FELIPE VARELA
Hemos dicho ya que los caudillos son personajes malditos de nuestra historia oficial porque fueron los intérpretes de la supuesta “barbarie”: la resistencia de las provincias a someterse al dominio económico, político y cultural de Buenos Aires que más allá de los propósitos libertarios y republicanos de algunos de los hombres de Mayo, luego pareció empeñado en sustituir a la metrópoli hispánica en la explotación “colonial” del resto del territorio de las Provincias Unidas. Las cosas cambiarían en tiempos de Rosas a pesar de que las rentas aduaneras seguirían siendo porteñas. Pero “los ganaderos bonaerenses no eran sólo los primeros agentes del capitalismo agrario desarrollado por obra de la complementación económica entre nuestra pampa y los mercados exteriores. Aunque no descendían de los soldados de la conquista sino de la inmigración española del siglo XVIII, eran productores directos de una mercancía arraigada a la tierra, de ahí sus costumbres vernáculas y su original psicología. Sin duda, Rosas era infinitamente más “criollo” que esos tenderos, contrabandistas y comerciantes de Buenos Aires. Extasiados por las novedades ultramarinas, los hijos de estos últimos estudiaban en Europa. A su regreso soñaban con implantar en nuestras llanuras una sociedad que retratara en pequeño aquel universo luminoso y civilizado” (J.A. Ramos)
Los caudillos fueron derrotados en los campos de batalla, a pesar de su coraje, por el mejor armamento y mayores recursos de sus adversarios, también por su natural tendencia a lo anárquico, a su rechazo a las jerarquías, herencia de sus antepasados indígenas y más delante de los gauchos que campeaban libres por territorios sin dueños. Asimismo fueron vencidos en las páginas de nuestra historia consagrada donde se los pintó como bárbaros, feos, desgreñados, crueles, lo que fue coherente con la orientación oligárquica y porteñista de quienes la escribieron.
Uno de los caudillos más denostados y menos conocidos es Felipe Varela, cuyo nombre fue popularizado por una bellísima zamba de la que sus enemigos se apropiaron y le cambiaron la letra para convencernos de que “matando viene y se va”.
Era catamarqueño, parecido físicamente a Don Quijote, cuya acción como figura protagónica se extendió apenas a lo largo de los años 1867 y 1868 a pesar de lo cual tiene bien ganado su lugar entre nuestros caudillos memorables. Había nacido en Guaycama, Catamarca, pero criado en Guadancol, la Rioja. Sus padres fueron Javier Varela e Isabel Rearte y tuvo un hermano, Juan Manuel, de profesión cirujano. Poco se sabe de su niñez y de su juventud aunque algunos afirman que presenció la muerte de su padre en una escaramuza entre unitarios y federales a orillas del río del Valle aunque no puede precisarse de qué lado combatía. Creció a la vera de un caudillejo amigo de su padre, Pedro Castillo, con cuya hija se casó y tuvo varios hijos. Al igual que el Chacho Peñaloza inicialmente se comprometió con la unitaria Coalición del Norte y cuando ésta fue derrotada se exilió en Chile en cuyo ejército sirvió llegando a comandante.
En el país trasandino don Felipe conoció y compartió el concepto americanista de las incipientes naciones independizadas en conversaciones con políticos e intelectuales, quizás entre ellos Juan Bautista Alberdi, que sostenían el ideal bolivariano de una necesaria unión panamericana para enfrentar las ambiciones de las potencias europeas, en especial Gran Bretaña.
Luego de Caseros regresa a la Argentina y fue coronel del ejército de la Confederación Provincial con despacho firmado por Urquiza. A sus órdenes pelea en Pavón y luego de la extraña derrota desilusionado por la defección del entrerriano a su rol de líder de las reivindicaciones del interior ante el despotismo porteño, se alejará de Paraná hacia La Rioja para entrar a las órdenes del Chacho. Luego del Tratado de “La Banderita” que selló un fugaz armisticio entre porteñistas y federales (ver el capítulo dedicado a Peñaloza) el caudillo riojano lo designa jefe de policía y comandante en La Rioja.
A sus órdenes recorre los pueblos de esa provincia y de Catamarca anoticiándose del expandido rencor hacia los porteños y sus aliados de la clase “decente”. F. Luna transcribe el informe de un adversario: “Actualmente se halla aquí un coronel Varela, jefe segundo del Chacho (…) mandado para trabajar en la plebe y prestigiarse. En las chacras de esta ciudad (del Valle) tiene reuniones constantes con los jefes federales y toda la chusma que se le agrega, donde gritan públicamente contra los liberales y prestigian a los federales”. Y termina con un acertado pronóstico: “Creo que pronto este Varela podrá contar con muchos adeptos”.
Llegarían entonces los malos tiempos para la montonera: Varela y sus jefes aliados, Carlos Angel de Chilecito, y Severo Chumbita, de Aimogasta, son derrotados en “La Callecita” el 31 de marzo de 1863. Luego irán a reunirse con el Chacho con quien pelean en el desastre de “Loma Blanca” y a continuación vendrá otra derrota, esta vez en “Las Playas”, el 28 de junio, que sería el golpe definitivo contra Peñaloza. Se separan y acuerdan reencontrase en Jaguel, cita que nunca se concretará pues el Chacho sería asesinado en Olta.
Muerte seguida de una cruel represión que obligó a Varela a exiliarse otra vez en Chile, desde donde escribirá insistente e infructuosamente a Urquiza instándolo a ponerse al frente de una rebelión antiporteñista, como en la carta del 23 de enero de 1864 desde Copiapó (que transcribimos corrigiendo los errores de ortografía): “Con respecto a la administración del general Mitre, toda la mayor parte de la gente clama al Altísimo que S.E. (Urquiza) monte a caballo a libertar de nuevo a la República porque de lo contrario cae en un Abismo (con mayúscula en el original) y sus habitantes serán víctimas, y tal vez tenga S.E. culpa de esto porque como único salvador de la patria y sus derechos todo habitante clava sus ojos en S.E. pidiendo justicia por no poder soportar por más tiempo la tiranía porteña”. En el final de esa carta, que el entrerriano no contestó, está una de las claves de la insistencia de los jefes montoneros: Urquiza era rico, la provincia bajo su mando era la más próspera luego de Buenos Aires y una guerra no necesitaba sólo coraje, que sobraba, sino también recursos económicos: “Hay gente para formar un ejército pero falta no sólo la orden de S.E. sino algunos fondos por no tener recursos los emigrados”.
En Chile fue testigo del bombardeo de Valparaíso por parte de la flota española al mando del almirante Méndez Núñez sin que la Argentina, evidenciando su escaso espíritu americanista, se solidarizara con las agredidas Chile y Perú. En Copiapó contacta con la Unión Americana presidida por Rafael Valdez y sostiene esclarecedores diálogos con Domingo de Oro. Escribirá: “El gobierno de buenos Aires negó solapadamente la justicia de esta grande idea, negándose a tomar parte en la Unión (Americana) que se consolidaba por medio de un Congreso Americano en Lima”. Efectivamente el canciller argentino Rufino de Elizalde, a mediados de 1862, respondió a la invitación del gobierno del Perú a adherirse a un tratado que establecía el propósito de la integración continental y de un acuerdo de defensa recíproca en caso de agresión europea. Lo hizo poniendo en claro sus relaciones con americanos y europeos: “La República Argentina jamás ha temido por ninguna amenaza de la Europa en su conjunto ni de ninguna de las naciones que la forman”. Afirmación sorprendente cuando hacía pocos años que Francia primero y luego Francia y Gran Bretaña aliadas habían bloqueado el puerto de Buenos Aires y desembarcado tropas que fueron heroicamente rechazadas en la epopeya de la Vuelta de Obligado. Claro que eso no era tenido en cuenta porque había sucedido en tiempos de Rosas y los que ahora gobernaban apoyaron dichas agresiones.”Puede decirse – continuaba el documento de brutal franqueza- que la República está identificada con la Europa hasta lo más que es posible”. También: “No hay un elemento europeo antagonista de un elemento americano; lejos de eso, puede asegurarse que más vínculos, más intereses, más armonía hay entre las Repúblicas Americanas con algunas naciones europeas, que entre ellas mismas”.
Varela acumulaba indignación porque las tropas porteñas continuaban operando para desalojar por la fuerza al federalismo y fue incubando la idea de regresar a la lucha. Su determinación se fortaleció cuando se produjo la declaración de guerra contra el Paraguay, más aún cuando conoció el texto del Tratado secreto firmado por las naciones aliadas y dado a conocer 1866 en Londres. “Guerra premeditada, guerra estudiada, guerra ambiciosa de dominio, contraria a los santos principios de la Unión Americana cuya base fundamental es la conservación incólume de la soberanía de cada república”, opinó el caudillo catamarqueño. Además Mitre apoyaba a Venancio Flores para que se apropiara por la fuerza del gobierno uruguayo, fue ése el origen de la guerra, y en las provincias no se olvidaba que Flores había sido el culpable del masivo deguello de más de trescientos gauchos federales en la Cañada de Gómez, que fueron sorprendidos desprevenidos, durmiendo a la espera de que se resolviera la confusión creada en Pavón por la deserción de Urquiza que se retiró del campo de batalla impávido y al paso lento de su cabalgadura para que quedara claro de que no estaba huyendo.
Los caudillos puntanos Juan y José Felipe Saá se sublevaron a las órdenes de Varela. En un principio se unieron al ejército de Lamadrid que operaba en acuerdo con Juan Lavalle en oposición al gobierno de Rosas. La razón era que el Restaurador no había mejorado las condiciones de miseria en que vivían los habitantes de San Luis. Luego de las derrotas de Quebracho Herrado en 1840 y de Famaillá en 1841 los Saá buscaron refugio entre los indios ranqueles continuando la lucha al frente de malones que solaron la región fronteriza con San Luis y Córdoba. Por fin, luego de seis años, debieron cruzar la cordillera y se radicaron en Chile.
Luego de la caída de Rosas, en 1852, regresaron a la Argentina y se identificaron con la causa de la Confederación urquicista en contra de Buenos Aires. El gobernador de San Luis, Juan Esteban Pedernera, quien había sucedido a Justo Daract, marchó con 600 hombres a unirse al ejército de la Confederación provincial siendo jefes de los contingentes Juan Saá y Antonio Ignacio Quiroga. La batalla con las fuerzas de Buenos Aires tuvo lugar el 24 de octubre de en la cañada de Cepeda con el triunfo de Urquiza sobre Mitre.
A mediados de 1860 se eligió, por voluntad de Urquiza, como presidente de la Confederación Argentina al doctor Santiago Derqui, mientras la vicepresidencia recayó sobre Juan Esteban Pedernera, quien ocupaba la gobernació0n de San Luis. En reemplazo de éste el 24 de febrero Juan Saá fue electo gobernador constitucional de San Luis haciéndose cargo el 3 de marzo de 1860. Durante su gestión dio principal importancia a la educación.
El correntino José Antonio Virasoro fue designado gobernador de San Juan por Urquiza pero un grupo de individuos lo ultimó en su casa junto a todos sus acompañantes, por lo cual el presidente Derqui decretó la intervención de la provincia comisionando al gobernador Juan Saá para que restableciera el orden y garantizara la vida y las propiedades de los habitantes, recibiendo la autorización de movilizar la guardia nacional de San Luis, Mendoza y Catamarca y tomar las medidas que considerase adecuadas.
Mientras tanto el porteñista doctor Antonino Aberastain se hizo cargo del gobierno de San Juan el día 29 de diciembre, no reconoció la intervención de Saá e instó al pueblo sanjuanino a repelerlo por la fuerza. El caudillo puntano, desde Guanacache, informó que actuaba en nombre del gobierno de la Confederación y exigía que las fuerzas provinciales se pusieran a sus órdenes. El 11 de enero de 1861 ambas fuerzas se encontraron en la Rinconada de Pocito, donde luego de tres horas de combate las fuerzas unitarias fueron derrotadas y sus jefes tomados prisioneros. Al día siguiente Aberastain fue ejecutado, provocando una crisis en el débil armisticio entre Mitre y Urquiza.
Saá asumió la gobernación sanjuanina y repuso a la legislatura y a todos los colaboradores de Virasoro, el ex gobernador derrocado. El coronel Iseas, que ya había intentado una revolución contra el gobierno de Juan Saá, durante los sucesos de San Juan y especulando con la derrota de Lanza Seca (apodo de Juan Saá), reinició sus acciones desde Córdoba, organizando el robo de arreos de ganado de la zona de Fuerte Constitucional. El caudillo puntano reclama al gobernador cordobés, De la Peña, que tome cartas en el asunto pero no lo hace. Es entonces que Derqui, presidente de la Confederación, convencido de que el gobernador de Córdoba estaba aliado con Mitre y las provincias del norte, intervino la provincia.
Saá delegó el gobierno y se alejó hacia Córdoba donde luego de entrevistarse con Derqui viajó a establecer su cuartel general en Río IV. Ante la inminencia de la batalla entre la Confederación y Buenos Aires Francia, Inglaterra y Perú intentan la mediación en el conflicto. El día 2 de agosto debían reunirse en la Candelaria Derqui y Urquiza, con los ministros extranjeros y tres días después con Mitre a bordo del “Oberón” para tratar la paz. Mientras Derqui viajaba a la Candelaria, hizo un alto en la posta del Saladillo y remitió una carta a Juan Saá para que se entrevistara con él en ese lugar antes de proseguir viaje. El presidente llevaba en sus bolsillos las cartas de sus amigos de Córdoba, Mateo Luque y Eusebio Ocampo, que le planteaban la necesidad de aumentar el poder y el prestigio del coronel Saá para contrarrestar el del indeciso Urquiza y trasladar la capital de la Confederación a otro lugar del interior del país.
Cuando Derqui retomó el rumbo a la Candelaria cambió su carreta por una volanta, para apresurarse, y dejó olvidadas las cartas que llegaron a manos de Urquiza quien se sintió traicionado.
Quizás esto tuvo alguna influencia en el polémico fin de la batalla de Pavón. Luego de la derrota Derqui elevó al rango de Brigadieres Generales a Juan Saá y a José María Francia. El día siguiente nombra al primero Jefe del Ejército del Centro, con jurisdicción sobre las guardias nacionales de las 10 provincias del interior. Pero la situación estaba ya definida a favor de los porteñistas que lanzaron su ejército a desalojar a los federales de las provincias bajo su dominio. Saá renunció al cargo de gobernador de San Luis y se alejó junto a su hermano Felipe y otros a Mendoza, de donde pasaron a Chile.
El 9 de noviembre de 1866, un contingente de 280 voluntarios acuartelados en Mendoza para ser trasladados al Paraguay, donde debían cubrir las bajas provocadas por el desastre de Curupaytí, se sublevó al grito de “¡Viva la Santa Federación, mueran los salvajes unitarios!”. También se escuchará “¡Vivan nuestros hermanos paraguayos!”. Las tropas que el gobernador Videla manda a reprimirlos se unen a la insurrección y vacían las cárceles de militares, políticos y periodistas que se habían opuesto a la guerra. Será recordada como “la revolución de los colorados” por el cintillo rojo que ceñía sus frentes.
Ante el desfavorable curso tomado por los acontecimientos, el gobernador mendocino escapó a la localidad de San Rafael buscando la protección del comandante Irrazával, el asesino del Chacho. La capital mendocina entró en rebeldía. De Chile llegaban los emigrados federales, entre ellos Juan Sáa, para incorporarse a la insurrección.
Varela escribiría en su “Manifiesto de Potosí”: “La guerra contra el Paraguay jamás ha sido guerra nacional ya que no es una reparación la que se busca sino que los destinos de esa desgraciada república están amenazados de ser juguete de las cavilosidades de Mitre”. Entonces vendió su estancia y con el dinero compró, entre el armamento de deshecho del ejército chileno algunos fusiles Enfield y dos cañoncitos, sus legendarios “bocones”. Reclutó a algunos exiliados con sus mismas rabias y esperanzas y consiguió el apoyo del coronel chileno Estanislao Medina quien aportó dieciséis paisanos. Esto dio pie a algunos historiadores a deducir que el gobierno chileno habría apoyado la incursión del caudillo catamarqueño para introducir inquietud en el país vecino con el que disputaba graves problemas de límites.
Marcos Paz, vicepresidente de la Nación en ejercicio de la presidencia porque Mitre estaba al frente del ejército aliado en Paraguay, le escribe con tanta alarma que don Bartolomé le envía algunas de sus mejores tropas al mando de oficiales de su mayor confianza. Pero como eso se demuestra insuficiente decide su regreso el 9 de febrero de 1867.
Varela había atravesado la cordillera con su magra fuerza de cuarenta hombres en pleno mes de mayo acompañado de una banda de musicantes chilenos que crearían la célebre zamba. Antes del cruce ha escrito a otros federales convocándolos para la insurrección. Así en carta a Rufino Castro Boedo con fecha de 25 de diciembre de 1866 en la que le ofrece animales y vestimenta y un baquiano para que lo lleve a su encuentro. Además le da un consejo porque “la reserva se necesita: si le ha ido mal dígale al propio V. que me diga verbalmente que le ha ido muy bien y que viene mucha gente. Así conviene cuando llega algún chasque en diligencias como ésta”.
Jáchal en San Juan será el centro de sus operaciones y allí acudirán cientos de gauchos de esa provincia , de La Rioja, Catamarca, Mendoza, San Luis y Córdoba, muchos de ellos ex montoneros del Chacho que ven en Varela la reencarnación del inolvidable riojano. A pocos días de llegar sus fuerzas sumaban 4.000 guerrilleros, a quienes les leería la Proclama fechada el 10 de diciembre de 1866 que había ordenado repartir por toda la Republica:
.”¡Argentinos! El pabellón de Mayo, que radiante de gloria flameó victorioso desde los Andes hasta Ayacucho, y que en la desgraciada jornada de Pavón cayó fatalmente en las manos ineptas y febrinas de Mitre, ha sido cobardemente arrastrado por los fangales de Estero Bellaco, Tuyutí, Curuzú y Curupayty. Nuestra Nación, tan grande en poder, tan feliz en antecedentes, tan rica en porvenir, tan engalanada en gloria, ha sido humillada como una esclava quedando empeñada en más de cien millones y comprometido su alto nombre y sus grandes destinos por el bárbaro capricho de aquel mismo porteño que después de la derrota de Cepeda, lagrimeando juró respetarla.
¡Basta de victimas inmoladas al capricho de mandones sin ley, sin corazón, sin conciencia!. ¡Cincuenta mil victimas inmoladas sin causa justificada dan testimonio flagrante de la triste situación que atravesamos!
¡Abajo los infractores de la ley! ¡Abajo los traidores de la Patria! ¡Abajo los mercaderes de las cruces de Uruguayana, al precio del oro, las lagrimas y la sangre paraguaya, argentina y oriental!.”
El último párrafo resumiría la doctrina de la insurrección:
“Nuestro programa es la práctica estricta de la Constitución, la paz y la amistad con el Paraguay y la Unión con las demás repúblicas americanas.
¡Compatriotas! Al campo de la lid os invita a recoger los laureles del triunfo o de la muerte, vuestro jefe y amigo”. Firmaba “Coronel Felipe Varela”.
Son muchas las mujeres que también siguen a Varela. Preparan el rancho y harán de enfermeras, amantes y también empuñarán lanzas y revolearán sables cuando se hace necesario.
“Puede conjeturarse el plan de la guerra de montoneras: Varela debe apoderarse de las provincias del oeste; Sáa y Videla correrse por San Luis y Córdoba hasta el litoral, López Jordán levantar Entre Ríos y apoyarse en los federales de Santa Fe y Corrientes, Timoteo Aparicio invadir el Uruguay con los blancos orientales, Urquiza sería el jefe si aceptaba serlo; de cualquier manera la guerra se haría con Urquiza, sin Urquiza o contra Urquiza” (José M. Rosa).
Saá escribe al entrerriano : “Encargado de trasmitir a V.E. la voluntad de las masas, solo esperamos que V.E. se digne a impartirnos sus órdenes”. Pero seguramente Urquiza calibra que pocas posibilidades de éxito le caben con esos aliados en una confrontación con el puerto, además está haciendo buenos negocios con Buenos Aires pues es uno de los principales proveedores del ejército y ello lo paraliza para responder a los reclamos de los provincianos insubordinados.
La oposición a la guerra es tal que en enero de 1867 el periódico “Eco de Entre Ríos” de Paraná elogia la promoción a general paraguayo del joven santafesino Telmo López: “Estamos seguros que Telmo López, ese hermano en Dios y en la democracia, en el elevado puesto que hoy ocupa sabe colocarse a la altura de sus antecedentes y corresponder con brillo a la confianza del pueblo paraguayo y a las legítimas esperanzas que los amigos tenemos en él. ¡Fe y adelante, joven guerrero!. Que el día del triunfo del Paraguay no está lejano, y la hora de la redención de nuestra patria argentina se acerca”.
Los barcos ingleses llegados a Rosario desde Paraguay no sólo han descargado oficiales y tropas enviadas por Mitre para aplastar a los caudillos y sus montoneras sino también cañones Krupp y fusiles Albion y Brodlin para armar los tres ejércitos que operarían a las órdenes de los coroneles Paunero, Taboada y Navarro.
Ante la defección de Urquiza es Varela quien ha tomado el liderazgo de la insurrección federal. Carece de los medios que hubiera podido aportar el entrerriano pero tiene las ideas claras en cuanto al por qué de la lucha: “La Nación Argentina goza de una renta de diez millones de duros que producen las provincias con el sudor de su frente. Y sin embargo, desde la época en que el gobierno libre se organizó en Buenos Aires, a título de Capital, es la provincia única que ha gozado del enorme producto del país entero, mientras que a los demás pueblos, pobres y arruinados, se hacía imposible el buen quicio de las administraciones provinciales por la falta de recursos (…) A la vez que los pueblos gemían en esta miseria, sin poder dar un paso por la vía del progreso a causa de su escasez, la orgullosa Buenos Aires botaba ingentes sumas en embellecer sus paseos públicos, en construir teatros, en erigir estatuas, y en elementos de puro lujo”.
El 31 de enero de 1867 Juan Sáa tomaba San Luis después de derrotar a las fuerzas mitristas de Wenceslao Paunero en la Pampa del Portezuelo. Rápidamente la rebelión organizada en montoneras se había esparcido por las provincias de Cuyo y del noroeste. El sanjuanino Juan de Dios Videla derrotó el 5 de enero a las fuerzas mitristas comandadas por el coronel Julio Campos en la Rinconada del Pocito y el 6 la montonera de Videla ingresaba en la capital sanjuanina al grito de “¡Viva la Santa Federación! ¡Mueran los Salvajes Unitarios!”.
Saá abandona San Luis para avanzar sobre Córdoba. Paunero, buen estratega, destaca a Arredondo a cerrarle el paso en San Ignacio, cruce del Río Quinto. El puntano ataca a las fuerzas nacionales el 1º de abril desechando el plan de eludirlo y juntarse con los federales cordobeses pues erróneamente creyó que Arredondo tenía pocos hombres. Sin embargo allí entraron en acción los modernísimos fusiles contra las tacuaras, y fogueados jefes como Iwanowsky, Fotherigham, Luis María Campos, Arredondo contra los valientes pero inexpertos hermanos Juan y Felipe Sáa, Carlos Juan Rodríguez, Juan de Dios Vídela, Manuel Olascoaga, a pesar de lo cual la victoria estuvo indecisa por muchas horas de feroz lucha. Finalmente la montonera fue derrotada y sus prisioneros pasados por las armas. Los escasos sobrevivientes escaparon a Chile aunque siendo ya otoño no pocos murieron congelados en las altas cumbres.
Dice Gez: ” La insurrección de Cuyo fue la tentativa más seria para cambiar la situación de la república, contaba con el apoyo y las simpatías del partido vencido en Pavón, el triunfo de San Ignacio ha tenido una gran trascendencia en los destinos del país, aniquilando al partido revolucionario y permitiendo el restablecimiento de la paz interior”.
Mientras tanto Varela había marchado hacia Catamarca al compás de su banda de música, incorporando voluntarios a sus fuerzas. De allí a Tucumán y Salta, siempre esperando noticias de Urquiza. Fue entonces cuando se enteró de la derrota de Saá en San Ignacio, y que el ejército porteñista de Taboada se había apoderado de su La Rioja. Varela regresó a todo galope y el 9 de abril, a las puertas de la ciudad y para evitar el derramamiento de sangre inocente, caballerescamente desafía al jefe enemigo ” a decidir la suerte y el derecho de ambos ejércitos fuera de la población, a fin de evitar que esa sociedad infeliz sea víctima de los horrores consiguientes de la guerra y el teatro de excesos que ni yo ni V.S. podremos evitar”. Taboada no contesta. Tiene en cambio un plan que se demostraría eficaz. Como los montoneros habían machado forzadamente por tierras desérticas, sin descanso y bajo un calor inclemente, descontaron que llegarían agotados y sedientos. “Tres soldados sofocados por el calor, por el polvo y el cansancio – escribiría Varela – expiraron de sed en el camino”.
Dispuso entonces Taboada una emboscada en torno al único jagüel que ha sobrevivido a la sequía, el Pozo de Vargas, ubicado a la entrada de la ciudad. Todo ocurrió como estaba astutamente previsto. Los federales llegaron al mediodía del 10 de octubre de 1867 y se abalanzaron a beber agua y entonces los nacionales, abrieron fuego y diezmaron las fuerzas del caudillo catamarqueño. Este reorganizó sus fuerzas como pudo y haciendo escuchar la zamba durante más de siete horas sostuvo el combate en base al coraje que en definitiva no alcanzó para contrarrestar la enorme diferencia en armamento y en experiencia.
Los vencedores apresaron y ejecutaron a los musicantes chilenos y cambiaron la letra de la zamba de Vargas, a pesar de lo cual la original se siguió cantando en los fogones.
“A la carga a la carga,
dijo Varela,
salgan los laguneros
rompan trincheras.
Rompan trincheras si,
carguen los laguneros
de dos en fondo.
De dos en fondo si,
dijo Guayama,
a la carga muchachos,
tengamos fama.
¡Lanzas contra fusiles!
Pobre Varela
¡Que bien pelean sus tropas en la humareda!.
Otra cosa sería armas iguales.
El combate dio también material para la leyenda. Se contaba que el caballo de Felipe Varela cayó muerto junto al pozo. Su muerte parecía inevitable, a merced de lanzas y espadas enemigas. Pero entonces una de las montoneras que hacía de cantinera, a la que llamaban “la Tigra”, tomó un caballo, acudió en auxilio del jefe y lo rescató llevándolo en ancas.
Los vencedores, que también han sufrido graves pérdidas humanas y de armamento, dan por sentado que han terminado con Varela. Pero desconocen su amor propio y el de sus seguidores que se reúnen en Jáchal mientras Taboada saqueaba La Rioja con el pretexto de que nadie le facilitaba alimentos voluntariamente.
Urquiza considera oportuno despegarse de los caudillos derrotados y manifiesta su repudio contra “esos bandidos que usan mi nombre para encubrir sus tropelías”. En cuanto a los oficiales y las tropas repatriadas desde el Paraguay, cumplida ya su misión de “limpieza”, regresan a la guerra.
Don Felipe no ha traspasado los Andes para cobijarse en Chile sino que, conocedor de la cordillera como nadie, aprovecha para desplazarse por ella sin ser notado y reclutando gauchos que le permitirán atormentar a sus enemigos con una guerra de guerrillas librada bajo su bandera:
“Viva la Unión Americana” –
“Abajo los negreros traidores a la patria!”
“¡Vivan nuestros hermanos paraguayos!”.
El 5 de junio sorprende a Paunero en “Las Bateas” y se lleva caballos, muchas armas y algunos soldados que se pasan de bando. Días más tarde, irrumpiendo en la quebrada de Miranda ataca la tropa del coronel Linares y da libertad a los “voluntarios”que son llevados con grillos a incorporarse al ejército nacional. No será éste el único contingente de reclutados a la fuerza que desbaratará Varela. La crueldad de ambos bandos irá en aumento aunque la historia oficial se la cargará a las montoneras que hacían suya la instrucción de don Felipe a uno de los suyos, Aurelio Zalazar: “Con los enemigos se trata como ellos nos tratan a nosotros”. Cuando volvió a ocupar La Rioja por pocos días escribió a fray Laurencio Torres, a cargo del convento de San Francico, cambiando penas capitales por dinero; así un tal Adolfo Jiménez debía pagar seis mil pesos por su vida, Carballo dos mil y, Rivas lo mismo, todos ellos en el plazo de cuarenta y ocho horas.
La acción de Varela y los otros caudillos, si bien inevitablemente poco exitosa en los campos de batalla, había hecho crecer en todo el territorio argentino la oposición a la guerra. Adolfo Alsina, gobernador liberal de Buenos Aires, inauguraría las sesiones de la Legislatura diciendo: “La guerra bárbara, carnicería funesta, la llamo así porque nos encontramos atados a ella por un tratado también funesto (…) sus cláusulas parecen calculadas para que la guerra pueda prolongarse hasta que la república caiga exánime y desangrada”.
Uno de los provincianos decididos a seguir el ejemplo de Varela fue Simón Luengo. Córdoba era una provincia federal gobernada por Mateo Luque. Luengo razona que si la sublevara, aprovechando su cargo de inspector de milicias, se aliviaría la persecución de los ejércitos nacionales al caudillo catamarqueño. Se lanza a los gritos “Viva Urquiza”, apresa al ministro de guerra, y se declara en rebelión contra Mitre. Poco dura esa revolución. Nicasio Oroño, gobernador mitrista de Santa Fe, avanza contra Córdoba, el general Conesa lo hace desde Villa Nueva, Luque lo desautoriza, Urquiza calla. Finalmente cayó en poder del coronel Conesa quien lo envía a prisión en Córdoba.
Varela ha seguido deslizándose por pasos y escondrijos cordilleranos burlando a sus perseguidores. Mantiene una activa correspondencia con otros jefes montoneros a los que les sostiene la moral transmitiéndoles una visión optimista de la situación y exagerando sus propias posibilidades, entre ellos el general Aniceto Latorre en Salta y el general Octaviano Navarro en Catamarca en quienes sospechaba simpatías federales. Abundan en sus comunicaciones referencias americanistas “Con un pequeño esfuerzo de los hijos de la patria todavía salvaremos a América”, había escrito a Luengo.
Uno de sus más crueles enemigos fue el comandante Luis Quiroga quien cayó preso del chileno Medina. Se cuenta que éste compartió un mate despacioso y dialogado con su prisionero y al terminar le dijo: “Prepárese porque ahora lo voy a fusilar”. Y lo fusiló. Quizás sea verdad o como extensión de esta anécdota y como parte de la leyenda negra que sus enemigos le fabricaron se contaría que Varela había cenado con el coronel Linares antes de ponerlo frente al pelotón de fusilamiento.
Cuando los nacionales no lo esperaban en esa zona don Felipe y mil de los suyos bajan de las montañas frente a Salta, en la mañana del 10 de octubre. “Al ir a aquella ciudad no me llevó el ánimo apoderarme de un pueblo sin objeto alguno. Yo marchaba en busca de pertrechos bélicos, porque era todo cuanto necesitaba para triunfar” escribirá. Intima al gobernador Ovejero que le entregue todas las armas que haya en la ciudad, comprometiéndose a cambio a no entrar en ella, “previniéndole que en caso contrario hago a V.E. responsable ante Dios y la Patria de los perjuicios consiguientes y de la sangre que se derrame en los momentos del combate”. . Pero Ovejero decide resistir y dar tiempo a la llegada de Navarro y sus fuerzas. Cuenta con seis cañones y más de doscientos fusiles que reparte sólo entre la clase pudiente ” pues el enemigo que halaga a las masas (…) encuentra prosélitos entre quienes no abrigan un corazón honrado”.
Varela ordenó el ataque y los defensores resistieron apenas cuarenta minutos. La historia que escribieron sus enemigos acusó a los montoneros de haber provocado saqueos y desmanes en la ciudad. Sin embargo los vencedores se retiran prontamente. “Una hora escasa han ocupado la ciudad” informa Ovejero, pero luego agrega que “los estragos y saqueos rayan en los límites de lo imposible”. A nadie escapa la contradicción entre el tiempo tan escaso y la supuesta magnitud del vandalismo. En el sumario levantado un solo testigo denuncia el saqueo de su tienda y el robo de un caballo. “Cuando se presentó un soldado feroz armado de una carabina “¡No me mate, soy hija del general Güemes!”, dijo la dueña de casa. Este nombre pareció impresionarle y bajando el arma solicitó un par de botas, lo que realizó la señora”.
“Varela, que no entró en la ciudad, sabedor que los religiosos se negaban a entregar las armas “asiladas“ en San Francisco hizo llamar al guardián para explicarle que el asilo eclesiástico no amparaba a los prisioneros de guerra ni a sus armas. Como el guardián se mantuvo firme, el coronel lo maltrató de palabra diciéndole muchas barbaridades” (cuenta el religioso en el sumario) pero no “ violó” el convento” (J.M. Rosa).
La apropiación de lo ajeno por parte de los montoneros se debía a la imperiosa necesidad de hacerse de los animales y las provisiones que les eran imprescindibles y que la continuada guerra hacía cada vez más dificl de procurar, como lo evidencia una comunicación de Santos Guayama , caudillo sanjuanino de gran fidelidad a Varela, quien le cuenta que llegó a Orán “completamente a pie y aún sin hallar que mudar porque todas las haciendas las han retirado”. Pero no era don Santos hombre de desilusionarse y entonces informa que “respecto de recursos de plata y efectos hasta ahora no se ha hecho nada pero nos aseguran los frailes que se presentarán tres o cuatro de los ricos y les he puesto plazo para que se presenten y de allí ha de salir algo y le avisaré el resultado”.
De Salta, Varela y sus fieles siguieron hacia Jujuy, donde sus habitantes aceptaron el trato que los salteños rechazaron y entregaron sus armas. “Los jujeños fueron más cobardes que los salteños porque no formaron batalla ante la presencia de las armas que defienden la libertad”, escribió don Felipe . Pero Octaviano Navarro respiraba en su nuca y entonces continuó hacia el norte por la quebrada de Humahuaca hasta llegar a Bolivia.
No deja de llamar la atención la pasividad del jefe nacional quien se limitó a custodiar la marcha de la montonera hasta que atravesó la frontera. A ese respecto es notable la carta fechada el 23 de octubre de 1867 en Humahuaca que Varela le dirige a Navarro, quizás sabiendo que éste no hacía mucho había escrito a Urquiza: “Sólo ansiamos el momento de vengar la sangre de los mártires de Paysandú” . En otra le miente al jefe unitario que Urquiza le ha escrito y le “encarga que no tenga desconfianza en V.E. porque está comprometido con él, a favor de nuestra causa”. Le cuenta también “que en pocos días más se incorporan las fuerzas que vienen de Bolivia y es tiempo que V.E. vaya trabajando todo lo posible para cumplir con su promesa, todo nuestro partido está contando siempre con V.E.”. F. Luna sospecha que esta carta fue una maniobra del catamarqueño para comprometer la situación de Navarro con los suyos, quienes no olvidaban sus antecedentes federales.
En cuanto a lo de Bolivia su presidente era Mariano Melgarejo, con quien Varela declaraba amistad y complicidad, como lo escribiera en la carta a José Manuel Zambrano del 17 de octubre de 1867, donde le informa que avanzará “hasta reunirme con las tropas que me manda el Sr. Presidente Melgarejo”, fuerzas que nunca llegaron.
Los movimientos del caudillo catamarqueño obedecen a la necesidad de aprovisionarse para continuar la lucha pero la región y sus moradores han sido devastados por una guerra prolongada y de acciones cambiantes en la que liberales y federales no se diferenciaban en su táctica de saqueos y tierra arrasada. Eso lo lleva, por ejemplo, a escribir a Aniceto Latorre, general de las fuerzas mitristas pero que años atrás manifestase débiles simpatías federales, confesándole: “Tengo dos batallones pero mal armados, si S.E. tuviese por casualidad esa arma y le fuese fácil mandarla hágalo a la brevedad de un rayo”. Renglones arriba había escrito que contaba con más de mil hombres y que “eso se hace mucho gasto y aún no hay de dónde sacarlos, como V.E. sabe lo que son estos lugares”.
Esas ilógicamente esperanzadas comunicaciones a jefes enemigos son evidencia de que la situación no daba para más. El presidente boliviano, quien simpatizaba con Paraguay, le dio asilo en respuesta a la nota que don Felipe enviara desde Yavi al Subprefecto de la boliviana ciudad de Chichas fechada el 5 de noviembre de 1867 en la que le informa “que he resuelto terminar la guerra que hacía en mi país y en consecuencia marcharé en este mismo día a pisar tierra boliviana y al hacerlo me someto a las autoridades en calidad de asilado”.
En distintas comunicaciones en las que se refiere a Melgarejo asoma el sentido americanista de la gesta de Varela, como en ésta dirigida al comisionado en Atacama: “El que suscribe marcha de acuerdo con su presidente el Sr. D. Mariano Melgarejo, ésta es la razón que me obliga a hablarle con la claridad del hombre que defiende los derechos de Sudamérica (…) hace mucho tiempo que he sacado la cara no representando a la República Argentina sino a su América para así no ser humillados de los malditos godos que a Uds. quieren mandarles y mucho más los Salvajes Unitarios de Buenos Aires que quieren ponerse a la par de dichos godos para así hundir todo el continente americano”.
No pasaría mucho tiempo antes de que el caudillo catamarqueño decidiera regresar a su patria a continuar la lucha. Ya no estaba Mitre, ahora era Sarmiento el presidente. El teniente coronel Isauro Arguello, apresado por hombres de Navarro, contaría que Varela se encontraba en Atacama con 76 hombres armados de 9 lanzas , 2 fusiles y 2 pistolas. Tan magra fuerza es suficiente para alarmar a Buenos Aires que envía una tropa considerable con jefes de la talla del general Rivas y los coroneles Julio Roca y Navarro a exterminar esa montonera. Don Felipe es derrotado en “Pastos Grandes” el 12 de enero de 1869 y cuando intenta reingresar en Bolivia órdenes de Melgarejo, enojado porque el catamarqueño había violado las reglas del asilo comprometiendo su relación con el gobierno argentino, se lo impiden. Sería Chile entonces el refugio de ese anciano tuberculoso y una veintena de gauchos desarrapados y famélicos.
Varela se instala en Copiapó. Su situación es lastimosa y escribe a su familia confesándola: “Nada les puedo mandar, dispensenmé , estoy pobre, no se agravien conmigo, respeto mucho mi familia y le deseo la mejor felicidad del mundo y cada momento pienso en ustedes y sufro callado como hombre, sin poder remediar ciertas cosas que no están en mi mano”. La vida le dará tiempo de enterarse del asesinato de Urquiza a manos de Simón Luengo, escapado de la cárcel cordobesa, que entonces servía a las órdenes de López Jordán, otro de los caudillos desilusionados con las actitudes del entrerriano.
Felipe Varela murió el 4 de junio de 1870 en Ñantoco, cerca de Copiapó. “Este caudillo, de triste memoria para la República Argentina- informaría el ministro argentino en Chile, Félix Frías, al presidente Sarmiento- ha muerto en la última miseria , legando sólo sus fatales antecedentes a su desgraciada familia”.