VICTOR GARCÍA, UN GENIO A RECONOCER

“La revolución del teatro moderno no la hizo Artaud a pesar de sus méritos sino el tucumano Víctor García” ( Fernando Arrabal).

En el año 1978 durante mi exilio en Madrid asistí a la presentación del espectáculo  “Cementerio de automóviles”, que era la unión de la pieza que daba el nombre sumada a “Oración”, “Los dos verdugos” y “Primera comunión”, todas del talentoso y polémico Fernando Arrabal, el dramaturgo español creador del “Teatro Pánico” junto con Alejandro Jodorosky  y Roland Topor.

Lo que sobresalía y sobresaltaba en aquella función del teatro  Barceló  era la puesta en escena del tucumano  Víctor García, un genio al que los argentinos  debemos el respeto y la honra de una mejor memoria. Había presenciado en 1974 su versión de “Yerma” de García Lorca en el teatro Astral de Buenos Aires  con la compañía de la gran actriz catalana Nuria Espert. La puesta se desarrollaba sobre un único elemento escenográfico: una lona elástica que caía en plano inclinado hacia la platea, claro indicio de su oposición a las formas del teatro tradicional.

Nacido en Tucumán se trasladó a Buenos Aires pero su espíritu libertario y anárquico no soportó las sucesivas dictaduras que se ensañaban con la cultura y cruzó el mar. Se cuenta que una de las veces en que terminó en una comisaría él y sus compañeros fueron aleccionados por el tristemente recordado  comisario Luis Margaride quien los calificó “de degenerados que hacían obras de García Lorca, un homosexual, fusilado y corrupto”.

En la presentación en Madrid, García transformó el teatro Barceló  en un inmenso hangar donde se amontonaban y colgaban  carrocerías y motores reales de automóviles construyendo el escenario vertical y quebrado donde evolucionaban y hablaban los intérpretes. Juan Carlos Malcún, autor de un interesante estudio sobre la obra y la personalidad de García, resalta “el uso de maquinarias, como elemento organizador de sus espectáculos, que será el elemento característico de todas sus puestas posteriores” .  El público, por su parte,  instalado en el centro del espacio, en butacas giratorias que le permitían seguir las escenas envolventes que organizaban una alucinatoria ceremonia teatral donde las nociones referenciales de tiempo y espacio quedaban abolidas.

El protagonista fue el talentoso actor argentino Norman Briski, también exiliado en tiempos del Proceso. Conversé con él para este artículo en un bar de Palermo: “Arrabal es un enorme autor que tiene la brillantez y la grandeza de los grandes clásicos del teatro español. Lo conocía de antes porque nos encontrábamos en París en  “La Coupole” en un grupo que también integraban Atahualpa Yupanqui, Paco Urondo, Víctor García y otros que ahora no recuerdo. A García le gustaba tocarte cuando te hablaba. Se lo veía muy necesitado de afecto.

“No fue fácil adaptarse a la forma de dirigir de Víctor. El no necesitaba a los actores, se lo escuché decir, nunca ensayaba las escenas en lo referente a la interpretación. Lo que esperaba de ellos era que tuvieran presencia, es decir que ocuparan la escena. Eran sólo parte del engranaje de una puesta en que lo principal no estaba en el texto sino en la atmósfera que creaba. Algo parecido a lo de Fellini en cine. Practicaba lo que podría llamarse un gigantismo sinfónico.”

“El te indicaba por ejemplo: saltá del techo de este auto al capot de aquel otro. Y había que hacerlo. En los ensayos de “Oración” cuando tenía que perseguir al pibe en ese caos metálico falto de apoyos me rompí dos costillas”.

Los críticos teatrales, quien ya habían sido reticentes  dos años antes con su puesta de “Divinas palabras” de Valle Inclán para la compañía de Nuria Espert, asomados a algo tan rupturista y novedoso, no pudieron  adaptarse al milagro teatral que había sucedido ante sus ojos y vacilaban en la calificación, como fue el caso del influyente  Enrique Llovet en “El País”, quien pasó del ditirambo a la descalificación en pocos renglones: “Este desmesurado y genial Víctor García, este hipertrofista de su colosal imaginación escenográfica, este gran perturbador, gran sacudidor, este formidable e inarmónico hombre de teatro ha vuelto a hacer su fantástica gracia y aquí tenemos el gigantesco, el deslumbrante, el metalizado montaje de El cementerio de automóviles, de Fernando Arrabal (…) Hay que olvidarse de lo demás: texto, signos poéticos, ritmos, actores, modulación, valores acústicos, carnalidad, corporalidad, vida. Lo que hay presente en el Barceló es enorme. Tan enorme como lo que falta. El egolatrismo del director lo ha aplastado todo”.

Tampoco el público asistió, “Cementerio de automóviles” sólo duró tres semanas,  y como es de imaginar el costo de ese montaje hizo que su productor en Madrid, Armando Moreno, se declarara  posteriormente en quiebra. Lo mismo sucedió con la actriz y productora brasileña Ruth Escobar quien presentó el espectáculo en Río y cuando se quejó de  que estaba arruinada económicamente, García le respondió: “Jódase mi amor. Si quiere belleza y gloria hay que pagar, querida. Si no, no me llame a mí, que nada tengo que ver con tu mundito de burguesa de mierda”, le dijo.

El talento de nuestro compatriota no pasó desapercibido para grandes personajes del teatro mundial. Peter Brook dijo: “Es un director de un fino talento capaz de romper las barreras del idioma y la forma convencional”. Había asistido al montaje de  Ubu Rey en el Louvre con ochenta actores que hablaban veintisiete idiomas. “Las criadas” – expresó su autor Jean Genet – no podía ser puesta de otra forma, y ésta que le dio Garcia solo puede darla un genio”.

Según la Espert: “Fue un genio que partió en dos la historia del teatro contemporáneo. Fue una llama destructiva y renovadora”. Enterado de su muerte escribió a un amigo común: “Víctor quería convertir cada minuto del cotidiano en ese minuto que se recordaría durante toda la vida; usaba cualquier cosa para conseguirlo y, cuando digo cualquier cosa, quiero decir todo. […] ¿Te he contado que, después de nuestra  ruptura, apareció un día en mi casa con un cuchillo debajo de la chaqueta para matarme o matarse?”

Depresivo y alcohólico murió el 28 de agosto de 1982 a los 48 años como un indigente durmiendo sus últimas noches en el subte de París. Fue enterrado en el cementerio Pere-Lachaise, donde lo acompañan sus colegas Moliere, Oscar Wilde y otros. 

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