Reflexiones sobre los socios vitalicios

Las sociedades antiguas incorporaban a los ancianos al grupo de los adultos, es decir, a quienes trabajaban. Al no existir edad legal para el retiro no reconocían la vejez como tal. El anciano era para esas sociedades sólo un adulto de más edad.

Entre los incas, hasta los 78 años los hombres estaban integrados en la comunidad de trabajo, de acuerdo con sus posibilidades físicas. Todos trabajaban, en tanto la salud se los permitiera, y se consideraba vergonzoso ser acusado de holgazanería. La mendicidad estaba estrictamente prohibida. Después de esa edad sólo debían ocuparse “de comer y dormir”. Entonces eran tomados a su cargo por la comunidad, que trabajaba para ellos su tierra, les suministraban grano y les fabricaban vestidos y calzados. Además a partir de los 50 años, los súbditos del Inca estaban eximidos de pagar impuestos.

La mayor edad era, para las sociedades antiguas, signo de mayor experiencia. Y el anciano recibía el respeto y consideración correspondientes a su función social. Lo mismo ocurre aun en sociedades tradicionales como las del sureste asiático o del Africa central. Entre los persas, los hombres mayores de cincuenta años, en cada ciudad, juzgaban los asuntos públicos y privados, distribuían los cargos y podían pronunciar condenas a muerte. La institución de atribuciones legislativas y judiciales a los ancianos apareció con muy pocas diferencias entre los fenicios, asirios y babilónicos, entre otros.

Una inscripción cananea atribuye al difunto, un sacerdote de Sahr, llamado Agbar, la siguiente reflexión: “Gracias a mi rectitud el dios me ha dado un nombre y ha prolongado mis días. El día de mi muerte yo hablaba aún. Y ¿qué veo con mis ojos? A los hijos de cuatro generaciones llorando por mí”.

En la Biblia, vemos que entre los israelitas, al menos hasta el episodio del exilio a Babilonia, los ancianos desempeñaban un papel fundamental. Eran considerados los patriarcas y jefes naturales del pueblo. “El Señor dijo a Moisés: reúneme a setenta ancianos de Israel entre los que sabes que son ancianos y magistrados del pueblo. Los llevarás a la tienda de reunión, y que estén allí contigo. Yo bajaré y hablaré contigo; tomaré parte del espíritu que hay en tí y lo pondré en ellos para que lleven contigo la carga del pueblo y no tengas que llevarla tú solo” (Num, 11, 16-17). Los ancianos son, pues, portadores del espíritu divino y guías del pueblo. Forman una especie de honorable consejo de sabios alrededor del jefe.

En los textos más antiguamente redactados de la Biblia se reconocen las debilidades y los límites físicos de la vejez, pero sin pesadumbre ni amargura. El libro de Josué presenta, por ejemplo a Caleb afirmando tener a sus 85 años el vigor de un joven. En el Génesis leemos que Abraham “murió en buena ancianidad, viejo y lleno de días”. De Gedeón se dice que “murió después de una dichosa vejez” (Jc, 8, 32). Pero ya el libro de Samuel es menos optimista: Barzil-Lai, el galaadita, se queja: “Ochenta años tengo. ¿Puedo hoy distinguir entre lo bueno y lo malo? Tu siervo no llega ya a saborear lo que come o bebe, ni alcanza ya a oir la voz de los cantores y cantoras” (2S, 90,10).

Las primeras comunidades cristianas continuaron la tradición de respeto y veneración hacia los viejos. En los Hechos leemos que había Consejos de Ancianos al frente de muchas de ellas.

También los griegos antiguos escuchaban con respeto a sus ancianos, al menos entre los sectores aristocráticos. Aunque la epopeya homérica exalta la juventud, no desprecia a los viejos. Si los relega a un segundo plano, en relación con los héroes, respeta su rol de consejeros. Sin embargo, Homero hace confesar a Afrodita que “los dioses odian la vejez”.

Alejandro Magno, pese a su juventud, reconoció la experiencia de la edad avanzada y en su brillante campaña iba acompañado por dos generales de su estricta confianza (aunque luego decidiera ejecutar a uno de ellos): Antipater, de 60 años, y Parmenion, de 65.

En sus “Epinicios”, Píndaro comenta que el padre del vencedor del pentatlón disfruta de “una floreciente vejez”.

En “Las Tarquinias”, Eurípides reflexiona: “El corazón de los jóvenes es inestable; pero el anciano analiza detalladamente todos sus actos para que el resultado sea el mejor para todos”.

Sin embargo, el reconocimiento social hacia la sabiduría y experiencia de los ancianos no ocultaba a los griegos que la vejez implicaba un drama personal. En “Hércules”, Eurípides exclama: “La juventud es para mí la edad siempre deseada, mientras que la vejez echa sobre mi cabeza una carga más pesada que las cimas del Etna, y extiende un sombrío velo sobre mis párpados”.

En “Edipo en Colono”, Sófocles escribe: “Lo mejor que podría sucederle al hombre sería no nacer; en segundo lugar, tener la dicha de volver lo más pronto posible a la nada de la que seguramente salió. Tan pronto llega la juventud, trayendo con ella la imprudencia y la insensatez, ¡cuántos trabajos y preocupaciones se abalanzan sobre ella! Crímenes, discordias, querellas, combates y envidia; y llega por fin la vejez, la odiosa vejez, débil, inaccesible, sin amigos, que concentra en ella todos los males”. 

Sin embargo, a medida que estas sociedades son penetradas por la cultura occidental y la ideología del progreso, la situación privilegiada del anciano va desapareciendo. Y eso no es de hoy, la aparición de la imprenta de Gutemberg significó un golpe a la transmisión oral que era privativa de la ancianidad. “Cuando un viejo muere, se quema una biblioteca” (refrán africano).

Cuando las sociedades primitivas eran comunidades de escasez, esto es, de economía precaria, cuando el anciano se transformaba en una carga para los suyos, podía ser abandonado o sacrificado. Heródoto, en el siglo V antes de nuestra era, refiere la costumbre entre algunos pueblos del norte del Cáucaso, de inmolar a los ancianos enfermos o achacosos y, a menudo, canibalizarlos. En forma análoga, en épocas mucho más cercanas, entre los habitantes del Norte siberiano los viejos que ya no podían cazar solían suicidarse. Y los ojibwa (junto al lago Winnipeg), así como los siriono (en la selva boliviana), acostumbraban abandonar a quienes se volvían inútiles por sus deficiencias físicas o mentales. Los mongoles, por su parte, respetaban a los viejos de buena salud, pero mataban por asfixia a los otros.

En  las comunidades antiguas que tuvieron la alimentación y la supervivencia relativamente aseguradas, los viejos gozaron de una situación envidiable: honrados y respetados en virtud de su saber y de su función social. El término árabe “shaikh” (en castellano “jeque”) , que designa al jefe, significa también “viejo”.

Nuestra cultura consumista basada en el homo “economicus” privilegia un modelo de “vida plena”, identificada con la juventud, la rapidez, la eficacia y la productividad. Por eso, los individuos de nuestra sociedad no están dispuestos, emotiva y afectivamente, para asumir la tercera edad como una etapa de crecimiento y autodesenvolvimiento. Verán la vejez con temor y harán todo lo posible por negar o postergar su ingreso a ese estadio.

El miedo a la decadencia mental sólo se sostiene con la referencia a algunas patologías (arteriosclerosis, mal de Parkinson, etc.), pero, de hecho, muchos ancianos mantienen su lucidez hasta la muerte. Hay numerosos ejemplos de artistas, filósofos y científicos que llegaron al fin de sus vidas con sus capacidades intelectuales intactas. Entre ellos: Bertrand Russell, Pablo Picasso, Albert Einstein, Ayala, Cadícamo, Guibourg, China Zorrilla, Lidia Lamaison, etc.

El miedo a la pérdida de atractivo físico tiene que ver con el modelo de la belleza juvenil, exacerbado por la publicidad y los medios de comunicación masiva. Ese modelo estereotipado lleva a muchas personas a gastar grandes cantidades de dinero en tratamientos y cirugías. La floreciente industria estética (liftings, botox, cremas, fármacos, etc.) se nutre del temor a revelar en el aspecto la verdadera edad y, de tal modo, no ser ya atractivos.

El miedo a la soledad, al aislamiento y al abandono tiene dos referencias concretas: la posibilidad de viudez y la del alejamiento de los hijos. Con la muerte de uno de los cónyuges, el que sobrevive debe procurar que el sistema familiar no se disuelva. Pero en la ancianidad los recursos personales para enfrentar y elaborar la viudez, así como para establecer nuevos lazos afectivos, suelen estar inhibidos. A ello colaboran hijos, otros familiares, amigos y vecinos que tienden a mantener el vínculo entre el viudo y el cónyuge fallecido. Esto dificulta la formación de una nueva pareja para el sobreviviente. El impacto afectivo que representa la muerte del cónyuge se potencializa al actualizar ansiedades acerca de la cercanía y posibilidad de la propia muerte. El miedo a la viudez suele ser mayor en las mujeres, lo que  no carece de lógica pues  según estudios de 1975 el 14% de los hombres mayores de 65 años son viudos mientras que el 58% de las mujeres de esa edad son viudas.

El alejamiento de los hijos por estudios, matrimonio u otra razón  genera lo que se ha dado en llamar “síndrome del nido vacío”, basado en cierta mitología occidental que postula los arquetipos de “buena madre” y “buen padre” y presupone que los progenitores deben necesariamente sufrir el alejamiento de los hijos. Pero dicho sufrimiento sólo es inevitable si los padres se identifican demasiado con sus roles de buenos padres o madres, en cuyo caso se está ante una pérdida y confusión de la propia identidad. El “nido vacío” puede permitir a los progenitores una mayor disponibilidad de tiempo y un mayor acercamiento de la pareja, ya sin las urgencias de la crianza. Esto puede ser enriquecedor, aunque, claro, también puede dejar aflorar conflictos hasta entonces encubiertos mediante los “hijos-parche”.

Escribe García Pintos: “Cuando nos referimos a los ancianos, asociamos la sexualidad con los arquetipos de la viuda alegre, o el viejo verde, dando por cierto que la sexualidad entra en un cono de sombra pasada cierta edad. La cultura social castiga al adulto mayor a vivir como si hubiera dejado de ser hombre o mujer, accediendo a una categoría angelical de ser asexuado. La anciana o el anciano que experimenta la necesidad de vivir su sexualidad se siente incómodo, avergonzado, raro, desorientado. No lo habla con su pareja por pudor o temor ante una eventual respuesta de rechazo; no lo habla con amigos por temor a ser ridiculizado; no lo hace con los hijos por temor a la censura, ni con el médico, porque muchas veces ellos suelen actuar como los hijos; mucho menos con un religioso, porque éste lo llamaría a la resignación y la castidad”.

Uno de los miedos asociados a la vejez es el de transformarse en una carga inútil. El viejo, habiendo sido sostén de su familia durante años, pasa de la noche a la mañana, con su jubilación, a ser sostenido, en el mejor de los casos, o pobre sin sostén alguno. El Papa Paulo VI definió, por eso, a los ancianos como “los nuevos pobres”.

 “Unas horas nos han sido tomadas, otras nos han sido robadas, otras nos han huído. La pérdida más vergonzosa es, sin duda, la que acontece por negligencia… No pierdas, pues, hora alguna, recógelas todas. Asegura bien el contenido del día de hoy, y así será como dependerás menos del mañana” (Séneca “Cartas a Lucilio”)

“La muerte es vida vivida, la vida es muerte que viene.”

(“Recoleta”, Jorge Luis Borges) 

Sólo el ser humano sabe que va a morir. Ninguna otra especie conocida presenta conciencia de finitud similar a la humana. Algunos animales pueden experimentar el dolor por la pérdida de una cría o una pareja (e incluso del dueño, en el caso de mascotas) a punto tal de “dejarse morir”, pero esto no implica una conciencia de mortalidad, sino un “duelo” exclusivamente emocional. Por eso, se puede decir que el hombre muere, mientras que el animal simplemente cesa.

San Agustín escribió: “En el momento en que empezamos a vivir en el cuerpo, empezamos a morir y estar en la muerte (…) Por eso el hombre no está nunca en la vida, aunque viva en el cuerpo, ya que es más bien un muriente que un viviente”.1 A eso ya se había referido Séneca cuando sostuvo: “No caemos de improviso en la muerte, sino que procedemos hacia ella paso a paso: morimos cada día. La última hora, en la cual cesamos de ser, no realiza por sí misma la muerte, sino que la cumple”.2 La muerte, entonces, jamás podría sorprendernos, como suele decirse, porque siempre estuvo presente, al alcance de nuestra conciencia.  
 El miedo a la muerte ha generado las religiones con sus promesas de la vida eterna, salvo ciertas versiones del hinduismo y del budismo en las que la santidad sella el fin de las reencarnaciones.

La muerte suele anticiparse con angustia en la  desaparición de los seres queridos: familiares, amigos. Un buen ejemplo del dolor por la muerte de alguien amado es el mito de Orfeo, quien, desesperado por pérdida de Eurídice, decide bajar al infierno para recuperarla.

Una imperdible reflexión sobre el proceso de morir se encuentra en el relato de León Tolstoi “Iván Illich”, que recorre el fastidio que produce en el protagonista la muerte de los demás, las pesadas obligaciones que impone el fallecimiento de otros, también el rencor por verse enfrentados a su propio destino. Luego, cuando Ivan Illich se enferma el autor da cuenta de la prolongada negación de su enfermedad hasta que le es inevitable asumirla, entonces será su turno de enfrentarse con la indiferencia de los demás, también con la desaprensiva burocratización médica. Iván Illich comprende entonces que está solo ante la muerte, que su drama es, para los demás, una molestia que se esfuerzan para que no modifique su cotidianeidad, mientras sus compañeros de trabajo hacen planes para el cargo que dejará libre al morir.

Como contraparte, en el más antiguo poema épico que se conoce,   el “Gilgamesh”, se narra la vivencia desgarradora de la muerte del ser amado y la confrontación terrible con el destino propio. Gilgamesh, rey de Uruk, y su compañero Enkidu comienzan luchando uno contra otro, pero pronto se convierten en amigos inseparables. Juntos logran matar al gigante Huwawa y al toro sagrado del cielo. En castigo a este último acto, los dioses, enojados, hacen morir a Enkidu. El dolor de Gilgamesh es enorme y permanece llorando junto al cadáver, hasta que éste comienza a dar signos de putrefacción. Hasta aquí lo experimentado por Gilgamesh es la pérdida de su amigo, pero, a partir de entonces, debe enfrentarse, aturdido y desconcertado, al hecho de la muerte. Una idea nace en él: 

“Cuando muera, ¿no seré como Enkidu?
Angustia ha entrado en mis entrañas.
Temeroso de la muerte, recorro la llanura”.3 

La muerte de Enkidu pone a Gilgamesh de cara a la perspectiva de su propia muerte. Desesperado, se lanza a buscar el secreto de la inmortalidad. Finalmente, ha de regresar a Uruk sin lograr su objetivo, pero reconciliado con su destino finito.

Hesíodo y Homero consideraban a la muerte (Thánatos) hermana del sueño (Hypnos) e hija de la noche (Nyx), esto es, de la oscuridad. Es común, como una forma de negar lo antiestético de la muerte,  pensar románticamente el sueño y la muerte como similares. La muerte se presenta, así, como un sueño final y definitivo. Conviene recordar, por ejemplo, el célebre monólogo de Hamlet, de Shakespeare: “Morir, dormir, soñar acaso…”.

Cuando yo era un niño solía tener muy presente la muerte por experiencias familiares y uno de mis “juegos” preferidos era extenderme sobre el suelo, sordo, ciego y mudo, e imaginarme cómo sería estar muerto. Pero siempre fracasaba, porque no podía dejar de pensar…

También Jorge Manrique insiste en el símil sueño-muerte: 

“Partimos cuando nacemos,
andamos cuando vivimos
y allegamos
al tiempo que fenecemos,
así que cuando morimos
descansamos”.4 

Puede  no asumirse la muerte como un dejar de ser nuestro, sino como si fuera el mundo quien dejará de ser. Borges lo expresó en el poema “El suicida”:  

“Mi muerte.
No quedará en la noche una estrella.
No quedará la noche.
Moriré y conmigo la suma
Del intolerable universo.
Borraré las pirámides, las medallas,
Los continentes y las caras,
Borraré la acumulación del pasado.
Haré polvo la historia, polvo el polvo.
Estoy muriendo el último poniente.
Oigo el último pájaro.
Lego la nada a nadie”. 

La religiosidad judeocristiana ha amalgamado la muerte con la terrible expectativa del Juicio Final, cuyo resultado parecería ser previsible pues es casi imposible liberarse de cometer pecados mortales, situación agravada desde el inicio porque nacemos ya con el peso del “pecado original”. Por otra parte, el Infierno ha sido siempre descripto, pintado o filmado de forma aterrorizadora. Nunca olvidaré la película española “¡Viva Azaña!”, en la que un cura, para explicar a los alumnos qué quería decir eso de ser condenados al Infierno por toda la eternidad, llenó el pizarrón de ceros…

En cambio, según las nociones más antiguas que nos han llegado de los infiernos, no sólo entre los griegos sino también entre los sumerios, los babilonios y los antiguos hebreos, el morir estaba despojado de la idea de castigo. La morada de los muertos era pensada sencillamente como un lugar oscuro y poco deseable, un ámbito carente de vida. En La Odisea, cuando Ulises (Odisseus) desciende al Reino de los Muertos, vaga entre las sombras y se detiene a conversar con tres de ellas: la de Hécate, la de Aquiles y la de su propia madre. Aquiles confiesa: “Preferiría ser el más humilde de los siervos de un hombre pobre, entre los vivos, que un príncipe entre los muertos”.6 

Hay quienes no niegan su finitud y, por ello, cumplen con lo expresado por Nietzsche quien expresó en varios textos, acerca de que postular “otra vida” es traicionar a “esta vida”, que es la única que tenemos. Si hubiera una vida después de la muerte, este mundo sería sólo un lugar de tránsito. Lejos de tal desvalorización del mundo real, Nietzsche proponía su exaltación, esto es, confirmar lo actual, no denigrar lo real también con su horror, en la ilusión de algo mejor. Radicalizando el enfoque nietzscheano, el filósofo francés contemporáneo Alain Badiou propone erradicar de la filosofía el motivo de la finitud y aceptar, con alegría y sin plantear trascendencias ni exigir promesas, lo que simplemente nos sucede. Este ateísmo contemporáneo, explica, significa situarnos en el fugaz aquí y ahora que nos corresponde: “Aquí es donde no se nos ha prometido nada, excepto la posibilidad de ser fieles a lo que nos sucede”.8

Un ejemplo de ello fue Wolfgang Amadeus Mozart, quien aprovechó cada minuto de su vida en lo que pareció una carrera contra la muerte, sin mentirse con un tiempo infinito: se ha calculado que si un copista transcribiera toda la obra musical de Mozart, trabajando diez horas al día, emplearía unos veinticinco años en completar su labor. Mozart murió a los 35 años. Compuso la revolucionaria ópera “La clemencia de Tito” en sólo dieciocho días y, en otra ocasión, escribió, transcribió, ensayó y estrenó en sólo cinco días su maravillosa “Sinfonía en C mayor Kegel 425”, conocida como “Linz”.

“Encorvado sobre uno mismo como el avaro sobre sus monedas” (Cesare Pavese) 9 así deberíamos  pensarnos. Y sabernos mortales.

Los vitalicios tenemos la fortuna de enfrentarnos a la conciencia de finitud y ello dará sentido a lo que nos queda de vida. Pero esa conciencia debería fomentarse desde edades tempranas para que los que tienen fe no olviden de ganarse el cielo y para que los agnósticos sepan dar sentido a su paso por la tierra.

En escuelas y colegios, deberían acordarse estrategias para no fomentar la negación. Se haría reflexionar a alumnas y alumnos sobre historias como ésta:

Un peregrino que se dirigía a Santiago de Compostela, y cuyo aspecto denunciaba los muchos días que llevaba andando y juntando el polvo de los caminos, llegó a las puertas de un imponente castillo donde rogó por techo y comida. Fue conducido entonces ante su dueño, el conde, que en sus maneras y en su vestimenta evidenciaba  riqueza y  poder: 

—Deseo que me dejes descansar por una noche en este refugio de peregrinos.

—Este no es un refugio de peregrinos —respondió amoscado el conde—. Es mi castillo, el célebre castillo de la noble familia de los Romanones.

—O sea que lo habéis recibido de vuestro padre.

—Así es —confirmó el conde.

—Vuestro padre, ¿vive?

—No. Murió hace ya algunos años.

—¿Y cómo se hizo él dueño de este maravilloso castillo?

—Lo heredó de su padre, mi abuelo.

—¿Vive?

—No —respondió el conde, ya algo fastidiado—, murió hace muchos años.

—En cuanto a su bisabuelo y a su tatarabuelo también estarán, que en paz descansen, muertos. 

Se hizo un silencio de algunos segundos al cabo de los cuales volvió a hablar el zaparrastroso mendicante:

—Creo, no haberme equivocado, señor, al decir que este lugar donde la gente se hospeda durante algún tiempo y luego se marcha, es un refugio de peregrinos. 

Otra buena historia para la materia “Muerte”. Cuenta Plutarco que en cierta ocasión vio Alejandro Magno a Diógenes escudriñando atentamente un montón de huesos humanos: 

—¿Qué estás buscando? —preguntó Alejandro.

—Algo que no logro encontrar —respondió el filósofo.

—¿Y qué es?

—La diferencia entre los huesos de tu padre y los de tus esclavos. 

 

El padre de Alejandro Magno fue el poderoso rey Filipo II de Macedonia.  

Es que el ser humano se resiste a aceptar su destino. Baruch Spinoza lo ejemplificaba: “Todo quiere perseverar en su ser; el tigre eternamente quiere ser tigre, la piedra eternamente quiere ser piedra”. O sea: el individuo se rehúsa a cesar. Es por eso que, en el arte, quizá todas las más deslumbrantes obras maestras han sido concebidas por la conciencia de mortalidad y el deseo de perpetuación: la pirámide de Keops, erigida en Giza en honor del faraón de ese nombre, o la estatua del “Moisés”, esculpida por Miguel Ángel bajo encargo del papa Julio II, son monumentos funerarios. También cuando reyes y príncipes convocaban a genios como Velázquez o Rembrandt para retratarlos, consciente o inconscientemente, compraban su inmortalidad. Refiriéndose a su propia obra poética, Catulo expresó, eufórico e inmodesto: “He erigido un monumento más perenne que el aire”.10 Un ejemplo algo grotesco es el de Erostrato, quien ansioso por hacerse famoso para ganar la inmortalidad incendió el monumento  de Artemisa en Efeso. Conociendo su intención, fue condenado a no ser nombrado, bajo pena de muerte. Aunque su estratagema tuvo éxito, pues acabo de escribir un párrafo sobre él.

Pero el miedo a la muerte tiene también otras manifestaciones menos loables que el arte. Lucrecio escribió: “El amor al dinero, el ciego deseo de honores que empuja a los miserables humanos a transgredir los límites del derecho, incluso haciéndolos cómplices y agentes del crimen, el esforzarse noche y día obstinadamente en hurgar para alcanzar las cimas de la fortuna: estas llagas de la vida se nutren en su mayor parte del miedo a la muerte”.11 Como si Bill Gates pudiera garantizar su victoria contra la muerte por ser el hombre más rico de la tierra. En cambio, es seguro que su memoria perdurará por su relación con la revolución cibernética, así como los Sforza o los Medici no son recordados por sus ejércitos, sus principados y sus papados, sino por haber desviado algunos mendrugos de sus inmensas fortunas para financiar a  Miguel Ángel, Rafael y Bernini.

En El ser y el tiempo, publicado en 1927, Martin Heidegger explicó que la existencia auténtica del hombre corresponde a un vivir de cara a la propia mortalidad, a un tener a la propia muerte como permanentemente inminente, pero que eso es, en general, imposible. De hecho, nuestra existencia habitual es inauténtica, precisamente, en cuanto negamos una y otra vez nuestra mortalidad.

Existen ráfagas de conciencia, aún en los más negadores, que enfrentan con el ineluctable destino final, sobre todo cuando el tiempo nos va internando en el otoño de la existencia. Ello es una experiencia alarmante cuando surge la evidencia de una vida apostada al vacío, a la mera satisfacción del deseo social, a la lejanía de la propia esencia. Pero para los vitalicios aún hay tiempo y esperanza de recuperarse a sí mismos, de enarbolar el propio deseo, de ser generosos con uno mismo. De cumplir con vocaciones postergadas por la realidad, de movilizar aquellas capacidades hasta entonces potenciales.

Es sintomático de la negación que cuando hablamos de nuestra propia muerte tendemos a representárnosla como un hecho muy lejano en el tiempo. Además, usamos expresiones impersonales, tales como “uno morirá” o “uno sabe que morirá”, en vez de decir, simplemente: “Yo moriré y sé que moriré”. Y ese modo de hablar responde a la intención inconsciente y anónima de despersonalizar en todo lo posible la experiencia de la mortalidad, tanto más amenazante, insisto, en tanto la vida haya sido desperdiciada en el altar del marketing y demás reglas del mercado. Entonces quien morirá será un cliente, un consumidor, y no una persona.

Si el hombre no fuese mortal, no filosofaría. Probablemente tampoco tendría religión ni arte. Y acaso jamás hubiera surgido la vida social. Escribe Fernando Savater: “Todas las sociedades y sus culturas han sido complejos dispositivos para combatir contra la muerte, negando el alcance de sus efectos (ya que es imposible negar su realidad misma). La civilización nace del empeño animoso de superar el luto (…) Podemos considerar a las sociedades como estructuras (o, si se prefiere, como prótesis) de inmortalidad”.12

Como dice Unamuno, el ser humano se resiste a morir, a cesar: “No quiero morirme, no; no quiero, ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que me soy y que me siento ahora y aquí”.13 Un tal rehúso es, ciertamente, infructuoso: el ser humano está sometido, ineluctablemente, al devenir y a la finitud. Hegel, por eso, llamó a la muerte, en la Fenomenología del Espíritu, el amo absoluto, porque todo le está subordinado. Él, como el Mefistófeles de Goethe, en Fausto, afirmó que todo lo que llega a la existencia merece perecer. Sartre, en El ser y la nada, admitió que el hombre es una “pasión inútil”, pues ansía ser absoluto e infinito, pero es incompleto y finito; pretende la eternidad, pero está condenado a la fugacidad; quisiera ser Dios y es, sólo, hombre.

El gran pintor francés Henri Matisse clamaba en su lecho de muerte:  

—¡Por favor, doctor, déme los tres o cuatro años de vida que preciso para terminar mi obra! No me deje morir inconcluso… 

Es que la muerte no es un final, es una interrupción. Por eso es que el tiempo, como suele decirse, es un gran maestro —qué duda cabe—, pero el problema es que mata a sus discípulos cuando todavía están aprendiendo… 

H. Bonardi propone el concepto de “vida remanente” para la etapa que se abre al individuo después de los 60 años. En esa etapa vital “todo es más casual, menos riguroso, existen menos imperativos con origen en el entorno, y hay grados mayores de libertad para asumir la vida cotidiana… Es como haber recibido un premio: el de arribar al cuadro de honor de la madurez y encontrarse con ganas de vivir… Por eso, durante mi vida remanente quiero vivir experimentando y aprendiendo, como si todo transcurriera a la intemperie y pudiera entretenerme con techos sutiles que, por lo demás, se encuentran al alcance de todos… No aspiro más que a un entorno tolerante con el cual interactuar”.

Los vitalicios somos como esos jugadores  fútbol a quienes el director técnico les hace señas que faltan quince minutos para que termine el partido y ese tiempo debe ser aprovechado al máximo para hacer el gol del triunfo o por lo menos para hacer el pase del gol del triunfo. Irnos con la mochila vacía, sin deudas afectivas. Porque uno de los mecanismos de negación de la muerte es la postergación, el malhadado “Ya habrá tiempo”. Dice Shakespeare: “¡Mañana, mañana, mañana, palabra falaz que nos va llevando poco a poco al final de nuestros días, mientras el ayer ilumina al necio el camino hacia la muerte sombría. ¡Apágate, apágate, cabo de vela!”.7 Una postergación que nos impide expresar nuestros afectos a quien amamos, lo que hace que su muerte sea, habitualmente, culpabilizante, porque quedamos deudores de haberle demostrado lo que sentíamos.

Si aman a alguien piensen si esa persona, madre o padre, esposa o esposo, hija o hijo, amiga o amiga, lo sabe. En la medida de su amor. Quizás lo han dado por obvio o lo han expresado avaramente. Porque ¡qué difícil que nos resulta a argentinas y argentinos expresar nuestros sentimientos afectivos! Nos resultan mucho más fáciles los otros, los comentarios críticos, los halagos filosos.

Ser un vitalicio quiere decir que nos han regalado tiempo para ponernos al día y decir “te quiero”, decirlo con el alma, sin pudor, y quizás hacer un regalo que no sean los previsibles y desangelados de cumpleaños y de fin de año. Los regalos más bellos que recibí en mi vida fue una aspirina disuelta en una cuchara con agua y azúcar cuando me consumía de fiebre y soledad, también una dorada hoja de roble recogida del suelo. Siempre hay alguien a quien nunca le agradecimos como correspondía algún favor que nos hizo. O algún pecado que nos perdonó. En el evangelio de Lucas puede leerse una anécdota sucedida a Jesucristo:”Y aconteció que mientras iban (los diez leprosos), fueron limpiados. Entonces uno de ellos, viendo que había sido sanado, volvió, glorificando a Dios (…) Jesús dijo: ¿No son diez los que fueron limpiados? Y los nueve, ¿dónde están? ¿No hubo quien volviese y diese gloria a Dios sino este extranjero?” (Lucas 17:14-18). Habrán pensado que tenían otras cosas para hacer o que habría tiempo más adelante para hacerlo…

Nunca es tarde tampoco para pedir perdón o para desatar esos malentendidos que se sostienen por el orgullo aunque ya no nos acordemos la razón del distanciamiento con personas que eran importantes para nosotros y que pueden volver  a serlo. Cuando se vayan hoy de aquí recuerden estas palabras y levanten el teléfono o tomen un colectivo o un taxi y vacíen la mochila de deudas afectivas.

Les aseguro que se van a sentir muy bien.

 

 

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