MARTÍN MIGUEL DE GÜEMES

Guemes fue un carismático caudillo federal precoz por su rebeldía a la prepotencia porteña y su espontáneo espíritu federal que lo llevó a reivindicar los derechos de las provincias, en especial de la suya, Salta. Se destacó también por su vocación de justicia social y cuando gobernó dictó medidas que favorecieron al pobrerío gaucho.

 

Podría también ser incluido dentro de los caudillos altoperuanos por el escenario de sus acciones. También por su estrategia de acoso guerrillero a los ejércitos realistas que bajaban de Lima, lo que lo hermana con Juana Azurduy y su esposo Manuel Padilla, Warnes, Camargo, Uriondo, Lanza, el cura Muñecas, héroes de nuestra guerra independista que aún esperan el justo reconocimiento a sus desvelos y sacrificios. Téngase en cuenta que, según Mitre, eran cientonueve al principio de la insurrección patriota y cuando en 1825 llega la independencia del Alto Perú, que se desgaja de nuestro territorio y se transforma en Bolivia, sobreviven sólo nueve.

 

Su vida y en especial su muerte son emblemáticas de cómo  la oligarquía comercial del puerto, aliada con la aristocracias provinciales, no tuvo nunca empacho en perseguir y finalmente destruir a todo aquel que atentase contra su conducción de los asuntos públicos y de la guerra contra España, aunque también lo hizo en protección de sus privilegios económicos y políticos cada vez que los sintió amenazados.   Aunque para ello hubiese que dejar de lado consideraciones patrióticas y aliarse con el enemigo, hecho que abierta o encubiertamente se repite hasta nuestros días, siendo ejemplo de ello  el monstruoso e injustificado endeudamiento externo que hoy estrangula el desarrollo nacional e imposibilita el bienestar individual de la mayoría de argentinas y argentinos.

Por su patriotismo acerado que lo hizo hombre de extremada confianza de San Martín; por lo elevado de sus designios que siempre puso por delante de beneficios personales; por provenir de familia acomodadas y renunciar a los privilegios que por ello “le correspondía”; por practicar el “radicalismo populista” (A. Shumway) repartiendo tierras entre los pobres y aplicando impuestos a los productos importados para proteger las industrias provinciales; por sufrir el ataque de los ejércitos regulares porteños, armados y financiados para combatir contra las fuerzas realistas; por su sentido de la justicia social que lo recompensó con el amor y la lealtad de los sectores populares  que lo veneraron más allá de su muerte, Guemes puede ser emparentado con José  Gervasio de Artigas, el gran caudillo oriental. 

Cuando fue gobernador de Salta, indesmayable su compromiso con la conquista de la independencia de las Provincias Unidas, apeló, por las buenas o las malas, a la colaboración de salteñas y salteños de todas las clases sociales. La plebe de gauchos, indios y mulatos se incorporaría a sus milicias atraída porque creían en ese hombre que les proponía una epopeya en la que tendrían un papel protagónico, tan distinto al sometimiento de la vida cotidiana. También porque recibían una paga por su compromiso, ya fuese como un magro estipendio cuando ello era posible o cuando eran autorizados al saqueo como un último recurso que Guemes siempre trató de evitar pero a lo que las circunstancias a veces lo obligaron para recompensar a sus fieles montoneras.  

Las circunstancias del caudillo salteño eran distintas a la de los jefes federales del Litoral quienes guerreaban para que Buenos Aires les permitiera aprovechar sus bienes naturales, como eran sus puertos con salida a ríos que desembocaban fluidamente en el mar y que podrían haber servido para el comercio de importación y exportación de mercaderías, tráfico que los mercaderes porteños se reservaban en exclusividad. A Guemes en cambio sólo lo movían sus convicciones patrióticas y sociales, enfrentado con los “notables”de su provincia  quienes, en su gran mayoría, cedían sus animales y pagaban los impuestos a regañadientes, remisos a apoyar lo que consideran una guerra que respondía a los intereses económicos del puerto, antagónicos a los suyos basados en el secular comercio con el Alto Perú y el Perú. Es que Salta había progresado comprando y vendiendo a Potosí, a Cuzco, a Lima, mercados que ahora, por la vocación emancipadora, sobretodo de los sectores populares, se habían vuelto enemigas.

Desde fines del siglo XVI hasta principios del XIX la ciudad de Salta fue el centro cultural y comercial del noroeste de nuestro territorio y se destacaba por la riqueza y la belleza de sus edificios. Fue fundada el 16 de abril de 1582 por Hernando de Lerma, gobernador de Tucumán, quien la bautizó como San Felipe de Lerma  en honor al rey Felipe II y a sí mismo. Cuando fue destituido la ciudad pasó a llamarse San Felipe de Salta, tal era el nombre del valle que la albergaba.  Conocida como “la más católica de las ciudades” la religiosidad impregnaba una alta sociedad  conservadora y tradicionalista que se resistía a considerar a España como una enemiga. Además corrían rumores entre los feligreses que lo de Buenos Aires era cosa de masones y en San Francisco, La Merced, San Bernardo se rezaban rosarios y novenas para que Satanás no triunfase.

San Martín, convencido de que la vía de acceso a Lima era por mar y no por tierra,  dejó a Martín Güemes y sus gauchos, también a los caudillos altoperuanos, la misión de impedir el avance de las fuerzas enemigas a través de la frontera norte. El se trasladaría a Córdoba para reponerse de una dolencia misteriosa y que no pocos consideran un pretexto. El general Paz diagnosticó con precisión en sus Memorias: “Esa enfermedad se llama Alvear. Es decir la convicción de que luego de entrar en Montevideo el ambicioso don Carlos, ávido de gloria, convencido de que los laureles de la independencia argentina serían para él, lo relevaría sin contemplaciones”.

La tarea es cumplida por el ahora teniente coronel Guemes con heroísmo y sagacidad, lo que arrancará la admiración del Libertador en un comunicación al Directorio porteño: “Los gauchos de Salta solos están haciendo al enemigo una guerra de recursos tan terrible que lo han obligado a desprenderse de una división con el solo objeto de extraer mulas y ganado”. Antes, desde Tucumán, el 1º. de abril de 1814 había resaltado que  “es imponderable la intrepidez  y entusiasmo con que se arroja el paisanaje  sobre las partidas enemigas, sin temor del fuego de fusilería que ellas hacen”.

No fueron esos los únicos elogios: el 21 de julio de 1814 el comandante en jefe de las fuerzas realistas, general Joaquín de la Pezuela, envía una nota al virrey del Perú, señalándole la difícil situación en que se encuentra su ejército ante la acción de las partidas de Güemes: “Al abrigo de la continuada e impenetrable espesura, y a beneficio de ser muy prácticos y de estar bien montados, se atreven con frecuencia a llegar hasta los arrabales de Salta y a tirotear nuestros cuerpos por respetables que sean, a arrebatar de improviso cualquier individuo que tiene la imprudencia de alejarse una cuadra de la plaza o del campamento, y burlan, ocultos en la mañana, las salidas nuestras (…) En una palabra, experimento que nos hacen casi con impunidad una guerra lenta pero fatigosa y perjudicial”.

El caudillo salteño contó siempre con el apoyo de dos mujeres de arrojo y lealtad: su madre, María Magdalena de Goyechea de Guemes Montero, y su hermana, Magdalena Guemes de Tejeda, conocida por su apodo “Macacha”. Ambas de a caballo y activas en la política provincial, cubriendo sus espaldas durante las frecuentes ausencias de su célebre hijo y hermano. Se comentaba que había sido ”Macacha” quien concertó el matrimonio entre Guemes y “la mujer más bella de su tiempo” (P. Frías), Margarita del Carmen Puch. 

La invasión más vigorosa y duradera que debieron enfrentar los gauchos salteños fue la comandada por el general José de la Serna, quien llegó de España con oficiales y tropas que habían vencido a las de Napoleón Bonaparte. El invasor rebosaba de comprensible optimismo y el 22 de setiembre de 1816, a los cinco días de haber desembarcado en el puerto de Arica, La Serna escribía al virrey Pezuela: “Creo podría lisonjearme al asegurar a V.E. formaría un cuerpo de ejército capaz de entrar a Buenos Aires para el mes de mayo del próximo año”. Lo que realmente ocurrió fue que en mayo de 1817 José de la Serna y su ejército emprendían la retirada desde el Valle de Lerma (Salta) ante la imposibilidad de superar la acción defensiva de las milicias de Güemes y dadas las constantes bajas que sufrían. Lo mismo ocurrió con los demás ejércitos invasores que siguieron sus pasos.

La montonera de Güemes, a diferencia de otras, fue una fuerza muy disciplinada, compuesta por milicias gauchas y por militares experimentados que eran convocados cada vez que se los necesitaba y entonces acudían sin vacilar al llamado del caudillo. Nunca sostuvo una batalla campal al estilo clásico porque sabía que no contaba con fuerzas ni armamento adecuados para vencer en este tipo de combates por lo que desarrolló la guerra de guerrillas o de recursos.

”Dentro de este extenso escenario la forma de obrar de las fuerzas de Güemes fue la siguiente: atacar por los flancos y la retaguardia, inmediatamente después que el ejército enemigo comenzaba la invasión. El ataque tendía siempre a ser sorpresivo y estaba a cargo de grupos o partidas que se retiraban antes de que el enemigo pudiera organizar la defensa. Los ataques se repetían una y más veces, de día y de noche, mientras avanzaba el invasor. Cuando éste se detenía y destacaba una o más divisiones en busca de alimento, eran acosadas constantemente por los gauchos. En algunos casos, cuando las partidas que destacaba no tenían muchos soldados, había enfrentamientos en campo abierto y más de un triunfo completo de las milicias gauchas. En tales ocasiones los vencedores regresaban con algunos prisioneros y era raro el soldado enemigo que retornaba al lugar donde había acampado el invasor.

Cuando el invasor había sido contenido, varios escuadrones de gauchos ya estaban preparados para actuar durante la retirada del enemigo. Y nuevamente ocurría el ataque por los flancos y la retaguardia, de día, de noche, en marcha o durante el descanso y durante todo el tiempo que los realistas tardaban en evacuar el territorio salto jujeño” (G. Camba).

Como operaba en una zona muy vasta, desde la frontera sur de la actual Bolivia hasta el río Juramento, y desde San Pedro de Atacama, hoy Chile, hasta el departamento de Orán, una superficie de aproximadamente 150.000 km2, disponía partidas distribuidas de manera de detectar, acosar  y rechazar las invasiones realistas cualquiera fuese el camino que éstas tomasen.

Una muestra del accionar del caudillo quedó registrado indirectamente en el informe sobre los servicios del coronel Pablo Burela, fechado en Santa Fe el 8 de octubre de 1873:

“Con este movimiento Güemes no hacía oposición, limitándose a tiroteos parciales. Desde que (el jefe español) Sardina entró en el bosque más delante de Cerrillos, Güemes hizo hostilizar la columna por todos sus flancos con 60 ó 70 hombres. Sardina penetró hasta el pueblo de Chicoana, invirtiendo tres o cuatro días sin encontrar ganado que tomar, ni a la fuerza de Güemes para batirla; y determinó retirarse a la ciudad.

“(…) Apenas salió del bosque la columna y vio Sardina que eran 60 hombres los que tenía por delante, destacó al escuadrón “Dragones de la Unión” sobre ellos. Los 60 gauchos  cumplieron la instrucción de Güemes de dispersarse y huir en dirección del bajo donde estaban apostados en batalla 300 hombres colocados allí por Güemes; los que en el acto de ver al escuadrón realista que en la carga había perdido su alineación, lo cargaron y acuchillaron.

“Al ver esto Sardina mandó en sostén y refuerzo de los dragones a los otros tres escuadrones. Los 300 gauchos, también por instruc­ción de Güemes, volvieron caras dispersos en dirección del mismo camino hasta otro bajío, en donde Güemes en persona los esperaba con el resto de sus fuerzas (otros 300 ó 400 hombres).

“Los españoles, en la ilusión de su triunfo, perdieron su alinea­ción. Güemes emprendió su carga: ellos se reorganizaron. Güemes figuró dispersión de su gente, y cuando los españoles se habían alejado lo bastante de su columna de infantería, Güemes hizo la señal a su gente que vuelva caras, se alinea, forma en batalla y carga sobre los españoles y los lleva acuchillando hasta meterlos bajo las bayonetas de su infantería, que también habría sido acuchillada si no anda tan lista en formar cuadro y calar bayoneta con rodilla en tierra.

“Todos estos movimientos se ejecutan por Güemes y sus tropas a la carrera abierta de los caballos a la vista y presencia de la co­lumna de infantería. La caballería española quedó aterrada, incapaz de hacer frente, y resuelto el problema de la superioridad sobre ellos de los gauchos de Salta y Jujuy al mando de Güemes. Allí se peleó cuerpo a cuerpo y sable a sable; venciendo una fuerza de gaucho menor en número a otra fuerza mayor de españoles, aguerridos y veteranos.

“(…) La baja de los españoles en aquella jornada fue de trescientos y tantos hombres entre muertos, heridos, prisioneros y pasados. Sin embargo de ser una derrota se decretó un escudo de honor con el siguiente mote: “Me hallé en la acción de Bañado” (fue el nombre que le dieron). Tal fue el mérito para los españoles, que a pesar de ser, como he dicho, una derrota, consideraron  una verdadera hazaña el haber salvado en cuadro. Entre los muertos fue el mismo Sardina, que recibió una herida mortal de la que falleció al siguiente o subsiguiente día, y fue enterrado en Salta”.

Belgrano valoraba la acción de Güemes, como también lo hizo con los caudillos altoperuanos, en especial Manuel Padilla y su esposa Juana Azurduy para quien reclamó y obtuvo del Directorio porteño la designación de teniente coronela de los ejércitos de la Patria. Entre don Manuel y el jefe salteño nació una gran amistad, quien le escribiría sobre quienes, siendo compatriotas, serían sus peores enemigos y responsables de su muerte: "Hace Ud. muy bien en reírse de los doctores; sus vocinglerías se las lleva el viento. Mis afanes y desvelos no tienen más objeto que el bien general y en esta inteligencia no hago caso de todos esos malvados que tratan de dividirnos. Así pues, trabajemos con empeño y tesón, que si las generaciones presentes nos son ingratas, las futuras venerarán”.

Porque los adversarios de Guemes no eran sólo quienes guerreaban en nombre del rey de España sino también los politiqueros oligarcas del puerto asociados con la aristocracia salteña, quienes confundían sus propios intereses con los de la patria, celosos de que nadie compitiese con su poder basado en lo económico y en el entretejido de relaciones con sus iguales. El populacho era el sector social que trabajaba para ellos en sus haciendas y en sus comercios, y era eso lo único que se esperaba de ellos. En cambio desde que el caudillo salteño los había elevado en la consideración social por su patriótico coraje y lealtad debían soportar que perdieran la timidez al caminar por las calles y que ya no se sintieran obligados a hacerse a un lado a su paso ni a dedicarles sumisas reverencias.

A los “decentes” de su provincia apostrofará el caudillo en su proclama del 23 de febrero de 1815: “Neutrales y egoístas: vosotros sois mucho más criminales que los enemigos declarados, como verdugos dispuestos a servir al vencedor de esta lid. Sois unos fiscales encapados y unos zorros pérfidos en quienes se ve extinguida la caridad., la religión, el honor y la luz de la justicia”.

En el informe sobre los servicios del general Pablo de la Torre puede certificarse la existencia de un complot para terminar con Guemes, quien había abandonado el ejército comandado por el inepto Rondeau en la convicción de que su destino era el fracaso y que a consecuencia de éste sus  montoneras deberían vérselas con la ofensiva realista. En previsión de ello se había incautado de quinientas escopetas destinadas a las tropas nacionales. Además se había consagrado gobernador de Salta sin la anuencia de Buenos Aires: “Se habían iniciado comunicaciones por medio de parlamentos entre el general en jefe del ejército real don Joaquín de la Pezuela y el general Rondeau, con el objeto ostensible de canje de prisioneros. El coronel don Martín Rodríguez, que hacía de jefe de estado mayor, se avanzó con una escolta con el objeto, según se dijo, de recorrer las avanzadas; dirigiéndose no por el camino real de la posta, sino por el de la Negra Muerta. Luego que llegó al Tejar (cima de la cordillera) mandó desensillar y largar los caballos al pasto. Al poco rato cayeron los enemigos, lo tomaron prisionero con toda la escolta, a excepción del oficial don Mariano Necochea, que pudo escapar, y lo  condujeron preso hasta el cuartel general del ejército real en Cotagoita. Esto fue a fines de febrero, creo que el 27 de 1815.

“Presentado el coronel Rodríguez al general Pezuela, entraron ambos en conferencia, de las que resultó que éste le diese evasión a mediados de marzo pero bajo el aspecto ostensible de haberse fugado, burlando la vigilancia de las guardias. Este lance se jugó con tan poca destreza que inmediatamente se divulgó la verdad en todo el ejército real. Ni podía ser de otro modo, desde que cometieron la inadvertencia de hacer acompañar a Rodríguez nada menos que con un parlamento y su escolta hasta llegar a las avanzadas del ejército patriota, por lo que no podía ocultarse que era fingida la fuga.

 “(…)¿Y cuál fue la causa y objeto para que Pezuela diese soltura al coronel Rodríguez? Según la voz común en uno y otro ejército, la causa fue que Rondeau y Rodríguez ofrecieron unirse con su ejército al del rey para bajar a Buenos Aires a sofocar la revolución y deshacer el gobierno de la patria. Esto se dijo en uno y otro ejército. Rondeau y Rodríguez y sus partidarios se disculparon después diciendo que era una estrategia o intriga para apoderarse de Pezuela y del ejército real.

“Después de la soltura del coronel Rodríguez siguieron los parlamentos, siempre bajo el aspecto ostensible de canje de prisioneros. Rondeau con su ejército emprendió el movimiento, abriendo la vanguardia del ejército real de 500 hombres al mando del comandante Marañón en el Puesto del Marqués por las afueras de Salta enfrentándose con las que servían de vanguardia al mando de Güemes como comandante general de las  milicias de Salta  que obtuvieron esa victoria.

“Luego que Pezuela supo el contraste de su vanguardia, reconvino a Rondeau, “¿cómo hallándose comprometido a unirse al ejército real, le hacía batir su vanguardia por sorpresa?”. Rondeau se disculpó de Güemes, diciendo que había procedido sin su conocimiento, y para darle una satisfacción dio la orden a Güemes para entregar la división de Salta al coronel don Martín Rodríguez. Mas Güemes se negó, diciendo que la división no pertenecía al ejército ni estaba  bajo las órdenes o jurisdicción de su general en jefe; y que si sus servicios y triunfos no se habían de apreciar como correspondía con retirarse estaba concluido el asunto; y se retiró con la división a Salta, sin hacer la menor hostilidad al ejército de Rondeau, antes bien prestándole los auxilios que necesitaba y podía proporcionarle”.

Rondeau, cumpliendo con el vaticinio del caudillo salteño, sería derrotado por los ejércitos del rey el 21 de octubre en Venta y Media y el 29 de noviembre en Sipe Sipe. Buenos Aires envió entonces refuerzos de tropa, armamento y bastimentos para reorganizar el ejército pero“cuando todos creyeron que iba a cargar al ejército real, aprovechando la ocasión de hallarse ocupado en rendir y guarnecer las provincias del Alto Perú, para batirlo en detalle; pero con la mayor sorpresa vieron que en vez de ir contra el ejército real se lanzó de improviso contra Salta, trayendo una guerra sangrienta y bárbara que fue contenida con igual retaliación, en abril de 1816” (Informe del coronel Burela, quien combatió a las órdenes de Guemes, Santa Fe,  1873).

Como no podía ser de otra manera las tropas porteñas fueron derrotadas contundentemente por las experimentadas montoneras salteñas y sus tácticas tantas veces exitosas que las dejaron sin víveres retirando todo el ganado que hubiese en su camino y haciendo arder los campos cultivados, a tiempo que les producían crecientes bajas a favor de un decisivo predominio en las acciones de caballería. "Marchó con el ejército sin llevar víveres o ganado en pie, de modo que no pudiendo tomarlo en el campo se vio privado de él, lo que por sí sólo bastaba para hacer insostenible su posición", criticará Paz en sus “Memorias”, lamentándose de que Guemes hubiera salido bien librado. "Es inconcebible tanta imprevisión, mucho más en un general (Rondeau) que sabía prácticamente lo que era la guerra irregular o de montonera y lo que valía el poder del gauchaje en nuestro país, pues lo había visto en la banda Oriental. No puedo dar otra explicación, sino que se equivocó en cuanto a las aptitudes de Güemes y el prestigio que gozaba entre el paisanaje de Salta".

Como es de imaginar, estos desatinos en el interior de las fuerzas patriotas provocaron su debilitamiento. Fue lógico entonces que un poderoso ejército realista al mando del general Ramírez Orosco, aprovechando las circunstancias, invadiese Salta. Eran 6 batallones, 7 escuadrones y 4 piezas de artillería, formando un total de aproximadamente 4.000 hombres. Además a su comandante en Jefe lo acompañaban avezados y prestigiosos militares como los generales Canterac y Olañeta y los coroneles Vigil, Marquiegui, Valdez y Gamarra, de celebrada conducta en las guerras contra Napoleón..

El 31 de mayo de 1820 ocuparon fugazmente la ciudad de Salta. A pesar de la desorganización de las guerrillas patriotas y de combatir con una mano contra los realistas y con la otra contra las tropas regulares porteñas, la resistencia de los gauchos salteños fue admirable y eficaz. Mitre celebrará la victoria: "Las guerrillas disputaron el terreno palmo a palmo desde la frontera hasta Salta, atacando con audacia las columnas enemigas que se desprendían del grueso de sus fuerzas, con fortuna varia en los combates. Los españoles no fueron dueños sino del terreno que ocupaban con las armas, y después de un mes de permanencia tuvieron que replegarse bajo el fuego de las guerrillas salteñas a sus posiciones de Tupiza a consecuencia de los anuncios de la expedición de San Martín sobre Lima, que a la sazón se aprestaba en Chile".

Al proclamar, ante el Cabildo salteño, su nuevo triunfo, un Guemes más preocupado que eufórico decía: "A pesar de no haber sido oportunamente auxiliados, una vez más hemos conseguido, aunque a costa del exterminio de nuestra provincia, el escarmiento de los tiranos".

Ya señalamos que en Buenos Aires parecían temer más a los caudillos con influencia sobre el pueblo que a los enemigos españoles. Tampoco a los  portugueses, con quienes, como vimos en el capítulo dedicado a Artigas, no tuvieron reparos con aliarse para aniquilar al caudillo oriental. Tal como sucedía con éste, los éxitos de Guemes en vez de festejarlos los llenaban de inquietud temiendo que su “anarquía” como llamaban a la patriótica desobediencia del salteño pudiera ganar adeptos y extenderse más allá de los límites de su provincia.

Esos reparos pueden advertirse en las “Memorias” de José María Paz, un magnifico militar de escuela, quien evidencia una confusa mezcla de admiración y desprecio: "Era además Güemes relajado en sus costumbres y carente de valor personal, pues jamás se presentaba en el peligro. No obstante, era adorado de los gauchos, que no veían en su ídolo sino al representante de la ínfima clase, al protector y padre de los pobres, como lo llamaban, y también, porque es preciso decirlo, el patriota sincero y decidido por la independencia: porque Guemes lo era en alto grado. El despreció las seductoras ofertas de los generales realistas, hizo una guerra porfiada, y al fin tuvo la gloria de morir por la causa de su elección que era la de la América entera”.

Tampoco la tenía fácil el salteño con las provincias próximas pues la revolución del 11 de noviembre de 1819 contra el gobernador Feliciano de la Mota Botello había llevado al gobierno de Tucumán a Bernabé Aráoz, quien el 6 de septiembre de 1820 se hizo  proclamar Presidente Supremo de la República de Tucumán. Sentía rencor hacia Guemes porque le achacaba haber sido culpable de su destitución como gobernador tucumano en 1817.  El salteño lo desmentiría en una carta del 19 de agosto de 1820 en la que le enrostra que “me debe a mi la vida y otras cosas mas que las ignora...". Luego vendrían los reproches: “Usted sostiene aún a los godos contra mi autoridad y a  mis enemigos les permite tiren y vayan contra mi públicamente. Mis insinuaciones oficiales las mira usted con desprecio y en fin todo, usted se vuelve una pura tramoya para desconceptuarme: en la guerra negándome los auxilios, retardándome las comunicaciones, buscando pretextos privados para demorar la organización de mi ejercito, acogiéndose a las determinaciones de su congreso, atender el grave mal que va a sufrir la Nación con la falta a la combinación con el Gral. San Martín".

La hostilidad entre los gobernadores de Salta y Tucumán fue agravándose y cuando el de Santiago del Estero, Felipe Ibarra, le solicitó ayuda a Guemes para enfrentar el acoso de Aráoz  el salteño ordenó que sus fuerzas acantonadas en Humahuaca  marcharan sobre Tucumán. Tantas disidencias en el interior del campo patriota convencieron al  jefe de las fuerzas realistas, general Olañeta, de invadir nuevamente Salta. El gobernador provisorio por ausencia de Guemes, José Ignacio Gorriti, le salió al encuentro en Jujuy y lo derrotó el 29 de abril capturando gran parte del armamento y tomando prisionero al jefe de la vanguardia realista, el coronel Guillermo Marquiegue. Frente a este contraste Olañeta retrocedió hasta su Cuartel General en Tupiza donde tendió lazos con el gobernador Aráoz y con los salteños opositores a Guemes. Mientras tanto, éste había tomado el mando de su fuerza acantonada en Rosario de la Frontera para vengar la derrota del caudillo tucumano  Heredia, de lo que se encargaría su subalterno, el coronel Jorge Vidt, quien arrolló a las tropas de Aráoz y ocupó la cañada de los Nogales, a diez kilómetros de la ciudad de Tucumán.

El caudillo salteño disponía sus fuerzas para asaltar la ciudad cuando se enteró de que en la capital salteña había tenido lugar la que se conoció como la “revolución del Comercio”, cuando, el 24 de mayo de 1821, integrantes de la clase “decente” provincial, nucleados en un nuevo partido, “Patria nueva”,  hartos de los aportes en sirvientes, dinero y animales para la revolución patriota a que eran obligados por Guemes y los suyos, también deseosos de reiniciar las relaciones comerciales con las ciudades altoperuanas ocupadas por los leales al rey, habían aprovechado la ausencia del caudillo para deponerlo del gobierno designando en su reemplazo al coronel Saturnino Saravia.

El jefe salteño, con rabia y sin temor, regresó a su provincia a marcha forzada con una tropa reducida. Su presencia bastó para que los sublevados depusieran sus armas aunque, como se verá más adelante, no sus intenciones. Muchos huyeron buscando el refugio de Aráoz  pero otros, convencidos de que la presencia de Guemes era ya intolerable, se dirigieron  hacia el campamento del ejército realista para coordinar una acción conjunta.

    La historia que nos es inculcada se limita a fijar fecha y lugar para la muerte del gran caudillo y nos oculta que ello fue posible porque la clase acomodada de Salta deseó, planeó  y logró su  desaparición física. Para ello se asociaría con el general español Olañeta quien dispuso que su lugarteniente, el coronel Valdez, apodado el “Barbarucho”, que acampaba en Yavi con 400 hombres, marchase hacia el sur en maniobra oculta y sigilosa con el propósito de alcanzar en el menor tiempo posible la ciudad de Salta, sorprender a los patriotas y cumplir con el objetivo principal: asesinar a Martín Güemes. Con ello se abortó la esperanza de San Martín, falto de apoyo en Buenos Aires,  para organizar un ejército que avanzara sobre Lima para someterla en una operación de pinzas articulada con sus tropas embarcadas.

Ayudado por un baqueano aportado por los salteños “el Barbarucho” atraviesa el páramo de “El Descampado” y se embosca el 7 de junio de 1821 en la serranía de los Tacones. Luego, al oscurecer, desciende sin ser advertido al valle para alcanzar a la medianoche el campo de la Cruz, sin tropezar con guardias ya que ese flanco era considerado inaccesible. Allí divide sus fuerzas, engrosadas con voluntarios salteños, en partidas a cargo de buenos conocedores de la ciudad y ordena que se dirijan a rodear la manzana de la casa del jefe salteño, lo que se realiza sin mayores tropiezos. Uno de los colaboradores del jefe patriota, que había estado reunido en su casa y atraviesa la plaza, se topó con una de las patrullas enemigas y fue muerto de un disparo. Güemes, al  escuchar la detonación, a pesar de las advertencias de su hermana Macacha,  sale solo a la oscuridad cerrada de la noche, a poner orden, convencido de que se trataba de algún disturbio aislado provocado por la anarquía del campo patriota, sin imaginar que los realistas se habían desplegado ya por toda la ciudad.

Al darse cuenta de lo que realmente sucedía se lamentó de haberse aventurado sin escolta y pretendió huir a la carrera por una calle lateral, pero cae en una encerrona y es herido por una descarga en el trasero. Batiéndose con su proverbial bravura logró subir a un caballo y se dirigió al río Arias, desde donde fue transportado en camilla hasta la hacienda de la Cruz, para desde allí continuar su fuga hasta  El Chamical.

Sabiéndolo herido Olañeta ofreció interesada atención al salteño: “Los parlamentarios llegaron hasta el fondo del bosque donde el famoso patriota yacía en su lecho de dolor, y, en su presencia, le expresaron su cometido, rogándole aceptar la proposición y pasando al centro de todos los recursos necesarios para su curación y garantía de su interesante vida. Pero Güemes nada quiso deber a los enemigos de su patria, ni aun su propia vida: ‘Señor coronel –díjole Güemes al jefe que hacía de cabeza de la comisión-. Diga usted a su general que le agradezco su atención pero que no puedo aceptar sus ofrecimientos absolutamente’.

“Olañeta no desesperó por esto y quiso tentar por última vez la entereza del noble patriota, y trató de seducirlo, sin llevar escarmiento por el fracaso más de una vez ocurrido ya en el empleo de este vil resorte. Para tanto, envióle en seguida un nuevo parlamento, prometiéndole ‘garantías, honores, empleos y cuanto quisiere, siempre que él y sus tropas rindieran las armas al rey de España’.

“Los parlamentarios llegaron nuevamente a su lecho. Güemes escuchó con calma la proposición, y terminada ésta, incorporándose levantó en alto la voz y con marcial expresión, exclamó, dirigiéndose a su segundo en el ejército: ‘¡Coronel Vidt! ¡Tome usted el mando de las tropas y marche inmediatamente a poner sitio a la ciudad, y no me descanse hasta no arrojar fuera de la patria al enemigo!’.

“Y volviéndose hacia el parlamentario: ‘Señor oficial –le dijo, arrojándolo con un ademán de su presencia- está usted despachado’. Esta fue la contestación que dio Güemes al insultante parlamentario” (Informe de José M. García a Luis Guemes Castro).

Guemes moriría  el 17 de junio de 1821, luego de diez días de sufrimiento y a raíz de las hemorragias y las infecciones provocadas por su herida.

La aristocracia salteña, dueña otra vez del poder, feliz de ya no ser obligada a apoyar la emancipación argentina y americana, festejó su muerte e hizo desvergonzadamente pública su traición, como es claro en acta del cabildo de Salta que ofrece la gobernación provincial al jefe español que había asesinado al gaucho patriota:  “Fue (la ciudad de Salta) el siete del siguiente junio ocupada por las armas enemigas del mando del brigadier comandante general don Pedro Antonio de Olañeta que penetradas de la compasible situación en que se hallaban los ciudadanos entregados  a la mano feroz del cruel Güemes, sorprendieron la plaza sin ser sentidas, logrando la ruina del tirano con su fallecimiento acaecido el diecisiete del mismo resultivo de una herida que recibió cuando más empapado se hallaba en ejecutar los horrores de su venganza (…)”. Firman apellidos de la más rancia aristocracia salteña: Saturnino Saravía, Baltasar de Usandivaras, Alejo Arias, Juan Francisco Valdez, Gaspar José de Solá, Dámaso de Uriburu, Mariano Antonio Echazú, Facundo de Zuviría, Francisco Fernández Maldonado y otros.

Cuando Rivadavia, el fundador del unitarismo y antecesor del liberalismo autoritario, era  ministro de Rodríguez y el poder real en el Río de la Plata, hizo publicar en el diario oficial “La Gazeta  de Buenos Ayres”: “Murió el abominable Guemes al huir de la sorpresa que le hicieron los enemigos con el favor de los comandantes Zerda, Zabala y Benítez, quienes se pasaron al enemigo. Ya tenemos un cacique menos”.

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