HISTORIA Y PSICOANÁLISIS
Puede decirse que el discurso que sostiene a una sociedad organizada como nación es el discurso histórico estructurado como textualidad. De allí su importancia. De allí también lo decisivo de sus ausencias o de sus tergiversaciones y la consecuencia de síntomas y fallas en la identidad colectiva. Quizás es allí donde puedan encontrarse algunas razones para entender por qué nuestra Argentina ha sido tan propicia al avasallamiento de la globalización.
Me permitiré comenzar esta exposición retrocediendo algunos años. Cuando me desempeñaba como embajador en Bolivia tuve a mi alcance riquísimas investigaciones historiográficas de especialistas bolivianos, poco difundidas debido a la debilidad de su industria editorial. Eran textos fotocopiados, mimeografiados o publicados en ediciones muy limitadas a costa del autor. Dichos textos se ocupaban de su propia historia, la del Alto Perú, como se llamaba su territorio mientras formó parte en primera instancia del Virreynato del Río de la Plata y luego de las Provincias Unidas, hasta que se independizó por impulso del Mariscal Antonio Sucre luego de la decisiva batalla de Ayacucho.
Es decir que los historiadores bolivianos, cuando se ocupan de su historia, escriben también sobre la nuestra porque fue en su territorio donde se produjeron la mayoría de los encuentros entre los ejércitos patriotas que subían desde el Río de la Plata y los realistas que bajaban de Lima. Fue allí donde tuvieron lugar las batallas de Sipe- Sipe, Vilcapugio, Ayohuma, Suipacha, etc.
Mientras leía esos textos encontraba personajes o episodios desconocidos, no reflejados por la historia argentina que me habían enseñado, que me divertían, me sorprendían, me indignaban, y entonces copiaba o recortaba y guardaba dichos fragmentos en un cajón. Una noche, apremiado por mi editorial que me urgía el envío de un libro prometido y que no había escrito, desparramé esos recortes sobre el piso y les di un orden posible. Luego, convencido de que lo que me esperaba era el rechazo y la reconvención envié el original a Buenos Aires.
Entonces sucedió lo inesperado: “El grito sagrado” se convirtió en un éxito y vendió más de cien mil ejemplares y aún hoy sigue vivo.
Era 1997 y abrió el camino de otros autores que, de buena o de mala manera, se incorporaron a la huella abierta: Felipe Pigna, Jorge Lanata y otros.
Comprendí recién entonces que mi libro significaba algo que se me había escapado en un primer momento: lo publicado no era aquello que nuestra historia oficial había pasado por alto sino aquello que obvió y tergiversó por razones de conveniencia. Ello me encolumnaba con el revisionismo histórico y me fue claro la influencia que habían dejado en mí las conversaciones con José María Rosa, Pepe Rosa, la columna vertebral de dicha orientación historiográfica, a quien visité con frecuencia en su casa en la Barra de Maldonado cuándo ésta distaba de ser el lugar fashion de hoy. Son imborrables para mí las imágenes de aquel anciano sabio, de blanca barba e infaltable pipa apagada en sus labios, que dialogaba con voz broca y serena ganándole apenas al sonido del oleaje rompiendo contra las rocas de aquella casa que había sido aduana en tiempos de la colonia.
¿Qué es la historia oficial? Es la que escribieron los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX y su espíritu no pudo sino reproducir la ideología oligárquica, porteñista, liberal en lo económico y autoritaria en lo político, antihispánica y anticriolla de aquellos cuyo proyecto de país estaba resumido en el dilema expresado por su vocero, Sarmiento, entre “civilización”, lo europeísta-porteño, y “barbarie”, lo criollo-provincial. Estaban convencidos del país que querían y lo llevaron adelante sin reparar en medios, fuesen pacíficos o violentos. En su aspiración de progreso diseñaron una sociedad a la imagen y semejanza de las naciones poderosas de la época y copiaron sus instituciones y sus cartas magnas sin reparar que ellas respondían a circunstancias e idiosincrasias ajenas a las raigalmente nuestras. Pero, esencialmente, se propusieron que la clase dirigente de la Argentina, que en su criterio no iba más allá de Buenos Aires y de la extensión de la pampa húmeda hacia Córdoba y el Litoral, pensara, creara y actuara como británicos, aunque incorporando influencias culturales francesas. Luego aparecerían también las influencias norteamericanas. Para los vencedores de Caseros, Cepeda, Pavón y la Guerra de la Triple Alianza civilizar fue desnacionalizar. De allí nuestras costumbres, nuestros gustos, nuestra arquitectura, nuestros deportes, nuestros vicios. Nuestra historia.
Para llevar a buen puerto ese proyecto de organización nacional consideraron imprescindible renunciar a lo criollo y a lo hispánico que constituían la identidad medular de lo argentino. Comenzar de cero, imaginando haber nacido del otro lado del océano. O en el hemisferio norte. Sus ideólogos, en especial Sarmiento y Alberdi (éste antes de su conversión y de su conflicto con el sanjuanino), bregaron por la transformación de la Argentina en lo que no era pero que ellos consideraron que debía ser.
Debieron enfrentar una dificultad supina: los sectores populares y mayoritarios, la plebe, según su concepción no servían para el proyecto “civilizador”. No olvidaban que era contra ellos que habían combatido a lo largo de los años de guerras civiles pues los criollos, los indios, los gauchos, los mulatos, los orilleros habían sido leales, en su inmensa mayoría, a quienes representaron sus intereses ante el despotismo porteño: Artigas, Dorrego, Rosas, Ramírez, Peñaloza, Felipe Varela. Todos ellos, vale apuntar, de finales trágicos.
Desde un punto de vista descriptivo Freud definió al trabajo psicoanalítico como el llenar las lagunas mnésicas con lo reprimido vuelto conciente. Esa es, si se me perdona tan grosera traspolación, la tarea del revisionismo histórico. Devolver al discurso histórico que sostiene a nuestra patria aquello que le fue escamoteado, oscurecido o tergiversado por razones políticas que, siempre es así, encubren intereses económicos.
Veamos un ejemplo de cómo un hecho histórico puede ser contado de distinta manera y ello dista mucho de ser banal. ¿Cuál es la primera imagen que la escuela nos da de nuestros sectores populares, de nuestros cabecitas negras? Las noticias que el extremeño Núñez de Balboa hizo llegar del descubrimiento, el 25 de septiembre de 1513, del “Mar del Sur” (Océano Pacífico), llegaron a España y urgieron a sus reyes a enviar una armada para encontrar el canal interoceánico para franquear el nuevo continente y así extender sus dominios por el oeste de las Indias Occidentales. La suerte no acompañaría a dichos conquistadores pues toparon con aquellos a quienes la historia que siempre nos enseñaron describe como fieras con forma humana que se abalanzaron sobre aquellos blancos europeos con los que nos es fácil identificarnos y no se conformaron con matarlos sino que además se los comieron. Ello los diferencia de los aztecas que confundieron a Hernán Cortés y los suyos con dioses a los que reverenciar. También de los incas, demasiado ocupados en la guerra civil entre Atahualpa y Huáscar como para prestar atención a Pizarro y los otros intrusos.
Nuestros querandíes, en cambio, deben ser reconocidos como más sagaces que sus hermanos americanos ya que no dudaron de que esos recién llegados desde el horizonte eran enemigos y como tal los trataron. No se dejaron impresionar por aquellas naves descomunalmente más imponentes que sus piraguas, por aquellos desconocidos animales que arrojaban humo por sus narices y corrían a la velocidad del rayo, tampoco por aquellas pieles rígidas que sus flechas no atravesaban y que refulgían al sol como la plata que los conquistadores anhelaban.
Cabe descartar el tema del canibalismo por parte de nuestros antepasados ya que está confirmado que no lo hubo en estos territorios. Tampoco en el resto de América, salvo escasas excepciones, pero el tema tuvo amplia difusión puesto que ello tenía por objetivo horrorizar a los europeos y así justificar las intervenciones “civilizadoras” que provocaron la casi extinción de los habitantes americanos. En cambio el cronista alemán Ulrico Schmidl, integrante de la segunda expedición al Río de la Plata capitaneada por Pedro de Mendoza, dará cuenta de canibalismo por parte de los españoles, sitiados y hambreados por los indómitos americanos.
Es decir que las versiones de la nefanda suerte de aquellos primeros españoles que se atrevieron a hollar las tierras de lo que hoy es nuestro país, “el sitio donde Juan Díaz ayunó y los indios comieron” al decir del Borges genial y europeizante, han sido siempre expuestas con solidaridad hacia los conquistadores, lo que constituirá el acto inicial del drama de una Argentina siempre pensada desde otros.
Otra: Connotar positivamente a Rivadavia, declararlo el civil más importante de la Argentina, un adelantado a su tiempo, es establecer un criterio normativo acerca de lo bueno y lo malo. Porque si Rivadavia merece la avenida más larga del mundo, la que bautiza a las calles de Buenos Aires a uno y otro lado de su trazado, queda legitimado su extremado porteñismo en desmedro de las provincias, su subordinación a la potencia de turno (entrega de la Banda Oriental), la confusión de lo público y lo privado, el endeudamiento expoliatorio y venal de la economía del país en beneficio de una casta de privilegiados, la especulación financiera que hizo su debut en el Banco de Descuentos por él fundado. Ello es lo que “naturalizó” todo lo que vino después, hasta nuestros días. La exaltación de Rivadavia se complementa con la de la generación del 80, que gobernó el país con fraude, represión, ley de Residencia; el mito de la Argentina rica que en realidad se trató de un grupo de argentinos enriquecidos, en un escenario de miseria colectiva, por haber monopolizado los ingresos de una circunstancia internacional que pagó los productos agrícola- ganaderos a precio de oro. Lo callado es que fue una generación corrupta y violenta que se apropió de las ubérrimas tierras fértiles (Conquista del Desierto). Sin la entronización de Rivadavia y de la Generación del 80 no hubieran sido posibles los Victorino de la Plaza, los Federico Pinedo, los Martínez de Hoz, los Domingo Cavallo.
Lo que falta: la Vuelta de Obligado. Sentimiento de nacionalidad, de defensa ante los intereses ajenos a los propios.
Lo jibarizado-rotulado: Artigas, Quemes, Dorrego. Respeto a las demandas populares, su homologación con el atraso.
Lo mutilado: parcialización de Sarmiento.
Id. San Martín.
Resumiendo: quizás mi adhesión al revisionismo histórico esté emparentada con mi vocación psicoanalítica ya que en ambos casos se trata de develar lo oculto, recordar, devolver a la cadena aquello que no está y que por no estar se hace notar donde puede. Es claro que, de ser cierto esto, el debate historiográfico va mucho más allá de sus fronteras y, parafraseando aquella ingeniosa bajada de una revista que proclamaba que su intención era ser un aporte a la confusión general, posiblemente la restitución al discurso histórico de lo escamoteado tendenciosamente pueda significar un aporte al esclarecimiento general necesario para pensarnos mejor como país y como compatriotas, es decir etimológicamente “hijos de un mismo padre”.