LA RUTA DEL CHE

Desde hace algo más de un año recorro los lugares y los personajes de la vida  de Ernesto Che Guevara, el mayor ícono del siglo XX, superior a Kennedy, Gandhi, de Gaulle y Churchill, que todos los días nos mira desde los noticieros globalizados, sobrevolando los gases lacrimógenos y los gritos enfervorizados de cuanta manifestación de protesta o de rebeldía se desate en el mundo. Para ello he viajado a Méjico, a Cuba, a Francia, a España. Y a las ciudades argentinas donde se desarrollaron fragmentos de su existencia: Rosario, Alta Gracia, Córdoba, Buenos Aires. También reproduje, parcialmente, los dos periplos de sus viajes por Latinomérica.

Aquí contaré mis experiencias en el sudeste de Bolivia, donde se desarrollaron los últimos días de mi compatriota, ejemplo indesmayable de principismo, de coraje, de honestidad.

Llegué a Santa Cruz de la Sierra acompañado por Martín, un joven camarógrafo, y Juan Manuel, mi hijo adolescente. Allí entrevisté a algunos de sus más encarnizados enemigos como el entonces mayor Ayorora, en 1967 jefe de los rangers entrenados por los boinas verdes norteamericanos que finalmente cercaron y aniquilaron a la guerrilla del Che. Sentados en el living de su casa me contará con lujo de detalles y sin prejuicios los mecanismos de fortalecimiento anímico de los “soldaditos” – como los llamaba el Che en su diario- que desconfiaban de sus oficiales y admiraban a sus enemigos.  También al entonces capitán Vargas Salinas, autor de la emboscada a la retaguardia guevarista traicionada por el campesino Honorato Rojas – luego ajusticiado por un comando – en el que perdieron la vida nueve de sus diez componentes, entre ellos la legendaria “Tania”. El hoy general retirado también tuvo a su cargo el entierro clandestino del jefe guerrillero y la posterior revelación del lugar en una alcoholizada conversación con el astuto biógrafo Jon Lee Anderson.

En Santa Cruz también dialogué con algunos de sus seguidores, como Humberto Vázquez Viaña, integrante de la red urbana de la guerrilla  y hermano del Loro, combatiente apresado por las fuerzas gubernamentales, torturado hasta la exasperación y luego arrojado desde un helicóptero en la espesura de la selva sin que de su boca saliera una sola palabra delatora. Humberto me explicará las razones, entre azarosas y sospechables, de la errónea elección de la zona de operaciones guerrilleras que sería, a la larga, una de las principales razones del fracaso. A su vez el Chato Peredo, hermano de los inmolados Inte y Coco, en su clínica psiquiátrica , detallará la traición del partido comunista boliviano quien no sólo retaceará el apoyo prometido sino que buscará activamente el fracaso de ese foco que operaba por fuera del control de la Unión Soviética y de sus partidos oficiales.     

En el trayecto hacia Vallegrande pasamos por Samaipata, población que fue tomada por los hombres del Che el 6 de julio del 1967 en una acción de elevado riesgo pues se trataba de una ciudad con una población que superaba los diez mil habitantes y que albergaba un cuartel policial y un destacamento militar. Guillermo Gutiérrez, quien hoy atiende un puesto de artesanías, nos conduce hasta donde estaba la farmacia de Héctor Inturias pues el principal objetivo de una acción tan arriesga será consignado por “ Inti” Peredo en su diario: “Nuestro plan inmediato era tomar el pueblo, incluido el cuartel de policía, comprar alimentos y medicinas, especialmente las que hacían falta al Che para el asma”. Pero no en vano los ofíciales bolivianos han recibido asesoramiento de la CIA y han requisado todos medicamentos antiasmáticos disponibles hospoitales y farmacias de una amplia región del sudeste boliviano. Por ello es que el Che escribirá en su diario que la operación “fue un fracaso” a pesar de haber inmovilizado a soldados y policías ampliamente superiores en número y en armamento, entre ellos el entonces carabinero Hipólito Banegas que me contará paseándome por toda Samaipata los detalles de la operación.

Luego llegaríamos a Vallegrande donde está el hospital NNNNNNNN    en cuya humilde lavandería – hoy rodeada de yuyos crecidos y sin ninguna protección- fue exhibido el cadáver de Guevara por el gobierno boliviano para que el mundo lo admirara por haber derrotado y muerto al símbolo planetario de la revolución armada. Aunque la principal consecuencia fue que el audaz  Freddy Alborta, de pie sobre la camilla a pesar de las protestas de los uniformados,  tomara esas fotografías del Che muerto que conmoverían al mundo con su expresión crística de inmortal y serena rebeldía.

En esa misma ciudad pueden visitarse las fosas al borde de la antigua pista de aterrizaje de donde fueron extraídos los cuerpos del guerrillero argentino.  Es recomendable también recorrer el conmovedor basural donde, anteriormente, fueron sepultados los cadáveres de “Tania”, “Coco” Peredo y otros combatientes, algunos de los cuales, cubanos y bolivianos, acompañan al Che en su memorial erigido en Santa Clara, Cuba.

Pero mi mayor objetivo era llegar a La Higuera, el humildísimo villorrio andino donde fue asesinado el Comandante Guevara. Alquilamos una 4×4 y partimos con Jaime, chofer y guía, para cubrir ese trayecto de 60 kms. que nos llevará más de tres horas por el mal estado del estrecho camino que serpentea al borde de abismos que  ejercen un extraño poder de succión sobre el que conduce, tanto que debimos alternarnos en el manejo por precaución.

Por fin llegamos a La Higuera estimulados por la bella música “valluna” que habíamos comprado en la feria de Vallegrande donde se venden casettes “truchos” de todas las músicas del planeta. El pueblo es hoy aún más pequeño de lo que era en 1967 y no supera los 100 habitantes. Nos recibe una tosca representación del Che, casi totémica, menos significativa que los retratos, algunos de meritorio realismo, y las frases, muy pocas en castellano, que surcan las humildes paredes de adobe de las viviendas. Jaime, previsor, había llevado alimentos y bebidas pues no hay allí quien sirva  comidas y sólo es posible comprar algunas gaseosas autóctonas. Debe ser uno de los poco lugares en el mundo donde la coca o la pepsi son inhallables. 

El corazón me late con fuerza cuando ingresamos a la escuelita donde fue asesinado el Che el 18 de noviembre de 1967 a manos del sargento Terán, quien se propone como voluntario por ser amigo de otro sargento muerto a manos de la guerrilla en el combate del Churo y que desde entonces vive una vida de calvario, escondiéndose y disfrazándose de quienes podrían desear vengarse. Escapar de la “maldición del Che” que se cobró las vidas de la mayoría de quienes tuvieron que ver con su muerte, como el entonces presidente de Bolivia, el general Barrientos, muerto en un más que sospechoso accidente de helicóptero.

La escuelita, que ha sido burdamente refaccionada en su exterior, como si el deseo hubiese sido “blanquear” su negra historia, mantiene  su interior original,  un espacio de 8 x 4 ms. que entonces dividía en dos un precario tabique. En una de las habitaciones se encerró a Willy Cuba, el minero boliviano que en vez de escapar ayudó al Che herido, junto con los cadáveres de los guerrilleros Arturo y Antonio, muertos en el combate.

En la que fuera prisión del argentino arden varias velas pegadas a una rústica teja depositada sobre el piso de tierra, junto a la puerta, en el lugar donde se sentaba el Che mientras jefes como el coronel Zelich – quien años más tarde sería asesinado por sus colegas- entraban para insultarlo y tirarle de la barba, y soldados borracho se asomaban para burlarse de quien tenía las manos atadas. En ese ámbito casi sagrado, donde el susurro se impone, entrevisté al lugareño Manuel Cortez, con pocos dientes pero buena memoria,  quien fuera testigo de lo sucedido pocos días antes del final, el 26 de septiembre de 1967, cuando la vanguardia del Che fue emboscada por una compañía del ejército al mando del entonces teniente Galindo Marchant  -a quien  entrevité en Cochabamba.

El Comandante Guevara y sus hombres habían descansado y comprado vituallas – pagando y a buen precio, como solían hacerlo- y la vanguardia partió en dirección a Pucará. A los pocos minutos se escucharon ráfagas y detonaciones provenientes del Abra del Batán, señal de que habían caído en una emboscada como consecuencia de la cual moriría el mejor de los guerrilleros bolivianos, “Coco” Peredo, una pérdida irreparable. También XXXXXX. Además aprovecharán  para desertar Camba y León. Al respecto es interesante, como ejemplo de alguna dificultad del Che de comprender la idiosincrasia boliviana, lo mismo le sucedió en el Congo,  que en su diario tendrá palabras de elogio hacia León y de desconfianza hacia Camba cuando la realidad indicó que, caídos ambos en poder del enemigo, el primero se transformará en un servil aliado y delator del ejército gubernamental mientras el segundo resistirá dignamente  la tortura y morirá como asilado político en Suecia. También desconfiará de Willy Cuba NNNNNNNNN días antes de que éste se inmolará ayudando a su jefe herido

Luego de la emboscada en Abra del Batán las  fuerzas del Che quedarán reducidas a solo diecisiete hombres que desde pocas semanas después de su llegada a Bolivia inexplicable o sospechablemente  carecen de toda comunicación con el exterior – el Che solo cuenta con una vulgar radio a transistores en la que escucha noticieros argentinos y chilenos- y tampoco han sido provistos de confiables mapas de la zona lo que hace que demasiadas veces no sepan cuál es la montaña que se eleva ante sus ojos ni cuál es el río que están vadeando. En esas condiciones deben enfrentar a  600 rangers bien entrenados y, en una segunda línea del cerco, a otros 1500 soldados. Para empeorar tan dramático  panorama la mayoría de los integrantes de la columna guerrillera estaban enfermos o heridos. En París, meses antes, “Benigno”, uno de los tres cubanos sobrevivientes de la epopeya boliviana, me confesará sin poder dominar su emoción: “El Che nos decía: ‘Lo único que nos queda es morir con dignidad’. Todos queríamos morir, porque ese calvario no se aguantaba más”.

Bajo por una senda para conocer la casa del telegrafista, hoy abandonada, donde fueron depositadas las pertenencias del Che, entre ellas su fusil inutilizado por un disparo y  su famoso diario que luego de un disparatado periplo llegó a subastarse en Christie’s de Nueva York y  hoy yace en el tesoro del banco Central de Bolivia. Los jefes militares se repartieron el “botín de guerra” entre discusiones y forcejeos, en especial por los veinte mil dólares que el jefe guerrillero llevaba consigo.

Asimismo pude conocer la casa, también deshabitada, del entonces corregidor Quiroga, uno de los delatores de la presencia de aquella columna  desquiciada que calmaba la sed bebiendo sus propios orines, abandonada no sólo por Fidel sino también por la cacareante izquierda latinoamericana, que ya al final había perdido el sentido de la precaución y se desplazaba a la luz del día por laderas de escasa vegetación en busca de una salvación imposible, conducida por un jefe descalzo –había perdido sus zapatos en el cruce de un río- cuya asfixia asmática enlentecía su marcha. El biógrafo francés Pierre Kalfón, durante nuestro encuentro en París, me confirmará: “En esas últimas semanas el Che violó todas las reglas  que él mismo había escrito en su manual “La guerra de guerrillas””.

Mi hijo Juan Manuel se empeñó en encontrar a  algún lugareño que nos guiara hasta la quebrada del Churo , el escenario de la batalla final. Lo encontrará en Miguel, hijo de uno de los civiles que fueron obligados por los militares a transportar muertos y heridos en aquel aciago 7 de octubre de 1967. La distancia a recorrer no supera los 2 kms. pero el descenso se dificulta por los arbustos espinosos y las piedras sueltas, además tan empinado que ninguno pudo evitar la anticipación de lo penoso que sería el regreso.

“Aquí fue”diría Miguel, que se movía con agilidad de cabra,

señalando una piedra grande tras la cual intentó protegerse el Che de la ráfaga de ametralladora que le arrancó el fusil de sus manos y lo hirió en la pantorrilla derecha.

El entonces capitán de rangers bolivianos Gary Prado, a quien entrevisté en Mexico D.F. , donde hasta hace poco se desempeñó como embajador de su país, me contó que observaron que dos guerrilleros intentaban huir por una  “chimenea” de la quebrada, uno de ellos ostensiblemente herido,  justo en el lugar donde él había emplazado  a dos de sus hombres NNNNNNN quienes los encañonaron y apresaron . Prado se desplaza en silla de ruedas con la médula espinal seccionada por un balazo, según él accidental, recibido varios años después del combate del Churo. Eran el Che y Willy Cuba.

Miguel nos mostrará lo impactos de las balas que arrancaron pedazos a la piedra. Mientras Martín toma imágenes interrogo a Miguel sobre su seguridad de que es ésa y no otra. Su respuesta me sorprenderá: “Lo es porque mi padre me lo indicó pero también porque es la única que siempre está rodeada de flores”. Efectivamente comprobamos que un colchón de pétalos rojos, de procedencia imprecisable, rodeaba a la roca en un diámetro casi perfecto de cinco metros, aproximadamente. “Eso confirma”, me dirá Miguel, “que ésta es la piedra”.

Esa dimensión sobrenatural del Che está difundida en la región donde se le rinde  culto de santo  al que le rezan y piden favores. “Cuando se pierde una vaquita le rezamos a Don Ernesto y es seguro que aparece” me contará Ligia Morán, quien, ya en confianza, me hará entrar en su humilde vivienda y me mostrará una imagen del Che iluminada por una vela.

Son varios los testimonios de milagros que recibo de campesinas y campesinos. “Mi marido sufrió un derrame cerebral”, me contará Irene Rosado, habitante de La Higuera, en su dificultoso castellano, “y quedó incapacitado. Lo llevé por todos los hospitales de Bolivia sin resultado, los médicos lo habían desahuciado. Entonces me encomendé a Don Ernesto – se le dice “Don”y no “San” por ser “más humano”que los santos tradicionales-  y poco a poco  fue mejorando y hoy está recuperado y ha vuelto a trabajar.Gracias a él”. Una vecina de nombre Josefa me contará, con unción, lo sucedido a una mujer de la vecina población de  Abra del Picacho, cuyo hijo había enfermado de gravedad y necesitaba un remedio con urgencia. Pero no tenía caballo pues hacía tiempo lo había prestado a un vecino. Se encomendó a Don Ernesto y al rato llegó el vecino trayendo su caballo de la brida. Pero se hacía de noche y el camino hasta Vallegrande era peligroso. Fue entonces cuando se apareció un perro, negro y grande, nunca visto en la zona, que la acompañó durante todo el largo trayecto de ida y de vuelta para luego desaparecer tan misteriosamente como había aparecido. Nadie duda de que se trataba del Che.

“Cuando escuché la ráfaga supe que lo habían matado. Salí corriendo de casa, salté una pirca y entré en la escuelita. Allí estaba él, tendido, con los brazos en cruz. Lo que más me impresionó fue que su cara se fue transfigurando hasta ser la de Cristo”. El testimonio es de Julia Cortez, entonces maestra de la escuelita de La Higuera, quien a pesar de los casi cuarenta años transcurridos  muestra señales de la muy bella joven que era entonces. Eso le granjeaba la simpatía o la codicia de oficiales y soldados que le permitieron una libertad de movimientos que prohibieron en los otros pobladores. Ello,  sumado a su desparpajo, le permitió tener tres diálogos con el jefe guerrillero. Fuimos a buscarl a su casa en Vallegrande donde actualemente se gana la vida como partera luego de haber pagado con traslados y postergaciones su acercamiento al argentino en aquellas últimas horas de su vida.

“La primera vez que entré fue para insultarlo, para reprocharle que hubiese venido de tan lejos para matar bolivianos, para preguntarle por qué querían quedarse con nuestras tierras, con nuestros animales. Eso era lo que nos contaban los del gobierno y nosotros les creíamos. Esperaba encontrarme con alguien  monstruoso, desagradable. Sin embargo el Che era hermoso, tenía una mirada bellísisma”. El enorme carisma del prisionero hizo impacto en esa campesina que desde entonces alienta fantasías amorosas y suele soñar con que se mete en su cama.

Pero su relato, más allá de sus desvaríos, es de gran importancia testimonial porque aquel día todos los hombres habían huido de La Higuera, sabedores de que cualquier gesto de supuesta  complacencia con los rebeldes era castigado con crueldad por los gubernamentales, y las mujeres estaban recluídas en sus casas, aterradas. Por ella logro desentrañar el final del guerrillero peruano Chang, a quien otros biógrafos  dan por muerto en el Churo, aunque mis investigaciones acreditaban que había sido transportado a La Higuera gravemente herido por un balazo en la boca. Confirmo que fue encerrado en lo del telegrafista y luego asesinado a patadas y culatazos por oficiales y soldados borrachos que festejaban la “victoria”. “Su cabeza estaba destrozada” me dirá con una mueca de horror que el tiempo nunca logrará borrar.

También me informará otro dato que confirmará mi presunción de que quien finalmente da la orden de matar al Che es el agente de la CIA Félix Rodríguez, que actúa con la falsa de identidad de “capitán Ramos”, cubano de nacimiento y fugado a Miami. La orden de eliminar al legendario guerrillero es tomada por el presidente Barrientos, por el general Ovando – más tarde presidente y quien nunca se recuperará de una crisis depresiva provocada por el misterioso asesinato de su hijo – y por el general Torres, también víctima de la “maldición del Che” pues luego de ejercer como presiente inclinado hacia la izquierda perecerá a manos de la Triple A en una calle de Buenos Aires. La orden letaol es llevada personalmente a La Higuera por el coronel Zenteno, comandante de la Octava División, quien dos años más tarde será asesinado en París por un “comando Che Guevara”.

Al mediodía del 8, me confirmará Julia, el oficial del ejército de más alta graduación, aunque ficticio, era el eficiente Félix Rodríguez quien ya había fotografiado prolijamente todas las páginas del diario del Che e instalado un equipo de radio con el que se comunicaba con su base de la CIA. Los coroneles Zenteno y Selich habían volado ya de regreso a Vallegrande para preparar el show de la exhibición del cadáver del Che para la prensa nacional y extranjera, tal como se anunciaba en las radios bolivianas.

Claro que para ello había un problema y no era menor: el Che todavía estaba vivo y el capitán Prado y el mayor Ayoroa estaban fuera de La Higuera completando las operaciones de limpieza que costarían la vida de otros dos guerrilleros NNNNNN y NNNNNN, aunque quizás el verdadero motivo era que no querían cargar con la responsabilidad ante la Historia de ordenar la muerte del símbolo globalizado de la ética y el principismo.

“Cuando salí de la escuela no encontré a nadie, sólo al subteniente Huerta. Los jefes se habían ido todos” recordará Julia. Luego de discutir acerca de una falta de ortografía en una lámina fijada contra la pared del aula, el Che le había encargado averiguar qué suerte le esperaba. El coronel Zenteno le había pedido “como amigo” que cumpliera con la orden de La Paz, también habrá recibido órdenes en su aparato de radio. “Yo les ordené a los sargentos Terán y Huanca que actuaran”, me confirmará Rodríguez sin vacilación en su voz, en una comunicación telefónica desde su casa en Miami. “A Terán le ordené que le disparara desde el pecho hacia abajo y él respondió  “sí, mi capitán…sí, mi capitán”. Se trataba de fingir que el Che había muerto en combate y no contradecir la información ya difundida de la herida en su pierna. El propósito era que se desangrase en el suelo de esa humilde escuelita pero una bala justiciera atravesó su corazón y lo mató en el acto.No le fue fácil a Terán cumplir con el papel que el Destino le había reservado. Entró tres o cuatro veces a la habitación y cambió su fusil por uno de los modernos “garand” facilitados por los “boinas verdes”. Por ello  el asesinato de Willy y el del Che no fueron inmediatos, en lo que coincidieron todos a quienes entrevisté en el lugar, contradiciendo a todo los biógrafos más reconocidos, ningunos de los cuales estuvo en La Higuera, pues  Terán necesitó veinte minutos, varios vasos de “singani” y la provocación del guerrillero argentino quien le gritaba “dispará cobarde, que vas a matar a un hombre”, para finalmente oprimir el gatillo y catapultar al Che hacia la eternidad.

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