BELGRANO ECONOMISTA (FORTUNA)

En los últimos días la figura de Belgrano ha cobrado dramática actualidad por un lamentable hecho policial que pone en evidencia el descuido de las autoridades por nuestro rico patrimonio cultural. Como desagravio recordaremos una de las facetas menos conocidas de nuestro prócer. 

En 1794 se autoriza el comercio con naves extranjeras y se crea el Consulado de Buenos Aires para, entre otros propósitos, controlar dicha actividad. Es designado secretario del nuevo organismo un joven criollo de 24 años educado en España, en la Universidad de Salamanca, y muy influido por las nuevas ideas: Manuel Belgrano. Fue traductor del francés de las doctrinas fisiocráticas, las ideas económicas de moda en aquellos tiempos. 

En sus “Escritos económicos” opinará: “No puedo decir bastante mi sorpresa cuando conocí a los hombres nombrados por el Rey para la Junta. Todos eran comerciantes españoles, exceptuando une que otro, nada sabían más que de su comercio monopolista, a saber: comprar por cuatro para vender con toda seguridad a ocho.” 

Las cosas no eran fáciles para Manuel: era un funcionario americano de la Corona con ideas progresistas, pero  su misión oficial era defender los intereses retrógrados de España. Es de resaltar que el cargo con que Manuel Belgrano había sido distinguido le hubiese permitido amasar una considerable fortuna, ya que de él dependían los permisos para embarcar y desembarcar los productos del comercio. Su compromiso con la revolución de su patria fue un gesto de desprendimiento remarcable que le valió, junto con la gloria, una oprobiosa miseria.

Fueron importantes las iniciativas de Manuel  Belgrano en el plano de la enseñanza, siendo el primero que en nuestras tierras propugnó, en 1795, la enseñanza gratuita y obligatoria para que los pobres pudieran acceder a ella. Fue sin duda el pionero en ello aunque el mérito se lo llevarían otros, años más tarde. Quería la escuela porque, estaba convencido, sólo a través de ella se podía inspirar “amor al trabajo”. 

También propuso la necesidad de crear escuelas de náutica, de comercio y de dibujo, instancias de elevado contenido estratégico que no pasó desapercibido para la Corona que las abortó con el pretexto de la falta de fondos. 

Sus propuestas formaban parte del informe anual presentado al virrey, a los demás funcionarios de la Corona y a los comerciantes de Buenos Aires. Allí menciona que tres son los temas que deberían ocupar la atención de sus colegas: la agricultura, la industria y el comercio. A la agricultura había que fomentarla, a la industria animarla y al comercio protegerlo, ése era su enunciado básico.    

Argumentaba que todo proviene de la agricultura pues si no hay materias primas pararía la industria o artesanía, no habría comercio, y languidecería el pueblo.  Por ello era primordial su atención a efectos del bienestar general.   Estimaba que para desarrollar la agricultura se requieren tres requisitos esenciales: “querer, poder, saber”. Para “querer” es menester amar la tierra, gustar de sus tareas, tomarla con cariño, trabajarla con placer. Para “poder” ha de estarse en condiciones de afrontar los gastos que su explotación demande, así como de las mejoras a realizar. Para “saber” es preciso estudiar todo lo relacionado con los cultivos, hacer las labores con discernimiento, poseer conocimientos de su adecuada tecnología.

Siempre inclinado hacia la docencia, propugnaba repartir cartillas entre los labradores para aumentar la exportación de “frutos del país en particular de los productos de la agricultura y la ganadería”. Para conseguirlo lo fundamental pasaba por mejorar la producción. Recomendaba introducir nuevos métodos de eliminación de las plagas que afectaban amplias áreas de la llanura pampeana, modernizar los útiles de labranza y usar las técnicas de drenaje de los suelos inundables. Asimismo, consideraba una cuestión de primer orden obtener mejoras en las técnicas de siembra y cosecha con el objetivo de aumentar el rendimiento del trabajo agrario, fiel al ideario fisiócrata de Francois Quesnay, quien en sus “Máximas” considera al desarrollo agrícola como la base de la felicidad humana.

“Todas las naciones cultas”, escribiría Belgrano,  “se esmeran en que sus materias primas no salgan de sus Estados a manufacturarse y todo su empeño es conseguir no sólo darles nueva forma, sino aun extraer del extranjero productos para ejecutar los mismos y después venderlos. Nadie ignora que la transformación que se da a la materia prima le da un valor excedente al que tiene aquella en bruto, el cual puede quedar en poder de la Nación que la manufactura y mantener a las infinitas clases del Estado, lo que no se conseguirá si nos contentamos con vender,  cambiar o permutar las materias primeras por las manufacturadas”.

Un capítulo lo dedicaría al comercio, estimando necesidad ineludible implantar su ¬libertad, idea preponderantemente arraigada en Belgrano y que sería base del pensamiento de los protagonistas de Mayo, enemigos de la exclusividad de los negocios con la metrópoli, España, en tiempos en que Gran Bretaña imponía, a partir de su revolución industrial y del dominio de los mares, el libre comercio. Consideraba don Manuel que la  libertad nace con el hombre, quien debe tenerla para comprar o vender  donde más le convenga, pues ello predispone a su emulación y ese resultado es beneficioso, no sólo para el individuo, sino también para sociedad a la cual pertenece.

Entendía que el comercio es una ciencia que no se reduce a comprar a un precio para vender a otro mayor; sino que “sus principios son más dignos y la extensión que comprende es mucho más de lo que puede suceder a aquellos que sin conocimiento han emprendido sus negociaciones, cuyos productos, habiéndoles deslumbrado, los han persuadido de que están inteligenciados a ellos”. Estos conceptos reaparecerían, potenciados, en 1808, en “La Representación de los hacendados”, escrito al alimón con Mariano Moreno aunque firmado sólo por éste porque Belgrano no podía hacerlo por su cargo consular. 

Una vez lograda la cosecha debía  asegurarse “la pronta y fácil venta” para lo cual había de existir la libertad en la distribución de los frutos, tanto con destino al consumo interno como para su envío al exterior, con lo cual la agricultura prosperaría. Era contrario a que, para mantener bajos los precios de los productos en las ciudades, se obligase al labrador a venderlos a un determinado comerciante fijado por la autoridad, que generalmente nada sabía del campo, ni de costos, ni de precios. Se muestra igualmente opuesto a impedirle que los venda donde “le tenga más cuenta”. De no ser así, no podrían establecerse las leyes naturales del mercado reguladas por la oferta y la demanda, sistema único a todo desarrollo y prosperidad. Lo que hoy puede parecernos obvio no lo era en aquellos años que ni siquiera alcanzaban al siglo XIX. 

En su propósito de defensa contra el monopolio urgía la creación de un Fondo de Socorro al Labrador, convirtiéndose así en el precursor del establecimiento de un Banco Agrícola, infiriéndose que los fondos serían provistos por los monopolistas con el fin de que tuvieran interés en sostener a las clases productoras para que éstas no decayeran y ellos tuvieran  más productos para comerciar y compradores para vender. Se preguntaba: si tenemos  lana y algodón en el Paraguay y otras infinitas materias que la tierra produce, ¿por qué no establecer industrias que darían trabajo a mucha gente y abatirían la ociosidad, caldo de cultivo de salteadores y mendigos?     “Toda su doctrina economista” –escribió Ricardo Rojas-“de acuerdo con las mas avanzadas ideas científicas de su tiempo, podría resumirse en estos principios: el país ha de tener una producción variada y abundante para bastarse a sí mismo; la riqueza del país ha de medirse, no por la cantidad de dinero, sino por la cantidad y circulación de los frutos; el exceso de producción ha de poder salir en tráfico libre a todos los mercados de la tierra; la economía ha de contar entre sus factores con la ciencia que multiplica la capacidad del capital y el trabajo”.

Cuando se escribió la historia de nuestra patria en las últimas décadas del 1800, la figura de Belgrano sufrió un proceso de militarización, así lo recuerdan sus monumentos, que ha camuflado su condición de brillante economista e intelectual.

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