Las Patrias Lejanas

Con una prosa cuidada y un ritmo narrativo extraordinario, O’Donnell recrea las relaciones entre los argentinos y los exiliados de la lejana España durante los años crueles de la Guerra Civil, y la terrible posguerra. Los acontecimientos, extraídos de periódicos, memorias y epistolarios de quienes buscaron asilo a orillas del Río de la Plata, como Rafael Alberti, María Teresa León,Manuel de Falla, Ramón Gómez de la Serna, José Ortega y Gasset, Juan Ramón Jiménez o Margarita Xirgu. Fragmento: (Cap. V) Los Alberti se reponían en la pampa argentina del azaroso periplo que los había llevado hasta allí: primero el milagroso salvataje en un avión que los recogió en Elda y los condujo a Orán, en Marruecos, con la última gota de combustible, luego algunos meses en París viviendo penosamente como locutores nocturnos en una radio, y por fin la travesía oceánica en el “Mendoza” amenazada por los submarinos alemanes. Ahora, en el campo de Aráoz Alfaro, un aristócrata argentino que se declaraba comunista, lamían sus heridas mientras esperaban que sus amigos les consiguieran los papeles para poder circular. Su destino original había sido Chile pero al atracar el “Mendoza” en el puerto de Buenos Aires un desconocido sonriente y expresivo los esperaba con un cálido abrazo para él y su esposa, María Teresa León. – Ustedes se quedarán aquí. Los Alberti lo miraron sin comprender. – Si yo voy a ser su editor no tiene sentido que sigan viaje. Era Gonzalo Losada, uno de los gerentes de Espasa-Calpe Argentina, quien junto con Guillermo de Torre y Atilio Rossi se separaron de dicha empresa y en 1938 fundaron la Editorial “Losada”. Rado iba a “El totoral” con frecuencia porque Alberti le había pedido que lo ayudara con el tipeo de sus textos y con el ordenamiento de su producción que en ciertas épocas llegó a ser aluvional. – Ahora no te puedo pagar, pero cuando lo pueda hacer lo haré. El muchacho intuía que esa oportunidad nunca iba a llegar pero decidió aceptar porque admiraba al dramaturgo, dibujante y poeta gaditano a quien conoció durante la defensa de Madrid. – Chaval, siempre ten en cuanta que todo lo malo que nos pueda pasar en Argentina es infinitamente mejor que un pelotón de fusilamiento de Franco o un campo de concentración nazi- lo aleccionó Alberti, sombrío – Cuando estés a punto de lamentarte o de quejarte por algo recuerda esto que te acabo de decir. A finales de marzo de 1937 Franco impuso la exigencia de que todas las sentencias de muerte de los tribunales militares debían ser enviadas directamente a la Asesoría Jurídica a cargo del general Martínez Fuste, en su Cuartel General, para ser revisadas antes de dictar sentencia. Dicha medida tuvo por fin que el Caudillo, como le gustaba ser llamado,  tuviese a su cargo las sentencias capitales de todos los tribunales militares en España. Cuando recibía a algún visitante de importancia Franco solía mostrarles las obras de arte que adornaban las paredes del palacio de gobierno, muchas traídas del Museo del Prado y todas de tema religioso. – Mire usted que bello este Ribera- comentaba frente a un San Jerónimo con sus ojos vueltos hacia el cielo. Luego se sentaban en su escritorio y entonces aprovechaba para despachar expedientes mientras conversaban. Cierta vez un enviado de Mussolini, el conde Carozzi, no pudo reprimir su curiosidad ante las brevísimas anotaciones que con letra muy pequeña hacía su anfitrión en las carátulas de las carpetas. – A usted se lo puedo confiar si sabe guardar reserva. Si marcaba los expedientes que se apilaban junto a su taza de té con la letra E, que significaba ‘enterado’, daba su aprobación para la condena a muerte; si la letra era la letra C la pena quedaba ‘conmutada’. Cuando el condenado era sindicado como alto jefe republicano o especialmente peligroso añadía ‘garrote y prensa’ indicando que la ejecución debía ser por garrote vil, bárbara técnica de ahorcamiento progresivo,  y que debía ser ampliamente difundida por los medios para que sirviera de ejemplo. La indulgencia no era frecuente en Franco pero estaba más inclinado a ella en el caso de anarquistas que en el de comunistas o masones, pues pensaba que los primeros eran más idealistas y redimibles y no se hallaban bajo la influencia de consignas internacionales que emanaban de Moscú o de los cuarteles generales masónicos en el extranjero. – Pasa, que te estaba esperando. Alberti abrió la puerta de “El Totoral” y el muchacho notó sus ojos húmedos, pero no tuvo tiempo de preocuparse porque enseguida se dio cuenta de que eran lágrimas de risa. -Qué suerte que has llegado – le dijo, tomándolo con vivacidad del brazo  y conduciéndolo hasta un sillón -, tenía necesidad de contárselo a alguien. A duras penas lograba contener las carcajadas. Resulta que le había informado a  Ramón Gómez de la Serna que Juan Ramón Jiménez estaba en Buenos Aires y que éste le había sugerido que deseaba encontrarse con él. -Me lo dijo con  reserva porque habían tenido algún entredicho y ya no eran tan amigos como lo habían sido hacía años. Alberti, cuando algo lo entusiasmaba, se ponía de pie para representar con muecas y ademanes su relato. La risa le iba y venía en su voz y le inflaba una vena en su frente que se internaba en la amplitud de su calvicie imparable. – Ramón me dice que sí y entonces voy con Juan Ramón hasta su casa.  Cuando llegamos a la puerta, tú conoces la casa, está esa escalera, arriba de la cual vemos a Ramón con Luisita. Comenzamos a subir – aquí ya la risa le ganó de mano al control y las carcajadas de Alberti estallaron haciéndose cada vez más agudas hasta semejar un gemido –, pero  Ramón nos gritó “¡No suban!”- Alberti extendía su brazo teatralmente como deteniendo el movimiento de los planetas y después sacó de su bolsillo un pañuelo ya amarronado por el uso y secó sus lágrimas que le corrían por los carrillos – “A ti tengo que preguntarte algo”- tronó imitando la voz chillona de Gómez de la Serna y apuntando a la memoria de Juan Ramón con un índice afilado- “¿Se puede saber por qué últimamente escribes dios sin mayúsculas?”. Juan Ramón se quedó helado y miraba a Ramón con la boca entreabierta. “A Dios le van quitando todo en este mundo, ya ni cuenta, y encima tú vienes a quitarle la mayúscula”. Alberti se había calmado, quizás por haber atravesado la parte más crítica del relato. En algún momento pareció que no podría continuar. – Puedes creerme que Ramón estaba  en verdad indignado. Repitió varias veces lo de la mayúscula y Dios hasta que Juan Ramón reaccionó, dijo algo que no entendí aunque imagino que habrá sido una palabrota, dio media vuelta y se fue dando un portazo. Atrás de él partimos Zenobia, su mujer, y yo. En el “El totoral” escribiría Rafael Alberti su serie de poemas “De los álamos y los sauces” en homenaje a Antonio Machado, luchador del antifascismo que le había dedicado un poema al legendario jefe republicano Lister: “Si mi pluma valiera tu pistola/ de capitán, contento moriría”. Don Antonio fallecería en Colliure pocos días y pocos kilómetros después de haber cruzado la frontera con Francia huyendo de la represión franquista, demolido por el frío y por la tristeza. “El mundo entero sabe – había escrito- que con igualdad de armamento nuestros adversarios hubieran sido derrotados en unas cuantas semanas, porque no luchamos ni contra la Alemania de Einstein ni la Italia de Benedetto Crocce sino, digámoslo con toda pompa, contra la morralla de dos grandes potencias totalitarias agavilladas por Hitler y Mussolini”. También se referirá en su diario a “las cancillerías hipócritas que, bajo el disfraz de neutros o de amigos, aguardan que se consume el asesinato de un pueblo para mostrar al sol sus hocicos de hienas”. Su hermano Manuel Machado, en cambio, pondrá su poesía al servicio de los nacionales y cantará loas a Franco y al general Moscardó, siendo premiado con su ingreso a la Real Academia  Española en 1938. . – Lee, esto lo he escrito en homenaje al bueno de Antonio.

“Dejadme llorar a mares, largamente como los sauces.

Largamente y sin consuelo. Podéis doleros…

Pero dejadme. Los álamos carolinos podrán, si quieren , consolarme.

Vosotros… Como hace el viento… Podéis doleros… Pero dejadme”.

-¿Por qué lo de los álamos? – preguntó el muchacho y Alberti recitó aquello  tan machadiano  de “ ¡Alamos de las márgenes del Duero, conmigo váis, mi corazón os lleva!”.
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