MALENTENDER AL REVISIONISMO
Mi buen amigo Daniel Balmaceda en una entrevista que le hicieran en este medio se refirió al revisionismo en términos que merecen ser corregidos. Lo que allí da a entender es que los revisionistas nos erigimos en” jueces de la historia”. Sería correcto si no le faltase una palabra. Porque la historia nacional, popular, federal e iberoamericana, como a mí me gusta llamar al revisionismo, se funda en la crítica a la historia… liberal. La que fue escrita al fin de las guerras civiles del siglo XIX y que apuntaba a dar un basamento ideológico a la organización liberal, centralista, antipopular, extranjerizante que se instituyó en nuestro país y que perdura hasta nuestros días. Historiografía que ancló en nuestra cultura como un pensamiento único que no dejó espacio ni oportunidad para un debate que estableciera los puntos en común con otras versiones historicistas y también tolerara las disidencias inevitables en una confrontación de ideologías y proyectos políticos diferentes, ya que la objetividad en las ciencias sociales es una utopía a veces malintencionada. La marginación de los grandes pensadores revisionistas como Saldías, Jaureteche, Ramos, Scalabrini Ortiz, Chaves, Hernández Arregui, Ortega Peña y otros es una prueba de dicha intolerancia . También lo es la clausura del Instituto Dorrego durante el actual gobierno.
Tampoco el revisionismo se basa en “criticar a los próceres”. Muy lejos de ello nuestra propuesta es reivindicar a aquellos hechos y personajes a los que la historia oficial, liberal, ha oscurecido deliberadamente. Como fue el caso de la epopeya de la Vuelta de Obligado, primer combate de la victoriosa Guerra del Paraná.
Otro destacado historiador, particularmente enconado con el revisionismo, Luis Alberto Romero, demuestra en cambio conocer al adversario pues lo acusa de ocuparse de “promesas de grandeza nacional no cumplidas, realizaciones populares frustradas, enemigos internos al servicio de intereses extranjeros y antipopulares que le dan su carácter traumático”. Efectivamente de eso nos ocupamos pero lo curioso es que Romero lo expone denostatoriamente.
Es claro que lo que enoja a Romero, cuyo nivel académico valoro aunque cuestiono su auto adjudicada representatividad de los escritores “de oficio”, es el éxito del revisionismo en ganar la conciencia y el favor de la mayoría de la población. Entonces echa mano a un recurso que la política ha puesto de moda: identificar revisionismo con kirchnerismo.
Está claro que el revisionismo dio un paso adelante durante el anterior gobierno como sucedió en todos los gobiernos peronistas. También en el de Perón aunque algunos lo discutan, pero eso es tema para otro artículo. Fueron peronistas la mayoría de sus pioneros o pertenecieron a la izquierda nacional que caminó a la par. Es muy difícil imaginar a un peronista que no sea revisionista como tampoco a un revisionista que no pertenezca al peronismo o a sus aliados progresistas.
Romero opina en espejo pues se propone una épica para “desarmar una visión hegemónica” cuando es claro que eso es lo que ha sido y sigue siendo la historiografía liberal, dueña de monumentos, feriados nacionales, marchas patrióticas, denominación de avenidas, calles y parques, también programas escolares y universitarios, cátedras, academias, subsidios, becas, construyendo a lo largo de los años lo que Shumway denominó “la invención de la Argentina”, una construcción cultural impregnada de intencionalidad ideológica.
Agradezco el alarmado artículo de Romero pues tiene más claro que nosotros que la batalla cultural que el revisionismo ha librado y seguirá librando en clara inferioridad de condiciones contra el liberalismo histórico ha logrado resultados positivos.
¿Pero qué es entonces el revisionismo? He aquí un ejemplo:
Nuestros pueblos originarios nunca ocuparon un lugar de privilegio en nuestra historia oficial, que así reproduce la postergación social de los sectores populares en lo social, en lo económico y también en lo histórico. Es hora ya de que los historiadores les demos el lugar que les niega el liberalismo conservador y hagamos justicia a la lucidez y al coraje de nuestros lejanos antepasados.
Las noticias que el extremeño Núñez de Balboa hizo llegar del descubrimiento, el 25 de septiembre de 1513, del “Mar del Sur” (Océano Pacífico), se difundieron por toda España y se supieron también en Portugal. Ello urgió a los reyes de España a enviar una armada para encontrar el canal interoceánico para franquear el nuevo continente y así extender sus dominios por el oeste de las Indias Occidentales. “Habéis de mirar que en esto ha de haber secreto e que ninguno sepa que yo mando dar dinero para ello ni tengo parte en el viaje”, escribía el monarca español en sus instrucciones al Piloto Mayor del Reino, Juan Díaz de Solís, quien partiría el 8 de octubre de 1515 desde San Lúcar de Barrameda hacia la América meridional.
La suerte no acompañará a dichos conquistadores europeos pues no les sucederá lo que a Hernán Cortés, a quien el soberano azteca y su corte recibirán con honores convencidos de que eran la encarnación del dios Quetzalcoátl profetizada por los augures. Tampoco la de Pizarro, quien invadirá el imperio incaico y apresará sin dificultades a su soberano Atahualpa, más ocupado en litigar con su hermano Huáscar que en defenderse de los intrusos.
Nuestros querandíes, quizás guaraníes, a quienes nuestra historia divulgada trata de salvajes poco menos que animalizados, deben ser reconocidos como más sagaces que sus hermanos americanos ya que no confundieron a los españoles con dioses y no dudaron de que se trataban de enemigos. No se dejaron impresionar por aquellas naves descomunalmente más imponentes que sus piraguas, por aquellos desconocidos animales que arrojaban humo por sus narices y corrían a la velocidad del rayo, tampoco por aquellas pieles rígidas que sus flechas no atravesaban y que refulgían al sol como la plata que los conquistadores anhelaban.
Mataron a aquellos intrusos a quienes las imágenes de los manuales escolares representan de agraciada presencia, de tez blanca, brillantes sus yelmos y armaduras, custodiados por algún sacerdote portando una cruz, con el claro propósito de provocar la identificación de los lectores vírgenes . Los incitaron al desembarco tentándolos sagazmente desde la orilla con agua, frutas y peces, preciadísimos luego del prolongado y azaroso cruce del océano.
El cronista Herrera, integrante de la expedición, relató que “los indios tomando a cuestas a los muertos, y apartándoles de la ribera hasta donde los del navío no los podían ver, cortaban las cabezas, brazos y pies, asaban los cuerpos enteros y se los comían”.
Son falsos esos relatos sobre un canibalismo inexistente en nuestras tierras, pero que se repetirán a lo largo de la Conquista con el objetivo de horrorizar a los europeos y así justificar las intervenciones “civilizadoras” que provocaron la casi extinción de los habitantes americanos.
Es así como nuestra historia oficial nos presenta a nuestros pueblos originarios, es decir a los directos antecesores de los “cabecitas negras” de Evita , a nuestros trabajadores y desclasados de tez cobriza y pelo renegrido, autóctonos o inmigrados, que constituyen la inmensa mayoría de nuestra población.
Se trata entonces de revisar la historia de la nefanda suerte de aquellos invasores europeos que se atrevieron a hollar las tierras de lo que hoy es nuestro país y reivindicar el coraje y la astucia de nuestros pueblos originarios. Porque de eso trata el revisionismo, de poner justica donde no la hay.