LOS DESAFÍOS DEL REVISIONISMO HISTÓRICO
La teoría de la dependencia es uno de los ejes fundamentales del ideario revisionista, su denuncia y su esclarecimiento fue el objetivo principal de nuestros gloriosos antecesores. Pero hoy los mecanismos de sujeción han variado desde cuando los hermanos Irazusta describían los mecanismos de dominio a que nos sometía Inglaterra con la complicidad de sus bien recompensados “socios interiores”. Personajes que se renuevan de generación en generación: los vemos hoy desfilando por programas radiales y televisivos, escribiendo artículos, forzando la toma de medidas para resolver crisis que ellos mismos provocaron cuando fueron funcionarios de gobiernos entreguistas, escudados en la desmemoria, en la difícil comprensión de los procesos económico-financieros y en una entrenada astucia de cripticidad explicativa. La actual tampoco es la colonización que sofocaba a nuestra patria con la telaraña de las redes de ferrocarriles tendidas en beneficio de intereses británicos que magistralmente denunciara Scalabrini Ortiz.
Según José María Rosa, lo que el revisionismo se propone es “quebrar el coloniaje”, denunciar la dominación
impuesta por los poderosos de afuera, sean imperios nacionales o plurinacionales imperios económico-financieros, o una mezcla de ambos, con la complicidad de dirigencias vernáculas, políticas, económicas, periodísticas, culturales, recompensadas con el ascenso social y el bienestar material, acreedoras también del prestigio necesario para diseminar ideologías convenientes y necesarias para la conservación y difusión de los sacralizados principios del expansivo capitalismo liberal.
Denunciar los mecanismos del coloniaje fue la tarea de nuestros antecesores como Saldías, Ibarguren, Pepe Rosa, el “colorado” Ramos, Hernández Arregui, Ortega Peña, Fermín Cháves y otros. Y ese es nuestro desafío en los tiempos que corren.
¿Qué es dominación? Max Weber la define como “un estado de cosas por el cual una voluntad manifiesta (mandato) del dominador o de los dominadores,
influye sobre los actos de otros (del dominado o de los dominados), de tal suerte que en un grado socialmente relevante estos actos tienen lugar como si los dominados hubieran adoptado por sí mismos, y como máxima de su obrar, el contenido del mandato” (Weber).
El vasallaje ha vestido distintos ropajes a lo largo de las sucesivas transformaciones sociales y políticas: en tiempos de la colonización y de la esclavitud lo que se dominaba eran los cuerpos por medio del terror y el castigo físico; luego fue la salida al mar de los imperios para ocupar y dominar territorios de las naciones más débiles por medio de la superioridad militar, como fue el intento inglés de invadir el Río de la Plata en 1806 y 1807. Posteriormente, la dominación se ejerció apropiándose de los mecanismos económicos y financieros de los países vasallos, como lo logró Gran Bretaña con el empréstito Baring en venal sociedad con Rivadavia y los suyos.
Pero los poderosos siempre han sabido que los mejores mecanismos de control sobre sus súbditos de adentro y afuera, se trate de emperadores, sultanes o imperios nacionales o económico financieros, son los que operan desde el interior del dominado. En el siglo V a. C. ya enseñaba Crítias en su “Sísifo” que los gobernantes habían inventado a los dioses con la intención de gobernar mejor a los ciudadanos, haciéndoles creer en un policía interior (Freud lo llamará Über-Ich, Superyó) ante el cual no podrían ocultar sus delitos ni pensamientos. Poco después, hacia el 400 a. C., Platón escribiría La República (Politeía), donde nos contará lo que son las “mentiras necesarias”: el hombre de Estado tiene que inventar “mentiras nobles” para persuadir a los ciudadanos de que sean “buenos”, es decir, sumisos.
¿Cuáles son los mecanismos de dominación de hoy, tiempos de globalización y desarrollo tecnológico? Comencemos por decir que son potentes porque obran por fuera de la percepción de las víctimas. Desde la mitad del siglo XX, cada vez con mayor capacidad de pregnancia y de sometimiento, promueven la incorporación de países satélites como el nuestro a sistemas dominantes oligopólicos mediante la persuasiva inoculación de valores socioculturales que legitiman sus intereses imperiales.
En el tener conciencia de ello estriba una de nuestras diferencias con algunos representantes de la historia oficial, liberal. Desde Berkeley, Tulio Halperín Donghi escribió: “Quejarse de la dependencia es como quejarse del régimen de lluvias. No es necesario explicar entonces por qué no hablamos más de ella” (“Punto de vista, 1993”).
Es ésta una buena oportunidad para aclarar que nunca estuve, tampoco quienes integramos el Instituto “Dorrego”, en contra de los estudiantes, profesores y académicos formados en aulas universitarias. Fue ese uno de los artilugios que se pretendió usar en nuestra contra planteando una falsa oposición entre académicos vs. “silvestres”. Por el contrario nuestro grupo original ya estaba integrado por varios historiadores graduados o profesionales y a partir de la creación del “Dorrego” se han ido acercando e incorporando no pocos de ellos. Además la exigente membresía de un Instituto Nacional como el que presido concede la condición de académico.
Esa indiferencia colaboracionista con el coloniaje como la de H. Donghi se esconde también detrás de sofisticadas investigaciones seudocientíficas engorrosamente explicadas, sobre temas muy puntuales como el comercio de la yerba mate en el Paraguay del siglo XVI, que podrían ser justificadas si no estuvieran desconectadas de sus implicancias humanas y, sobre todo, sin referencias a las claves sociales y políticas que inevitablemente aluden a nuestra realidad actual y permitirían su comprensión.
¿Cuál es el mecanismo íntimo, inconsciente, de este moderno vasallaje? El saqueo del deseo, el instinto primario que nos relaciona con el exterior. Sobrevivimos porque debemos alimentarnos y entonces deseamos el pezón materno. Luego, el laberinto edípico nos enseñará a desear una mujer distinta a la madre y entonces nos socializamos y nos proyectamos hacia el afuera de la familia. Pero somos incompletos, incapaces por naturaleza de satisfacer nuestras necesidades y, eso es lo que abre la dimensión del deseo. Deseamos, ergo vivimos.
El deseo busca y cree encontrar aquello que nos sirve para crecer, para desarrollarnos, para ser felices. Pero esa demanda nunca se satisface, el deseo nunca logra su objetivo, siempre le falta algo. Si yo pudiera decir lo que realmente deseo decir quedaría mudo para siempre. Integramos nuestra institución de revisionismo
histórico porque buscamos algo que no encontramos cuando anteriormente nos incorporamos a otros institutos, clubes o sociedades, con seguridad tampoco lo vamos a encontrar completamente ahora y ello generará decepciones, disidencias y deserciones como en todo grupo humano Pero es esa inalcanzable zanahoria ante los ojos del burro lo que nos hace transitar nuestras vidas con goces e infortunios. Por eso escribo esta introducción, y seguramente no será lo último que escriba.
El deseo, como pulsión instintiva, no tiene objeto originario, simplemente desea. Lo señalaba ya Lucrecio: “Aquello que no poseemos se nos antoja siempre el bien supremo, mas cuando llegamos a gozar del objeto ansiado suspiramos por otra cosa con idéntico ardor, y nuestra sed es siempre igualmente insaciable”. O Séneca: “Los candados atraen al ladrón que pasa de largo ante las puertas abiertas”.
El deseo pasa al servicio del dominador, del saqueador de inconscientes, del apropiador de subjetividades, porque le pone nombre y objeto, entonces me engaño y deseo consumir porque me es impuesto, creo saber lo que quiero y actúo en consecuencia porque ignoro que ese deseo me fue impuesto en reemplazo de otros que hubieran satisfecho mis verdaderas necesidades o demandas.
El poder se adueña de nuestro deseo, lo codifica, le da una representación ajena al sí mismo para que se haga consciente y promueva sentimientos, ideas y acciones. De manera tal que el deseo, lo inconsciente, se haga manejable, previsible e ineficaz para darse cuenta, insubordinarse y proponerse cambios. Esto provoca, por ejemplo, la deseante valoración de los símbolos del dominador: deseamos su cultura y despreciamos la propia, deseamos los paisajes ajenos y vulgarizamos los propios, deseamos vestirnos como se viste el colonizador y somos obedientes a sus modas, todo ello dramáticamente sin percibirlo, sinceramente convencidos de que eso es lo mejor, lo natural, lo que corresponde, lo que nos hace buenos ciudadanos. “Civilización o barbarie”
Esta pérdida del sentido del sí mismo en relación con el mundo objetivo produce angustia y aislamiento. ¿Acaso la venta de psicofármacos no ha llegado a cifras estratosféricas? La persona está lejos de sí y de sus cosas, enajenada, es decir ajena a sus deseos, a su identidad, a su subjetividad, lo que impide la integración de la personalidad y ser ella misma, y pensar y actuar de acuerdo con sus propios deseos. Esto también incluye los deseos ligados a su nacionalidad de argentinos o a su pertenencia a Iberoamérica.
La imposibilidad de hacerlo, de ser alguien origina impotencia, se hace difícil la autoafirmación, lo que conduce a la anomia, a ser igual que los demás, al conformismo por el que se transforma en autómata, en un fantoche producido en serie, desarraigado también de su tierra, de sus raíces, de sus tradiciones, de su pertenencia a una patria que desea su lucidez y su actuar en consecuencia. Pero alguien que no piensa, que no tiene conciencia del por qué de las condiciones de su vida, de su única vida, para llenar ese vacío existencial apela a lo que el sistema pone ante sus ojos, el consumismo sostenido por la tecnología.
La interpretación teórica de Freud acerca de la sociedad y la civilización es que la historia de la humanidad es la historia de sus represiones, es ésa la matriz civilizatoria, la posibilidad de convivir con otros humanos, la postergación o renuncia a la satisfacción de sus instintos primarios. De allí su teoría sobre el “malestar en la cultura”. El énfasis freudiano estaba puesto en la represión de la pulsión sexual, pero hoy la construcción y perduración del sistema de vasallaje requiere también la represión de la conciencia, a fin de que ésta, en las personas supuestamente libres, no alcance a comprender el mecanismo de la dominación y no se rebele contra ella. Por eso, hoy no solo debe hablarse de colonialismo cultural sino también de colonialismo psicológico.
La infiltración de los intereses del colonizador y la colonización de los deseos propios cuenta con la colaboración de la debilidad identitaria que eso mismo provoca. No hay capacidad de reacción contra algo que no se percibe como extraño y perjudicial. Está distorsionada la afirmación del sí mismo ante lo social, la diferenciación entre lo propio y lo ajeno, entre el yo y lo otro. Allí, en ese vínculo debilitado, es donde se da una de las mayores incidencias de la alienación contemporánea.
En su obra sobre la “modernidad líquida”, Zygmunt Bauman plantea que una de las características de la sociedad actual es el individualismo que marca nuestras relaciones y las torna precarias, transitorias y volátiles. Escribe: “Los sólidos conservan su forma y persisten en el tiempo: duran, mientras que los líquidos son informes y se transforman constantemente: fluyen. Como la desregulación, la flexibilización o la liberalización de los mercados”.
La caracterización de la modernidad como un “tiempo líquido” da cuenta del tránsito de una modernidad “sólida” –estable, repetitiva– a una “líquida” –flexible, voluble– en la que los modelos y estructuras sociales ya no perduran lo suficiente como para enraizarse y gobernar las costumbres de los ciudadanos y en el que, sin darnos cuenta, hemos ido sufriendo transformaciones y pérdidas como la de “la duración del mundo”: vivimos bajo el imperio de la caducidad y la seducción en el que el verdadero “Estado” es el dinero y su forma colectiva de la dominación de algunos sobre muchos. Donde se renuncia a la memoria como condición de un tiempo poshistórico.
O se la tergiversa concibiendo una historización falsa como sucedió en nuestra patria. “No es pues un problema de historiografía sino de política: lo que se nos ha presentado como historia es una política de la historia en la que ésta es solo un instrumento de planes mas vastos destinados precisamente a impedir que la historia , la historia verdadera, contribuya a la formación de una conciencia histórica nacional que es la base necesaria de toda política de la nación (…) La política de la historia falsificada es y fue la política de la antinación, de la negación del ser y las posibilidades propias (A. Jauretche).
Es justamente “lo propio”, la identidad personal, lo que está enajenado. El “Diccionario de la Real Academia Española” da dos definiciones que abarcan nuestro enfoque: “Proceso mediante el cual el individuo o una colectividad transforman su conciencia hasta hacerla contradictoria con lo que debía esperarse de su condición”. Y también: “Estado mental caracterizado por una pérdida del sentimiento de la propia identidad”.
No hay un piso firme sobre el que apoyarse para disentir, para descubrir, hay miedo a establecer relaciones duraderas y a la fragilidad de los lazos solidarios que parecen depender solamente de los beneficios que generan. Bauman se empeña en mostrar cómo la esfera comercial lo impregna todo, tanto que las relaciones se miden en términos de costo y beneficio, de “liquidez” en el estricto sentido financiero.
Las convicciones y los marcos referenciales son entonces tan evanescentes como los objetos que son comprados para ser prontamente considerados desperdicio, al igual que las convicciones pasajeras y a la moda, y ello atenta contra la capacidad de sostener ideales irrenunciables, no descartables, sostenidos con firmeza, por ejemplo las afirmaciones populares, nacionales y federalistas, diferentes y antitéticas de las esgrimidas por la globalidad disolvente de identidades y pregonadas por instituciones académicas, universitarias, funcionales al sistema aunque exhiban la palabra “social” en su autodesignación, lo que confirma que uno de los mecanismos de vasallaje es el vaciamiento semántico de términos plenos de significación como “nacionalismo”, “libertad”, “populismo”, etc.
De allí que admiremos a quienes en sus épocas supieron resistirse y oponerse a las imposiciones de los sectores dominantes, aún sabiendo que perdían el premio de la seguridad, de la aceptación social, tampoco desconociendo que ponían en serio riesgo su felicidad y aún sus vidas, también la de sus seres queridos. “En algunos de los Estados que han sido sometidos por las potencias hegemónicas a una política de subordinación cultural surge, como reacción, un pensamiento antihegemónico que lleva adelante una “insubordinación ideológica” que es, siempre, la primera etapa de todo proceso emancipatorio exitoso. Cuando ese pensamiento antihegemónico logra plasmarse en una política de Estado entonces se inicia un proceso de “insubordinación fundante”. Que de ser exitoso logra romper las cadenas que atan al Estado, tanto cultural, económica, como políticamente con la potencia hegemónica (M. Gullo).
Algunos de aquellos que se comprometieron con la cadena de insubordinaciones, con repercusión en lo inmediato o a largo plazo, que llegaron o no a gobernar, que lograron mayor o menor éxito en su propagación, están nombrados, con algunos olvidos y diversa jerarquía en el decreto de formación del Instituto “Dorrego”, empezando por quien nos da nombre, caracterizado por su patriotismo, su coraje y su clarividencia nacional, popular y federalista. Abogó por la organización federal de nuestra Patria y representó también los intereses de los sectores populares como lo demostró durante su corta gestión como Gobernador de Buenos Aires. Su impronta iberoamericana se reflejó en sus vínculos con Simón Bolívar como así también en sus esfuerzos para impedir la anexión de la Banda Oriental del Uruguay al Brasil.
También José de San Martín, Martín Güemes. José Gervasio Artigas, Estanislao López, Francisco Ramírez, Chacho Peñaloza, Felipe Varela, Facundo Quiroga, Juan Manuel de Rosas, Juan Bautista Bustos,. Hipólito Yrigoyen, Juan Domingo Perón, Eva Duarte de Perón y muchos más. También los próceres iberoamericanos como Simón Bolivar, Bernardo O’Higgins, el mariscal Sucre, Hidalgo, José Martí, Manuel Ugarte, José Vasconcelos, Rufino Blanco Fombona, Augusto Sandino, Luis Alberto Herrera, Victor Raúl Haya de la Torre. Es claro que faltan muchos y quizás sobre alguno.
Los gauchos que engrosaron los ejércitos de nuestra independencia “sabían” cuál era el enemigo, eran los doctores de Buenos Aires los que se confundían consciente e inconscientemente y por eso sabotearon el ejército de los Andes y promovieron la venida de príncipes europeos para regir sobre nuestra patria. Así como los cabecitas negras del siglo XVI, nuestros antepasados querandíes y pampas supieron que Solís y los suyos eran enemigos, y actuaron en consecuencia. Fueron los “descamisados” de Perón y Eva los que apoyaron la toma de distancia del nuevo y ávido imperio norteamericano, y también los que vertebraron la resistencia contra las dictaduras del siglo XX.
Son varios los mecanismos de dominación en los tiempos que corren, pero dos son los principales: la educación y la televisión. Dejaremos de lado aquí otros que han perdido, en comparación, su fuerza coercitiva como la religión.
La educación sirve para perpetuar o reproducir el sistema capitalista. Cumple con su función de reflejar y confirmar los valores y tendencias que impregnan la sociedad en la que se vive. Es un precoz, potente y eficaz aparato ideológico del Estado, de acuerdo con Louis Althusser. La escuela es un instrumento del Estado y crea la subordinación a él. Todas las religiones y los sistemas políticos tienen y han tenido un interés fundamental en el adoctrinamiento de los niños y jóvenes, reclamándoles adaptabilidad para que se conviertan no en aquello a lo que están destinados por naturaleza sino en lo que “deben ser” para el sistema social, económico y cultural vigente. ¿Acaso no fue esta la intención educadora de Sarmiento?
Una de las dificultades para quienes cuestionan el sistema y desean cambiarlo es que el sistema está dentro nuestro, somos el sistema, por lo que nadie podría asegurar que esto que yo estoy escribiendo hoy está fuera de los límites que el sistema necesita como crítica, y posiblemente le sea beneficioso pues ofrece la impostura de una libertad permitida. No lo hiere, sino que quizás, por el contrario, lo favorece. Ojalá que no sea así.
Paulo Freire se refería a una “invasión cultural” que consiste en que “los invadidos vean su realidad con la óptica de los invasores. Un individuo cree que sus ideas son resultado de su propia actividad pensante, y la verdad es que ha transferido su cerebro a los ídolos de la opinión pública, a la prensa, al gobierno, a algún líder político”. O a sus maestros.
El forjista Jauretche, cuando esos mecanismos de vasallaje no eran tan subrepticios y alienantes, no habían aún alcanzado el saqueo de nuestros inconcientes, escribió: “Fue una labor humilde y difícil, porque tuvimos que destruir hasta en nosotros mismos, y en primer término, el pensamiento en que se nos había formado como al resto del país, y desvincularnos de todo medio de publicidad, de información y de acción pues ellos estaban en manos de los instrumentos de dominación, empeñados en ocultar la verdad”. También Scalabrini Ortiz: “Todo escritor nacional ha experimentado alguna vez la sensación de un muro que lo asfixia y la interrogación concomitante acerca de si la lucha empeñada tiene un sentido que la justifique”. Porque el principal obstáculo no está afuera sino principalmente en el interior de nosotros mismos, modelados psicológica y culturalmente de acuerdo con los aparatos ideológicos del estado liberal-autoritario importado de allende los mares e instalado entre nosotros después de Pavón y exacerbado por la evolución mundial hacia un fundamentalismo capitalista neoliberal.
En cuanto a las comunicaciones masivas, la televisión es hoy la confirmación de la terrible profecía de George Orwell en 1984, banalizado por el programa de televisión que le robó el título. Ese aparato sustentado por la nada eléctrica de los rayos catódicos es el superego colectivo, que no domina por medio del castigo sino por medio de la seducción. A cambio de renunciar a ser nosotros mismos, a ser, nos compensa con la posibilidad de tener. Herbert Marcuse en 1968 escribía que “a cambio de las mercancías que enriquecen su vida, los individuos no venden únicamente el trabajo, sino también el tiempo libre. El vivir mejor queda contrarrestado por un control total sobre la vida”.
La penetración de la imagen televisiva en nuestra vida se amplía en un contexto de explosión espectacular de todo lo relacionado con la realidad y el mito del desarrollo científico-técnico. Pierre Bourdieu afirma que “como Dios, todo está en la televisión de la misma manera que la televisión está en todo”. Así, fuera de ella no hay nada. La televisión es hoy el marco perceptivo a partir del cual estructuramos nuestro juicio, desarrollamos y desplegamos las categorías analíticas con las que nos enfrentamos al mundo, e interiorizamos lo real. El sistema de valores que es funcional a los intereses imperiales. ¿Acaso cuando fuimos dominio económico, político y social de Gran Bretaña, cuando todavía se trataba de colonialismo cultural y no de colonialismo psicológico, no aprendimos que lo ajeno es siempre mejor que lo propio, que civilización es sinónimo de Europa, que bárbaras son las mayorías populares, los intereses provinciales, las tradiciones criollas? ¿Acaso no fuimos convencidos de que escribir o pintar bien es hacerlo como si fuéramos de allá y no de acá? ¿Acaso no somos virtuosos en deportes extranjeros como el polo, el rugby, el hockey, también el fútbol, y en cambio, hemos renegado del fascinante pato? ¿Acaso no pagamos fortunas por asistir al show de una banda norteamericana y en cambio obligamos a Atahualpa y a Piazzola a ganarse el sustento bajo otros soles? La pantalla define los límites sobre lo que puede ser pensado a partir de lo que puede ser visto y oído de forma que lo que no se ve, no existió ni existirá hasta que sea instituido como realidad por la pantalla.
No solo en la selección y el manejo de las noticias hay intencionalidad dominante. También en los aparentemente banales programas de entretenimiento, en los que se transmiten los cánones que hacen al homo consumens adoctrinado en los valores que los incorporan al sistema. No hay ingenuidad allí. Eso lo desmontaron Ariel Dorfman y Armand Mattelart en los sesenta en un magnífico libro, “Para leer el Pato Donald”, en el que desocultaron el consumismo, el sexismo, el mercantilismo, y la presentación como villanos de los luchadores por las liberaciones nacionales de la época que se esconden en esas tiras aparentemente ingenuas.
Por ello es válida la disputa de hoy por el relato, por el “derecho”a la impregnación, en tanto y cuanto se remita a los contenidos y no al beneficio económico o partidista. Una forma moderna de confrontación más ideológica que política, de gran profundidad.