que llamó “la enemiga crudelísima”. Asume entonces que todo lo que vive en este mundo debe morir y que por lo tanto es inútil lamentarse por ello. “Sólo está libre de perder a ninguno de sus amados quien los ama a todos en quien nunca puede perderse ni faltar, ¿y quién es éste sino nuestro Dios?”.
La posición de los ateos, descreídos de un más allá, la expresó Nietzsche en varios textos protestando que postular “otra vida” es traicionar a “esta vida”, la única que tenemos, pues así sería sólo un lugar de tránsito. Nietzsche proponía en cambio su exaltación, “amor fati”, amor a lo que es. En la misma línea Alain Badiou propone erradicar de la filosofía el motivo de la finitud y aceptar, con alegría y sin plantear trascendencias ni exigir promesas, lo que simplemente nos sucede. “Aquí es donde no se nos ha prometido nada, excepto la posibilidad de ser fieles a lo que nos sucede” ( “Breve Tratado de Ontología Transitoria”).
Lo cierto es que tememos lo que no conocemos y damos por sentado que es temible. A ello se resistía Sócrates: ” Quizá la muerte sea la mayor bendición del ser humano, nadie lo sabe, y sin embargo todo el mundo le teme como si supiera con absoluta certeza que es el peor de los males”.
Desde cualquiera punto que se la mire la negación de la muerte es una empresa condenada al fracaso y asumirla ayuda a darle un sentido más pleno a la vida, se sea o no religioso. Martin Buber, en sus “Cuentos jasídicos”, relata que el Rabí Búnam yacía en su lecho de muerte. A su lado su esposa sollozaba. “¿Por qué lloras?”, le dijo, “dediqué toda mi vida a aprender a morir”. Una de las consecuencias dramáticas del no prepararse para la muerte es el derrumbe psicológico producido por la certeza o sospecha de sufrir una enfermedad. Eso mismo está en la base de esa difundida patología moderna que son los devastadores “ataques de pánico”.
Volvamos a citar a San Agustín: “Comenzar a vivir en el cuerpo es estar en la muerte. El hombre no está nunca en la vida, aunque viva en el cuerpo, ya que es más bien un muriente que un viviente”. Ya en sus “Epístolas” Séneca había escrito: “No caemos de improviso en la muerte, sino que procedemos hacia ella paso a paso: morimos cada día”. En sus conocidas “Coplas a la muerte de su padre”, Jorge Manrique expresaba el mismo concepto: “Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando…”. También Jorge Luis Borges se ocupó del tema en su poema “Recoleta”: “La muerte es vida vivida, / la vida es muerte que viene”.
La futilidad de negar la muerte está inmejorablemente expresada en una conocida leyenda de origen persa contada por Farid al-Din Attar´, en la que un siervo muy angustiado le pide a su amo un caballo veloz para huir hacia Samarkanda. Ante la pregunta de su amo le cuenta que ha encontrado a La Muerte en el mercado y ésta le ha hecho una mueca de amenaza. El señor accede al pedido y más tarde, cuando baja al mercado, también se topa con La Muerte. “¿Por qué has asustado a mi siervo?”, le pregunta. “No lo he asustado, la mía ha sido una expresión de sorpresa de encontrarlo aquí porque tenía entendido que teníamos una cita esta noche en Samarkanda”.
Se trata entonces de vivir con la conciencia de la propia muerte y lograr que esta vida que nos ha sido dada tenga un sentido, que justifique nuestra presencia en el mundo. No es criticable seguir las modas del mercado que sagazmente se aprovecha del humano deseo de inmortalidad borrando canas, arrugas y adiposidades, pero debe entenderse que éstas son señales que nos indican el paso del tiempo en nuestros cuerpos y, por ende, la mayor proximidad de la muerte. Ello debería azuzarnos en poner empeño en cumplir con nuestros objetivos y en esmerarnos en comprometernos con los valores que hacen más llevadera la vida para nosotros y para nuestros prójimos.
El mecanismo más humano, y lamentablemente más eficaz, de negar la muerte es la postergación. Es decir dilatar decisiones, expresiones o placeres como si el tiempo fuera infinito y nosotros inmortales. “Ya habrá tiempo para todo”. Una de las más gravosas consecuencias de esta argucia es la de postergar la expresión de nuestros sentimientos a quienes amamos, de manera que cuando algún ser querido fallece nos atormentamos por no haber sabido decir “te quiero” o “gracias” o “perdón” a pesar de las oportunidades que tuvimos para hacerlo. Es que allí, según el mecanismo de negación, nadie iba a morir. Si usted ha llegado hasta este punto de la lectura no pierda tiempo y comience a desterrar su avaricia afectiva hoy mismo. El principal beneficiado será usted mismo.
Una de las perversiones de la vida moderna es la “muerte borrascosa”, como la llamó Phillipe Ariès. Es aquella en que nos extinguimos en ambientes médicos atravesados de cánulas, conectados a respiradores artificiales, sedados hasta la inconciencia, nuestras existencias prolongadas violentando el ciclo natural para satisfacción de una ciencia cuya derrota ante la muerte será de todas maneras inevitable. Lo contrario es la “muerte mansa”, la que sobreviene en el hogar, rodeados de parientes y amigos, “confirmatoria de los vínculos de solidaridad comunitaria y social, prevista con certidumbre y aceptada sin un miedo mutilador” (Daniel Callahan). Es la muerte que nos permitió a hijos, nietos y bisnietos, hace pocos días, en torno a su cama, acompañar a Susana, mi madre, hacia el Misterio. Es la muerte que relata Efrem, el personaje de “Pabellón de cancerosos” de Soljetitsin: “No se engreían, no luchaban contra ella ni alardeaban de que no iban a morir (…) No daban largas a arreglar sus cosas, se preparaban en silencio y con tiempo, decidiendo a quién le tocaría la yegua, a quién la potra, y partían con facilidad, como si se mudaran a otra casa”.
Seamos entonces peregrinos que dan sentido a su andar por los caminos de la vida sabiendo que en algún momento nos desplomaremos a un costado y aceptemos que recién entonces sabremos si allí todo termina o si es sólo un volver a comenzar. Pero de una u otra manera, si hemos vivido para bien morir, nuestra existencia estará justificada.