LOS ANTECEDENTES DE MAYO
Algunos historiadores afirman que no había afán de independencia política en los protagonistas de Mayo sino sólo anhelo de romper la dependencia económica con España para así entrar en la órbita comercial de Gran Bretaña, como lo habría expresado la “Manifestación de los hacendados” firmado por Mariano Moreno aunque redactado en colaboración con Manuel Belgrano, entonces secretario del Consulado en el Río de la Plata.
Sin embargo la idea de emancipación estaba clara en las intenciones de algunos, entre ellos Bernardo de Monteagudo, cuya sinuosa, desprejuiciada y fulgurante carrera política lo llevó a ser el favorito de Alvear, de O´Higgins, de San Martín y, luego del renunciamiento de Guayaquil, también de Bolívar. Se había iniciado precozmente en la universidad de Chuquisaca, en cuyos claustros estudiaba y donde tuvo activa participación en la sublevación de 1809. A su bien dotada pluma, que lo llevó a ser periodista de éxito y escriba de los próceres antes citados, se debió la amplia difusión de un libelo de vigorosa influencia en la juventud libertaria de entonces, cuando sólo tenía 19 años.
El “Diálogo entre Atahualpa y Fernando VII en los Campos Elíseos” era un dialéctico intercambio de ideas entre las almas de Fernando VII, Rey de España, y la de Atahualpa, el infortunado Inca sacrificado por Pizarro 300 años atrás. La trama era ingeniosa y eficaz: el Rey se lamenta ante el Inca por el despojo de que ha sido objeto por parte de Napoleón; Atahualpa, sinceramente conmovido, no pierde la oportunidad de enrostrarle que comprende el sufrimiento real por cuanto él también ha sido desalojado de su corona, de sus dominios y hasta de su vida por los conquistadores provenientes de la tierra de la que Fernando VII era justamente monarca. Las argumentaciones del Inca resultan tan convincentes que el Rey termina por afirmar: “Si aún viviera, yo mismo movería a los americanos a la libertad y a la independencia más bien que vivir sujetos a una nación extranjera”. En otro pasaje, y recuérdese que Monteagudo escribía en 1809, Atahualpa afirma que si le fuese posible regresar a la tierra incitaría a los suyos a la revolución: “Quebrantad las terribles cadenas de la esclavitud y empezad a disfrutar de los deliciosos encantos de la independencia: vuestra causa es justa, equitativos vuestros designios”.
Otro capítulo de los antecedentes insurreccionales tuvo como protagonista a la esposa del emperador del Brasil, la princesa Carlota de Borbón, hermana del rey Fernando VII, prisionero de Napoleón, quien vio la oportunidad de reivindicar sus derechos, como Borbón, a las colonias americanas. La idea de reclamar las posesiones americanas para doña Carlota fue apoyada por su esposo pues podría significar la anexión de inmensos territorios a la Corona portuguesa, y también por influyentes criollos rioplatenses que imaginaban una vía de independencia de España aunque se cayese en otra servitud europea. Es que Gran Bretaña deslumbraba a los jóvenes díscolos de entonces por sus ideas económica, política y culturalmente más avanzadas que las de la retrógrada España, y Portugal era su aliado subalterno. Tanto era así que su emperador estaba en Río de Janeiro porque así lo había dispuesto el Foreign Office.
Corría el año 1808 y el canciller Souza Coutinho, encargado de la operación, hizo pública una fingida separación conyugal de los soberanos para dar la sensación de que los intereses de Portugal no pesarían en las determinaciones de Carlota. Con esa misma intención se le empezó a dar el tratamiento de “Infanta” española y no el de “Princesa Real” portuguesa, y se la hizo vivir en un palacio de la playa Botafogo en lugar de compartir con su esposo el palacio real de San Cristóbal.
El cabildo porteño, fiel al monarca preso, rechazó inmediata y airadamente la “reclamación” diplomática que fuera enviada a todos las autoridades coloniales de Sudamérica. En cambio no fue ésa la reacción de los criollos honrados con las cartas autografiadas de la Infanta quienes, desde ese mismo momento, se declararon sus partidarios y avalaron sus derechos. Así lo manifestaron los jóvenes “alumbrados” en sus contestaciones a Río de Janeiro. Entre ellos Manuel Belgrano, quien escribirá: “No es comparable la representación de la Junta de Sevilla (que entonces regía simbólicamente en España) con las de Vuestra Alteza Real ni pueden ponerse entrambas en paralelo; aquélla es de mero hecho y ésta de conocido derecho”. Otro complotado, Cornelio Saavedra, en su carta declarará que se “postra en el más sumiso acatamiento ante Vuestra Alteza Real suplicándole digne mandar impartir las órdenes que fueren de su Real agrado”.
Fue la esperanza de la llegada de la Infanta lo que motivó el rechazo criollo a la designación del virrey Cisneros en sustitución de Liniers, el héroe de la Invasiones Inglesas, cuya posición se había debilitado debido a su nacionalidad francesa y las difundidas pero injustificadas sospechas de su lealtad a Napoleón, el carcelero del rey Fernando VII. Si bien Liniers no estaba complicado en el “carlotismo” los conspiradores descontaban que podrían condicionarlo y plegarlo a sus intereses debido a su fragilidad política.
Pero don Santiago sería remiso a toda colaboración y finalmente la operación “Carlota” se derrumbaría cuando el embajador británico, lord Strangford, frenaría las aspiraciones expansivas de Coutinho ya que Inglaterra no tenía interés en aumentar el poderío de Portugal ni en fomentar la independencia de las colonias de su aliada contra Napoleón, pues España significaba la mejor y única playa de desembarco en el continente europeo para sus ejércitos. Además toda rebelión colonial era un mal ejemplo que podía extenderse a las propias posesiones ultramarinas.
Pero fue también el emperador Juan quien se opuso. Según el biógrafo de la Infanta, su secretario Presas, debido “al miedo fundado que tenía el mismo príncipe de que una vez que su esposa se hallase señora de Buenos Aires formase un ejército, y fuese hasta el Río de Janeiro para despojarlo del torno, y ponerlo donde no le diese el sol”.
Lo que nos cuentan y enseñan suele retacearnos la fascinante complejidad de los hechos históricos en su esfuerzo por dar una versión linealmente comprensible, también intencionada, de los mismos. Así no ilumina la decisiva participación, aunque embozada, de Gran Bretaña en los días de Mayo.
Ya durante las invasiones inglesas los jóvenes “alumbrados” que se reunían en la jabonería de Vieytes elucubraron una posible complicidad con la Corona. Saturnino Rodríguez Peña era uno de ellos, y como los demás, se sentía iluminado por las luces de las nuevas ideas europeas sobre libertad, igualdad, fraternidad y propiedad. Devoraba los textos de Voltaire, de Rousseau, del barón de Montesquieu, de la Enciclopedia de Diderot y d’Alembert. Fue delegado por Castelli, Belgrano, Paso, Moldes y los otros que ya maquinaban estrategias para cortar la dependencia de España para hablar con el general Beresford, prisionero en Luján, e interesarlo en la emancipación de las provincias del río de la Plata. Convencerlo, y por su intermedio al Foreign Office inglés, de no insistir en la ocupación militar pues así nuevamente deberían enfrentar el coraje y la astucia de gauchos, mulatos, indios y orilleros. Lo más conveniente, tanto para la Corona inglesa como para los criollos levantiscos pero también temerosos de las puebladas, era promover la independencia del Río de la Plata a cambio de garantizar el dominio británico de su comercio en el que los “alumbrados” tendrían la activa participación que los realistas siempre les habían negado. Es decir no conquistar sino liberar, y que esto fuera a puro beneficio económico de Inglaterra.
El venezolano Francisco de Miranda, el precursor, se había ilusionado en su uniforme preliminar: “Sudamérica puede ofrecer con preferencia a Inglaterra un comercio muy vasto, y tiene tesoros para pagar puntualmente los servicios que se le hagan (…)Concibiendo este importante asunto de interés mutuo para ambas partes, la América del Sud espera que asociándose a Inglaterra por un Pacto Solemne, estableciendo un gobierno libre y similar, y combinando un plan de comercio recíprocamente ventajoso, ambas Naciones podrán constituir la Unión Política más respetable y preponderante del mundo”.
Beresford se mostró favorable a esas propuestas y se ofreció a hacerlas conocer al conquistador de Montevideo, general Auchmuty, y al gobierno de Londres. Para ello era necesario que el jefe inglés fugara. Un testigo de época, Francisco Sagul, se ocupa de ello: “Don Saturnino (Rodríguez) Peña era hermano político del capitán de blandengues don Antonio Olavarría, encargado de la conducción de Beresford (preso) a Catamarca. Presentóle Peña a poco de su salida una orden supuesta de Liniers para que le fuese aquél entregado, lo que consiguió sin obstáculo junto con Pack (otro alto oficial inglés); y los condujo a la ciudad, donde todos permanecieron ocultos hasta que se embarcaron en la sumaca de un portugués Lima. Obteniendo (Rodríguez Peña) del gobierno inglés por tal servicio una prensión anual de por vida de mil quinientos pesos fuertes”.
La tramitación, si existió, fue inútil pues a los pocos meses tendría lugar otra invasión ya que la Corona británica, que había hecho desfilar por las calles de Londres los cuantiosos caudales incautados en la primera incursión consideró inaceptable la “insurrección” de la que ya consideraba una de sus colonias.
Años más tarde, en vísperas de Mayo, en Buenos Aires los grupos económicos se habían ido dividiendo en dos fracciones: los monopolistas y los partidarios del libre comercio. Los españoles pertenecientes al primer grupo querían mantener el privilegio de ser los únicos autorizados para introducir y vender los productos extranjeros que llegaban desde España. Estos llegaban sobrevaluados porque la metrópolis, sin capacidad productiva, a su vez se los compraba a otros países como Francia e Inglaterra para después revenderlos en América. Son ellos, los monopolistas, el grupo social y económicamente más poderoso, los que demostrarán no tener problemas en aceptar a la Francia napoleónica como su nuevo amo en tanto pudieran conservar sus privilegios.
En cambio los partidarios de liberar el comercio sostenían que España se había transformado en una cara, ineficiente y prescindible intermediaria y su crítica se expandía hacia lo ideológico cuestionando su oscurantismo religioso y sus convicciones detenidas en el pasado. Además se negaban a rendir pleitesía al hermano de Napoleón, José Bonaparte, a quien apodaban burlonamente “Pepe Botellas” por su afición a la bebida.
Durante un tiempo éstos predominaron y el puerto de Buenos Aires se abrió a comerciantes de toda laya, especialmente ingleses. El administrador aduanero informó al virrey que habían ingresado a ese ente recaudador unos 400.000 pesos, “cantidad que jamás ha producido esta Aduana en tan corto tiempo”. La suma equivalía a lo recaudado en todo el año 1806. Creció de tal manera el comercio con los ingleses que los poderosos monopolistas reaccionaron y sus protestas fueron tan amenazantes que el virrey, dando muestras de su volubilidad de carácter, ordenó la suspensión de la medida y la expulsión de los comerciantes extranjeros, dándoles a los británicos un plazo para dejar Buenos Aires. Luego le tocará a Cisneros el turno de ceder ante las presiones inglesas y amplió el plazo en cuatro meses que expiraba el… ¡20 de mayo! . ¿Puede alguien dudar que esa circunstancia tan callada por la historia que nos enseñan fue de enorme influencia en los sucesos que se desarrollaron a partir de esa fecha en el río de la Plata?. Estos acontecimientos fueron aprovechados para la estrategia de los criollos independentistas.
Está comprobado que los barcos británicos de guerra surtos en el puerto más el embajador inglés en Río de Janeiro, con competencia en el Río de la Plata, lord Stangford, hicieron pesar su influencia. Durante las jornadas de Mayo dichas naves estaban amarradas en el puerto en actitud de protectora coacción. El capitán de la escuadra, Charles Montagu Fabian, no solo empavesó las naves y disparó salvas de festejo el 26 sino que también arengó al pueblo a favor de la revolución. Habría motivos para festejar: en los días subsiguientes se rebajaron en un 100% los derechos de exportación y se declaró libre la salida de oro y plata sin más recaudo que pagar derecho como mercancía, tal como se había pedido en “La Representación de los Hacendados”.
Gran Bretaña había aprendido, cuatro años después de su primera invasión, que para colonizar al Virreynato del Río de la Plata no hacían falta ni su escuadra ni sus soldados. Bastaba con dominar su comercio. Pocos años más tarde acentuaría su influencia a través del endeudamiento, para lo que contaría con la complicidad de quien fuera nuestro primer presidente. Estrategia de las grandes potencias que se perpetúa hasta hoy.