LAFINUR y LA LIBERTD DE PENSAR

Su sobrino bisnieto, Jorge Luis Borges, quien le adjudicaría sus genes poéticos, le dedicó un poema que incluyó en “La moneda de hierro”:

“(…) Cuando en la tarde evoco la azarosa

Procesión de mis sombras, veo espadas

Públicas y batallas desgarradas;

Con usted Lafinur, es otra cosa.

Lo veo discutiendo largamente

Con mi padre sobre filosofía

Y conjurando esa falaz teoría

De unas eternas formas en la mente.

 Del otro lado del ya incierto espejo

Lo imagino limando este bosquejo”.

 

Juan Crisóstomo Lafinur es una figura fascinante de nuestra historia. En tiempos de nuestra independencia dedicó su vida a una lucha ardorosa y finalmente letal, no en el campo de batalla sino en el territorio de las ideas. Es oportuno recordarlo en días en que sus restos, hasta ahora sepultados en Chile, regresan a su patria por una encomiable iniciativa del gobierno de la provincia de San Luis, donde descansarán en una biblioteca-museo erigida en su homenaje en el lugar de su nacimiento en 1797, La Carolina, donde su padre tenía a su cargo, al servicio de la Corona española, una explotación minera.

Alertados sus progenitores de su inteligencia y ansia de saber, por consejo del deán Funes, fue enviado a estudiar en Córdoba, en el Colegio de Monserrat, donde conoció a quien sería su gran amigo, Juan Cruz Varela, también poeta y patriota relevante.

En la prestigiosa casa de estudios Juan Crisóstomo dio vuelo a su fértil veta literaria que llevaría a Juan María Gutiérrez a exaltarlo como “el poeta romántico de nuestra época clásica”. También allí comenzó a interesarse en el estudio de los pensadores europeos más modernos, a contrapelo de las ideas de la adormecida sociedad colonial de entonces.

Respondiendo al llamado de la patria Lafinur se alistó voluntariamente en el Ejército del Norte a las órdenes de Belgrano, quien lo tuvo en especial consideración. Es de imaginar, en aquellos devastados escenarios de guerra,  al general graduado en Salamanca sosteniendo apasionadas discusiones filosóficas con el joven puntano que deslumbraba con su inteligencia y conocimientos vigorizados en la Academia de Matemáticas que don Manuel fundara para instrucción de sus cadetes. Allí tuvo de maestro al pintoresco general Daxon de Larcoisse, masón y propagador de ideas libertarias.

La admiración de Lafinur por Belgrano fue inspiradora de una de sus pocas obras poéticas que sobrevivieron al tiempo y al olvido: su conmovedor “Canto fúnebre” que Valentín Gómez leyó durante las exequias del gran patriota y que en algo palió la generalizada indiferencia de una sociedad desgarrada por la anarquía y la guerra civil. 

 “(…) Héroes  de nuestro suelo,

que habéis volado de la gloria al templo,

 a la tierra dejando

sangre, gloria, virtud, fama y ejemplo,

ved vuestro general: corred el velo

a las doradas puertas, mientras tanto

nosotros con desvelo

visitaremos la urna para darle

tributo eterno de amargura y llanto.”

 

Luego de tres años de combatir con coraje en los triunfos de Salta y Tucumán y en las derrotas de Vilcapugio, Ayohuma y Sipe Sipe, Juan Crisóstomo regresó, esta vez a Buenos Aires.  Donde no tardó en incorporarse activamente a su vida social de tertulias y saraos, haciendo gala de su conversación fluida, de su aspecto agraciado, de su elegancia de bailarín y de su aceptable talento de pianista.

Pero fue a lo intelectual a lo que dedicó sus mayores afanes, convencido de su papel de difusor en el Río de la Plata de las ideas  de humanismo y progreso que cundían del otro lado del mar. Escribió en los periódicos “El americano” y “El censor” y el canónigo Domingo Achega, en un gesto imprevisto en un católico conservador,  le otorgó una cátedra de filosofía en el relevante Colegio del Sur, que había reemplazado al de San Carlos, a pesar de que Lafinur era un joven laico de sólo veintidós años.

Allí comenzaron sus infortunios pues la divulgación de autores como Condillac, Testut de Tracy y Locke  no fue bien vista por la pacatería que dominaba los círculos del poder político y educativo porteño.

En vez de amilanarse Juan Crisóstomo aceptó el convite e hizo algo que entusiasmó a sus seguidores y enfureció a sus detractores: al iniciar sus clases se quitó la toga profesoral y continuó en traje de calle. Con ello hizo corpóreo su interés de secularizar la filosofía, de liberarla de su brete escolástico, de quitarle los cerrojos prejuiciosos de una religiosidad anclada en el pasado inquisitorial e ingresarla en los dominios de la libertad de pensamiento. La religión debía ocuparse de los asuntos confesionales y dejar al hombre y su ciencia el desciframiento de la vida y sus misterios.

El escándalo fue creciendo y fue el cura Castañeda, combativo adalid de la oposición religiosa, quien lastimaba a Lafinur en su periódico “Despertador teofilantrópico”: “Esos filósofos no saben de la misa la media, ni aún la doctrina cristiana, y que lejos de ser filósofos antes bien son unos trapalones inquietos, díscolos, soberbios, perturbadores de la paz, noveleros que embaucaron a la Francia y a la Europa con sus teorías inclasificables, y que han inficionado al mundo con el espíritu de rebelión seduciendo a los incautos con su elocuencia vana y fantástica”.

Lo que más preocupaba a sus enemigos eran que las clases de Juan Crisóstomo era muy populares entre los jóvenes y la concurrencia había crecido hasta desbordar hacia la calle. La confrontación llegaría a la agresión personal contra el joven profesor y también contra algunos de sus más fieles alumnos. No faltó mucho para que Lafinur, acusado de herejía y de deformar la “verdadera” filosofía, fuera obligado a renunciar a su cátedra y a alejarse de Buenos Aires en dirección a Chile para reguardar su vida.

Pero al llegar a Mendoza el filósofo José Lorenzo Guiraldes lo invitó a retomar su revolucionaria prédica. A pesar de la dolorosa experiencia que acababa de vivir Lafinur no vaciló y pronto ejercía el cargo de director del Colegio de la Santísima Trinidad. Sus enseñanzas, que no eludían “la sensualidad de la filosofía” que priorizaba los sentimientos por sobre el intelecto,  deslumbraban a sus jóvenes discípulos abriendo perspectivas nuevas y fascinantes a sus vidas. Pero tampoco hubo que esperar mucho para que también en Mendoza se levantaran crecientes olas de descontento en aquella sociedad de religiosidad colonial.  Sin amedrentarse, para divulgar aún más sus ideas de ciencia, progreso y libertad, fundó “El verdadero amigo del país” donde publicó artículos y poemas suyos, de Guiraldes y de otros autores, entre ellos su amigo Juan Cruz Varela.

Pero eran tiempos en que las diferencias de ideas solían dirimirse por la violencia y en Cuyo campeaba el feroz “Fraile” Aldao, un caudillo que había hecho suyo el lema de Facundo “Religión o muerte” y que años después daría horrible muerte a Narciso Laprida. El joven filósofo y Guiraldes no tuvieron otra alternativa que arriesgarse al cruce a pie de la cordillera.

Fue en Chile donde encontró la muerte en 1824 y a sus tempranísimos veintisiete años. Supuestamente al caer de un caballo a pesar de ser un jinete experto, sin testigos, lo que dio pie a especulaciones, aún vigentes, acerca de que habría sido asesinado por los muchos y poderosos que consideraban peligrosas sus convicciones y, sobre todo, su pasión por transmitirlas.

¡Bienvenido a su patria, Juan Crisóstomo Lafinur, heroico defensor de la libertad de pensamiento, luego de 183 años de injustificada ausencia!  

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