ERNESTO SÁBATO, ¿EL OLVIDADO?
Hace pocos días, en una reunión de amigas y amigos, surgió el nombre de Ernesto Sábato. “Pero… ¿no está muerto?” dijo alguien. Es que el nuestro es un país de extraños fenómenos colectivos. Uno de ellos es el silencio público que desde hace ya tiempo se abate sobre quien sin duda es el escritor argentino vivo más reverenciado a nivel internacional, autor de novelas exitosas como “El túnel”, “Sobre héroes y tumbas”, “Abaddón el Exterminador”, y ensayos como “Uno y el universo”, “Hombre y engranaje”, “La resistencia” y otros.
Ha obtenido el prestigioso “Premio Cervantes” en 1984, que recibió de manos del rey Juan Carlos I. Antes, en 1964, André Malraux le había entregado la distinción francesa de « Chevalier des Arts et des Lettres ». Es además “Doctor Honoris Causa” de treinta y dos universidades.
Estos laureles no impiden (¿o fomentan?) que los escritores de generaciones posteriores se ensañen con él, en lo que Abelardo Castillo, uno de sus más enconados críticos, definiría como “el nuevo deporte nacional: pegarle a Sábato”. Así Alan Pauls opinó: “Para mí y para muchos escritores de mi generación Sábato no es un escritor, su nombre no está asociado con la literatura sino con cierto panteón de grandes personajes de la Argentina”. Por su parte César Aira: “A Sábato nunca lo hemos tomado en serio. Y sorprende que alguien lo pueda tomar en serio. Es que tiene aristas muy risibles, esa vanidad, ese malditismo…”
¿Cuáles son las razones de tanto ninguneo del mundo de la cultura argentina, en especial de sus colegas intelectuales que parecerían empeñados a condenarlo al olvido en vida a través del recurso de no nombrarlo ni citarlo?. Como si su obra, sobretodo “Sobre héroes y tumbas”, no hubiera dejado una huella indeleble en nuestra literatura influyendo, bien o mal, a varias camadas de escritoras y escritores.
Una de las razones es el juzgar su obra desde las coordenadas de lo actual, sin tener en cuenta las circunstancias sociales y las corrientes literarias de los sesenta, que es cuando Sábato irrumpe en el panorama literario argentino. Dicho perjuicio y prejuicio tienen hoy también como víctimas a Cortázar, en alguna medida a Borges y a la totalidad del boom latinoamericano.
Otra es su mala relación con la izquierda argentina a pesar de la inobjetable orientación progresista en pensamiento y acción de Sábato. Dicho conflicto data de 1934 cuando, delegado por la Juventud Comunista Argentina, viaja a un congreso en Bruselas. Allí confirma las purgas de Stalin y decide desertar con serio riesgo de su vida. A partir de entonces agrega a sus públicas críticas al capitalismo sus objeciones al régimen de Moscú con lo que se anticipó a quienes se animaron a hacerlo más de treinta años más tarde, como Octavio Paz, Bernard Henri-Levy o Vargas Llosa. En aquellos tiempos abjurar del comunismo, que dominaba la cultura internacional y nacional, era malquistarse con poderosos sistemas de prestigio y promoción, también de castigo, perjuicio cuyos ecos de una u otra manera perduran hasta hoy.
Don Ernesto, cuyo compromiso con lo literario lo hizo abandonar una promisoria carrera de físico, nunca se caracterizó por un trato diplomático con sus colegas y con los críticos lo que lo dejó injustamente afuera del “boom” de la literatura latinoamericana en los años sesenta. Si bien durante un tiempo frecuentó las tertulias de Victoria Ocampo y escribió en “Sur” luego cortó sus vínculos con dicho influyente círculo. También pesa en su contra que, fiel a su identidad de libre pensador no atado a estrecheces políticas, nunca vaciló en denunciar lúcidamente todo aquello que consideró en contra de la ética o de la justicia, lo que se hizo tan monocorde y previsible que le valió el descalificador mote, quasi psiquiátrico, de “quejoso crónico”.
Años más tarde honró su compromiso con la presidencia de la CONADEP, que le reportó nueve meses de convivencia con tortuosas revelaciones, a pesar de lo cual cumplió con su tarea sin desmayos ni claudicaciones, lo que no puede decirse de otros convocados a esa dolorosa misión. Esa valiente tarea perjudicó su identidad de literato proyectándolo hacia lo público y social, tanto que ya no se habló de un posible Nobel de Literatura sino que se lo imaginó para el Nobel de la Paz.
Esa ejemplaridad democrática empalidece por su almuerzo con el dictador Videla, que en privado Sábato suele justificar alegando que su intención era pedir por los desaparecidos aunque los trascendidos apuntan al sacerdote y escritor Leonardo Castellani como el único de los comensales que se animó a hacerlo. Sin duda se trató de un error de don Ernesto en tiempos en que el miedo y la confusión los provocaba. Por otra parte habría que constatar si todos los que le arrojan piedras tienen el derecho moral a hacerlo.
Aunque el periodismo ha dejado de ocuparse de él, en todas las redacciones, seguramente, están ya escritas ditirámbicas necrológicas que cumplirán con el hábito vernáculo de las honras postmortem de quien se apaga, digno y austero, ajeno ya a las mezquindades humanas, en su modesta casa de Santos Lugares.