LA CONQUISTA DE AMERICA
Cuando se cerraron las rutas que llevaban a la India por el Oriente, a raíz de la caída de Constantinopla en manos turcas, se impuso la necesidad de abrir otras vías para el aprovisionamiento de metales preciosos y de especias. La invención de la brújula, el astrolabio y la construcción de naves capaces de enfrentar las tormentas oceánicas, además de la bonanza económica de la España de entonces, hicieron posible que Cristóbal Colón se lanzara hacia el oeste llegando en 1492 a las Antillas, creyendo haber llegado a la India. Como insólita consecuencia de dicho error seguimos llamando a nuestros aborígenes como indios tobas o indios mapuches…
No fue don Cristóbal el primer europeo en hollar suelo americano pues se tiene por seguro que anteriormente lo hicieron los vikingos, probablemente Eric el Rojo y Leif Erikson, quienes a fines del siglo X habrían desembarcado en costas de Groenlandia y de Norteamérica. También es muy probable una incursión asiática por el Pacífico, como parecen demostrarlo las características raciales de los pueblos andinos de Ecuador y Perú.
La historia nos enseña que fue la reina Isabel la Católica quien, con sus joyas, financió la expedición colombina. No fue ella sino Juan Santangel, un comerciante judío, en sociedad con los hermanos Pinzón quienes aportaron dos carabelas de su propiedad. Lo de la reina fue una invención que justificaría la delegación que el Papa, supuesto dueño del orbe, hiciera de las nuevas tierras en los soberanos españoles. No en España sino en sus reyes, lo que algunos siglos más tarde explicará algunas estrategias de los revolucionarios de Mayo.
La Corona española era pesimista acerca del resultado de la expedición, lo que justifica la firma de las Capitulaciones de Santa Fe, el 17 de abril de 1492, por las que se concedía a Colón y a sus financistas grandes prerrogativas, como el de ser nombrado almirante, virrey y gobernador de las tierras a descubrir, además del diez por ciento de las riquezas obtenidas, privilegios que a la postre no se cumplieron, obligando a don Cristóbal a un infructuoso peregrinaje para que se cumpliera con lo acordado, empeño en el que lo sorprendió la muerte.
EL FABULADOR
Mientras don Cristóbal atravesaba varias veces de ida y vuelta el océano, un fabulador y mediocre marino florentino, Américo Vespucci, escribía a su compatriota, el poderoso Lorenzo de Médicis, adjudicándose el Descubrimiento e instándolo a financiarle una expedición. A diferencia de los soberanos españoles que tratarán de mantener oculto el acontecimiento para, infructuosamente, no despertar la ambición de otras potencias, el príncipe Médicis publicará la carta y el cartógrafo alemán Waldsemuller la tendrá sobre su escritorio cuando debe bautizar los nuevos territorios. En su ‘Cosmographie Introductio” escribirá: “En el sexto clima, hacia el polo antártico, está situada la parte del globo que, habiendo sido descubierta por Americus, puede ser llamada “tierra de Américus” o “América”.
LOS MONTRUOSOS AMERICANOS
Para hacer lo que se hizo fue necesario poner en duda la condición humana de los habitantes del Nuevo Mundo, a quienes se definía como “seres con apariencia de hombres”. A ello contribuyó Colón, quien en su “Diario” se refiere tres veces a seres “de un solo ojo”, como el cíclope griego. No termina ahí la cosa pues don Cristóbal, en una de sus cartas a Gabriel Sánchez le cuenta que a “la gente con cola” podía encontrársela en la parte poniente de la isla Juana, en la provincia llamada Nuan, “adonde nace esta gente”. En su segundo viaje le llegó el conocimiento de que “en Mangi todas las gentes tenían rabo de más de ocho dedos de largo” y que no muy lejos de “La Española”, ciudad por él fundada, había seres “con hocico de perros que comían los hombres y que tomando uno lo degollaban y le bebían la sangre y le cortaban su natura”.
No se queda atrás Antonio Pigafetta, uno de los escasos sobrevivientes de la expedición magallánica y cronista de la misma, quien cuenta que en una de las tantas islas indianas vivían hombres que tenían las orejas tan largas como todo el cuerpo, de manera que “cuando se acuestan, una les sirve de colchón y otra de frazada”.
A mediados del siglo XV el “haut americano” es descripto por primera vez en el capítulo LII de “Les Singularités de la France Antarctique” de André Thevet: “Tiene el tamaño de una mona de Africa, el vientre colgante y una cabeza parecida a la de un niño. Cuando se la captura suspira como un niño acongojado (…) Además a esta bestia nunca se la ha visto comer”.
Aún en 1602 “Le Relationi Universali” del abate Giovanni Botero, publicada en Venecia, reproduce la figura del “gastrocéfalo americano”: “Un hombre sin cabeza, que tiene ojos en la nariz y la boca en el pecho, y que va desnudo, menos en sus partes vergonzosas (…) y lleva sombrero ancho sobre sus espaldas, que de tan ardiente calor solar los defiende”. Y, más adelante: “Esto es verdaderamente un milagro de la naturaleza, un aborto o un prodigio, porque no se trata de un solo ser, sino que hay miles por estos lugares”.
Era indudable que el “humanitario” espíritu español imponía que se ocuparan y se cristianizaran esas tierras habitadas por monstruos. Sobre todo si eran tan ricas. Aunque fuese necesario emplear malas maneras….
Nuestros valientes antepasados
Nuestros indígenas nunca ocuparon un lugar de privilegio en nuestra historia oficial, que así reproduce su postergación social que continúa hasta nuestros días. Es hora ya de que hagamos justicia a la lucidez y al coraje de nuestros lejanos antepasados.
Las noticias que el extremeño Núñez de Balboa hizo llegar del descubrimiento, el 25 de septiembre de 1513, del “Mar del Sur” (Océano Pacífico), se difundieron por toda España y se supieron también en Portugal. Ello urgió a los reyes de España a enviar una armada para encontrar el canal interoceánico para franquear el nuevo continente y así extender sus dominios por el oeste de las Indias Occidentales. “Habéis de mirar que en esto ha de haber secreto e que ninguno sepa que yo mando dar dinero para ello ni tengo parte en el viaje”, escribía el monarca español en sus instrucciones al Piloto Mayor del Reino, Juan Díaz de Solís, en 1515, al enviarlo hacia la América meridional.
La suerte no acompañará a dichos conquistadores europeos pues no les sucederá lo que a Hernán Cortés, a quien el soberano azteca y su corte recibirán con honores convencidos de que eran la encarnación del dios Quetzalcoátl profetizada por los augures. Tampoco la de Pizarro, quien invadirá el imperio incaico y apresará sin dificultades a su soberano, más ocupado en litigar con su hermano que en defenderse de los intrusos.
Nuestros querandíes, a quienes nuestra historia divulgada trata de salvajes poco menos que animalizados, deben ser reconocidos como más sagaces que sus hermanos americanos ya que no confundieron a los españoles con dioses y no dudaron de que se trataban de enemigos. No se dejaron impresionar por aquellas naves descomunalmente más imponentes que sus piraguas, por aquellos piafantes animales que arrojaban humo por sus narices y corrían a la velocidad del rayo, tampoco por aquellas pieles rígidas que sus flechas no atravesaban y que refulgían al sol como la plata que los conquistadores anhelaban.
Los mataron luego de incitarlos al desembarco tentándolos sagazmente desde la orilla con objetos dorados y plateados que destellaban hasta encandilarlos. También con agua, frutas y peces, preciadísimos luego del prolongado y azaroso cruce del océano. El cronista Herrera, integrante de la expedición, relató que “los indios tomando a cuestas a los muertos, y apartándoles de la ribera hasta donde los del navío los podían ver, cortaban las cabezas, brazos y pies, asaban los cuerpos enteros y se los comían”.
Cabe dudar sobre estos relatos sobre canibalismo, que se repetirán a lo largo de toda la Conquista, con escasas confirmaciones, que tenían por objetivo horrorizar a los europeos y así justificar las intervenciones “civilizadoras” que provocaron la casi extinción de los habitantes americanos.
En cambio el cronista alemán Ulrico Schmidl, integrante de la segunda expedición al río de la Plata capitaneada por Pedro de Mendoza, dará cuenta de canibalismo por parte de los europeos, sitiados y hambreados por los indómitos americanos: “Tres españoles habían hurtado un caballo y se lo comieron. (…) Se los condenó y colgó de una horca. Ni bien se los había ajusticiado y cada cual se fue a su casa, aconteció en la misma noche por parte de otros españoles que ellos han cortado los muslos y unos pedazos de carne del cuerpo y los han llevado a su alojamiento y comido. También ha ocurrido que un español se ha comido a su propio hermano muerto. Esto ha sucedido en el año de 1536 en nuestro día de Corpus Cristi en la sobredicha ciudad de Buenos Aires”.
Mujeres de la Conquista y la Colonia
Una flagrante postergación de nuestra historia oficial, que reproduce la que hasta hoy tiene lugar en los distintos ámbitos de nuestra sociedad, es la de la mujer. Sólo en los tiempos modernos, y todavía con retaceo, ha habido reconocimiento hacia algunas de ellas como Julieta Lanteri, Alicia Moreau de Justo y, sobre todo, Eva Perón.
Es tiempo ya de resaltar la acción de la mujer en nuestras guerras de la Independencia, como Juana Azurduy, Manuela Pedraza, Macacha Guemes y otras, como así también su participación en las vicisitudes de la Conquista.
La postergación era, justamente, el tema del reclamo de Isabel de Guevara, integrante de la expedición de Mendoza, a la reina de España, a quien escribe veinte años después de la fracasada expedición:
“A esta provincia del Río de la Plata, con el primer gobernador de ella, Don Pedro de Mendoza, hemos venido ciertas mujeres entre las cuales ha querido mi ventura que fuese yo la una. Y como la armada llegase al puerto de Buenos Aires con mil e quinientos hombres y les faltase el bastimento, fue tamaña el hambre, que a cabo de tres meses murieron los mil (…) Vinieron los hombres en tanta flaqueza que todos los trabajos cargaban a las pobres mujeres, así en lavarse las ropas como en curarles, hacerles de comer lo poco que tenían, a limpiarlos, hacer centinela, rondar los fuegos, armar las ballestas cuando algunas veces los indios les venían a dar guerra, poner fuego a los versos y a levantar los soldados, los que estaban para ello, dar alarma por el campo a voces, sargenteando y poniendo en orden los soldados. Porque en este tiempo, como las mujeres nos sustentamos con poca comida, no habíamos caído en tanta flaqueza como los hombres. (…) He querido escribir esto y traer a la memoria de Vuestra Alteza para hacerle saber la ingratitud que conmigo se ha usado en esta tierra, porque al presente se repartió por la mayor parte de lo que hay en ella, asi entre los antiguos como entre los modernos, sin que de mí y de mis trabajos se tuviesen ninguna memoria, y me dejaron de fuera sin me dar indios ni ningún género de servicios”.
LA PACIFICACiON
Las ordenanzas reales preferían el término “pacificación” al de “conquista”: “E mandamos q. estos asientos no se den con título e nombres de conquistas, pues aviendose de hazer con tanta paz e caridad como deseamos, no queremos q. el nombre dé ocasión ni color para q. se pueda hazer fuerza ni agravio a los indios” (151).
La pretendida “pacificación” empezaba, por lo menos teóricamente, con un discurso dirigido a los indios. El Capitán de la entrada o expedición, o quien él designara, debía requerirles, previamente a la lucha, que en paz aceptaran el señorío del Rey, dueño de aquellas tierras por gracia y donación del Papa.
Juan de Oviedo, veedor de minas y fundiciones de oro en la expedición de Pedrarias Dávila, dejó una versión completa del documento que debió leer en su propia lengua castellana a los indios de Santa Marta. Es de imaginar lo que habrán comprendido…
“De parte del muy alto e muy poderoso e muy católico defensor de la Iglesia, siempre vencedor y nunca vencido el Grand Rey Don Fernando (quinto de tal nombre), Rey de la España, de las dos Secilias e de Hierusalem, e de las Indias, islas y Tierra-Firme del Mar Océano, etc., domador de las gentes barbaras; e de la muy alta e muy poderosa señora la Reyna Doña Johana, su muy cara e muy amada hija, nuestros señores: Yo, Pedrarias Dávila, su criado, mensagero e capitan vos notifico e hago saber, como mejor puedo, que Dios, Nuestro Señor, uno e trino crió el cielo e la tierra, e un hombre e una muger, de quien vosotros e nosotros e todos los hombres del mundo fueron e son descendientes e procreados, e todos los que después de nos han de venir…”
El amonestador sigue “explicando” a los indios el origen de la autoridad del Papa y de cómo éste le hizo donación al Rey de España de las nuevas tierras descubiertas por Colón. Les ruega y requiere que apresten su pacífica obediencia a la Iglesia, al Papa y a ellos, comprometiéndoles, en cambio, todos los beneficios de su buena voluntad.Si la sumisión exigida no fuese la respuesta el documento no ahorra ásperas amenazas de guerra y esclavitud, que inevitable y fatalmente era lo que seguía a la lectura. Cuando la misma llegaba a realizarse.
El padre de Las Casas cuenta que cuando los españoles querían asaltar un pueblo indígena marchaban calladamente hasta llegar a muy corta distancia. “Y allí aquella noche entre sí mismos, en susurros, se apregonaban o leían el dicho requerimiento diciendo: “Caciques y indios de esta tierra firme, de tal pueblo, hacemos os saber que hay un Dios, y un Papa, y un Rey de Castilla, que es señor de estas tierras, venid luego a le dar obediencia, etc., y si no, sabed que os haremos guerra y mataremos y cautivaremos…”‘
Si, excepcionalmente, los intérpretes facilitaban la comprensión a los indios, éstos, según el citado Oviedo, a veces respondían con burlas y amenazas: “Respondiéronme: que en lo que decía que no había sino un Dios y que este gobernaba el cielo e la tierra y que era señor de todo, que les parecía bien y que así debía ser, pero en lo que decía que el Papa era Señor de todo el universo en lugar de Dios, y que el había hecho merced de aquella tierra al Rey de Castilla, dijeron que el Papa debiera estar borracho cuando lo hizo, pues daba lo que no era suyo; y que el Rey que pedía y tomaba tal merced, debía ser algún loco, pues pedía lo que era de otros” .
En 1530 Frascator había publicado su libro “Syphilo”, que bautizó a la hasta entonces poco conocida enfermedad. Como muchas obras de medicina de la época, escrita en forma de poema.
“Syphilo”, indio americano, libra una imposible batalla contra la enfermedad, y ruega a los dioses que le traigan un bálsamo que lo cure. Estos hacen crecer el “guayacán”, árbol milagroso cuya resina bebida en tisana le devuelve la salud perdida.
A don Pedro de Mendoza no le mueve el afán de riquezas, que ya posee. Ni el de prestigio, que le sobra a la casa de Mendoza, a la que pertenece también el célebre marqués de Santillana. Tampoco el de gloria, pues ya la ha conquistado durante las guerras de Italia.
El Capitán atraviesa el océano asesino, plagado de borrascas y piratas, al mando de once navíos y 1200 hombres, en busca del “palo santo” o “guayacán” con el que curar su avanzada sífilis. Ese tormento que lo hace arder en fiebre y retorcerse en dolores sobre su jergón.
Lo que su médico, don Hernando de Zamora, no ha tenido en cuenta es que se trata de una planta tropical, jamás hallable en los australes dominios de “El Rey Blanco” y su río de la Plata.
No faltaron los religiosos que afirmaron ante las Cortes que la sífilis, antes desconocida en Europa y de veloz y letal expansión en el Viejo Continente, era castigo de Dios por los excesos en América. Fray Fernández de Oviedo reafirmaría tal opinión: “Puede Vuestra Majestad tener por cierto que aquesta enfermedad vino de las Indias, y es muy común a los indios, pero no peligrosa tanto en aquellas partes como en éstas”.
Don Pedro podía dar fe de ello.
SER GENTE LIMPIA
La condición que establecían las Leyes de Indias para alistarse en las “pacificaciones” americanas era “ser gente limpia de toda la raza moro, judío, hereje o penitenciado por el Santo Oficio”.
Eso sí: fue habitual que a peligrosos delincuentes se les conmutara la pena a cambio de integrarse en las expediciones americanas. No eran considerados “gente sucia” para los propósitos de conquista .
2. FUNDACIONES Y LITIGIOS
La región entre Lima y el Río de la Plata había comenzado a llamarse “Tucumán”, en homenaje a un cacique llamado Tucma. Hacia el oeste llegaba hasta los Andes.
En realidad llamábase así a todo lo desconocido que estaba más allá del Potosí, mirando desde Lima.
En 1550 Nuñez Del Prado funda la ciudad “del Barco”, llamada así por Barco de Avila, la ciudad natal del virrey del Perú, La Gasca.
Pedro de Valdivia, gobernador de Chile, protesta sosteniendo que dichas tierras pertenecen a su jurisdicción. Los de Lima aceptan su cuestionamiento y trasladan el asiento a orillas del río Estero. Allí es rebautizado: “Ciudad del Barco en el Nuevo Maestrazgo de Santiago del Estero”, largo nombre del que solo quedarán las tres palabras finales. Será nuestra “madre de ciudades” por ser la primera que sobreviviría hasta nuestros días.
Al sur del Tucumán se extendía el Cuyo, entre la cordillera de los Andes y las montañas llamadas “sierras de Chile”, hoy de Córdoba.
Hurtado de Mendoza, gobernador de Chile, comisiona en 1560 al capitán Pedro del Castillo a fundar ciudades y a poblar tal región. El 2 de marzo se funda “Mendoza”, llamada así en homenaje a su superior, y reparte en encomiendas a los mansos “huarpes”.
Al año siguiente, Juan Jufré, enemigo del ya derrocado Mendoza, traslada el caserío y también muda su nombre: “de la Resurrección”, por la festividad del día.
Ese mismo año, el 13 de junio, erigirá “San Juan de la Frontera”, por lindar con el “Tucumán”.
Estas fundaciones son obra de chilenos. Pero los habitantes del Tucumán prefieren depender del Perú, entre otros motivos para no estar incomunicados por las inmensas moles andinas.
Este conflicto entre conquistadores favorece la insurrección indígena: los “diaguitas” destruyen varias ciudades, entre ellas “Londres”, curioso nombre debido a que Felipe II de España acababa de casarse con María Túdor de Inglaterra y el capitán Juan Pérez de Zurita, su fundador en 1558, rindió así homenaje a aquella boda que sellara la paz entre ambas potencias (102, 140).
5. NUESTRA PRIMERA CIUDAD
El 21 de mayo de 1534, Carlos V divide la América del Sur española en cinco franjas de doscientas leguas cada una: concede la primera a Pizarro, la segunda a Almagro, la siguiente a Pedro de Mendoza. La zona más austral, la quinta, que correspondería al estrecho de Magallanes, queda reservada para el obispo de Plasencia, Gutiérrez Vargas de Carvajal.
La franja patagónica, cuarta en la serie, corresponderá a Simón de Alcazaba, nacido en Portugal pero al servicio, como cosmógrafo, del Rey de España.
Muchas ilusiones se hizo don Simón, quien bien sabía lo que era enriquecerse en tierras extrañas, pues de joven, y sin aprovecharlo, había participado en la conquista portuguesa de las Molucas y de la China.
Durante años, esperando la decisión real, había crecido su ambición escuchando relatos sobre Méjico y sobre Perú, y siendo testigo del regreso triunfal de algunos conquistadores, ricos, ufanos y hasta no faltaron los que acreditaron un título nobiliario.
Si las cosas no anduvieron bien en el río de la Plata, se convencía don Simón, era porque don Mendoza, tan enfermo y descomedido, no había procedido como se debía para acumular el oro y la plata y las piedras preciosas que también, estaba seguro, abundarían en la Patagonia, de la que nada se sabía.
Ya en viaje, su ánimo exaltado de esperanza le permite sobrellevar la sed que tortura a sus capitanes y marineros. Encuentra la solución. Se reemplazará el agua por el vino que carga en sus toneles. “Los gatos e perro bebían vino puro”, confirmará un cronista.
El desconocimiento lo hará concebir una idea extravagante: iniciará la conquista de su reino por el lado del Pacífico. Para ello deberá cruzar el estrecho de Magallanes.
La empresa es imposible. Hay largas temporadas en que no se puede entrar a vela en el estrecho, y si se lo logra por milagro, la corriente y el viento lo expulsarán afuera.
Como era de prever, sopla un huracán que arranca las velas “e parecería que se quería llevar las naos por el aire”. Alcazaba, obligado a retroceder, sigue la costa patagónica hasta encontrar una caleta aceptable a los 45°. La llamará ostentosamente “Puerto de los Leones”, pues es así como ha bautizado a los integrantes de su expedición. Solemnemente instala un toldo y diseña el trazado de su fortaleza y capital del adelantazgo: “Nueva León”.
Pero el sitio no resulta confortable, azotado por el helado viento patagónico y con indios mansos, pero escasos e inútiles para el trabajo. Ninguna encomienda es imaginable. Don Simón no desfallece: en alguna parte de su vasto reino estarán los tesoros. Presume que hacia el Pacífico, y prepara una expedición a buscarlos.
El 9 de marzo emprende viaje internándose hacia noroeste: sólo encuentra llanuras sin vegetación, hambre, frío, y el viento constante y en tromba. A las catorce leguas el adelantado, enfermo, debe volver a su fundación, pero ordena a los suyos que continúen su marcha hasta las ciudades de mármol, oro y plata que esperan a lo lejos. Seguirán hasta donde pueden: las pocas liebres y avestruces que encuentran no bastan para calmar el hambre, tampoco las hierbas y las raíces. Algunos mueren de fatiga.
Hasta que la mayoría no da más y se rebela. Un alzamiento cruento: matan a los capitanes y a los leales de Alcazaba, vuelven a “Nueva León” y asesinan también al adelantado imaginativo y a quienes osan defenderlo.
Surgen entonces dos caudillos: el más exaltado, Juan Arias, quiere que “los leones” se hagan piratas y “salir a robar a todo trapo”; el otro, Juan de Mori, más prudente, quiere volver a España y alejarse de esas tierras de espanto. Este último convence a los pocos sobrevivientes, deguellan a Arias y ponen despavorida proa hacia España.
La ciudad de “Nueva León”, de corta existencia, nacida el 9 de mayo de 1535 del delirante proyecto de imaginar a la Patagonia como un Adelantazgo rico y poblado, fue la primera “ciudad” establecida formalmente en nuestro territorio actual. La Buenos Aires de Mendoza solo había sido un “fuerte” o “real”, y Santiago del Estero fue fundada con posterioridad (135, 140).
EL SUDOR DEL SAPO
Los venenos americanos eran violentos y eficientes, nacidos de la exhuberancia. Rápidos y crueles, bastaba el roce de una flecha para una muerte torturada por dolores insoportables hasta la locura.
Lo refieren las crónicas: “Y es cosa dolorosa oír del arte que morían aquellos tristes, e con la pena que sus ánimas salían de los trabajados cuerpos. No se piense que las heridas eran muy grandes, mas como la contagiosa yerba fuese de la calidad que ya hemos dicho, no era menester más que las flechas oliesen la sangre e picando solamente con las puntas sacasen una gota de ella, cuando luego el furor de la ponzoña subía al corazón, e los tocados con grandes bascas mordían sus propias manos, e aborreciendo el vivir deseaban la muerte, e tan encendidos estaban en aquella llama ponzoñosa que les abrasaba las entrañas e hacía tanta impresión que los espíritus vitales les desamparaban”.
La preparación de la ponzoña no era simple:
“En un vaso o tinajuela echan las culebras ponzoñosas que pueden haber y muy gran cantidad de unas hormigas bermejas que por su ponzoñosa picada son llamadas caribes, y muchos alacranes y gusanos ponzoñosos de lo arriba referidos, y todas las arañas que pueden haber de un género que hay, que son tan grandes como huevos y muy vellosas y bien ponzoñosas, y si tienen algunos compañones de hombres los echan allí con la sangre que a las mujeres les baja en tiempos acostumbrados, y todo junto lo tienen en aquel vaso hasta que lo vivo se muere y todo junto se pudre y corrompe, y después de esto toman algunos sapos y tiénenlos ciertos días encerrados en alguna vasija sin que coman encima de una cazuela o tiesto, atado con cuatro cordeles, de cada pierna el suyo, tirantes a cuatro estacas, de suerte que el sapo quede en medio de la cazuela tirante sin que se pueda menear de una parte a otra, y allí una vieja le azota con unas varillas hasta que le hace sudar, de suerte que el sudor caiga en la cazuela, y por esta orden van pasando todos los sapos que para este efecto tienen recogidos, y desde que se ha recogido el sudor de los sapos que les pareció bastantes, júntanlo o échanlo en el vaso, donde están ya podridas las culebras y las demás sabandijas, y allí le echan la leche de unas ceibas o árboles que hay espinosos, que llevan cierta frutilla de purgar, y lo revuelven y menean todo junto, y con esta liga untan las flechas y puyas causadoras de tanto daño. Y cuando por el discurso del tiempo acierta esta yerba a estar feble, échanle un poco de la leche de ceibas o de manzanillas, y con aquesta solamente cobra su fuerza y vigor.
“El oficio de hacer esta yerba siempre es dado a mujeres muy viejas y que están hartas de vivir, porque a las más de las que la hacen les consume la vida el humo y vapor que de este ponzoñoso betún sale”.
La desgracia del envenenado por algún flechazo que traspasaba el escaupil mereció algún verso empeñoso:
“Si ves que peleando lo más fuerte
muere, razón no pide que te asombres,
mas si morir de yerba fue la suerte,
es mal que de mil males tiene nombres”.
Se explica que la búsqueda del antídoto o antiyerba fuese tarea primordial para el conquistador.
En el Tucumán fue un indio quien involuntariamente reveló el preciado secreto. Los soldados lo habían apresado y le flecharon con veneno los muslos. Luego lo dejaron en libertad aunque acechándolo cuidadosamente. Fue necesario el ingenio porque las habituales torturas habían fracasado.
“El indio se fue así herido, que apenas podía andar, y junto al pueblo cogió dos hierbas y majólas en un mortero grande, y de la una bebió luego el zumo, y con un cuchillo que le dieron se dio una cuchillada en cada pierna do era la herida, y buscó la púa de la flecha y sacóla, y puso en las heridas el zumo de la otra hierba que había majado, y estuvo después con mucha dieta y sanó prestamente” (Fernández de Oviedo y Valdés) .
“REGIO GIGANTUM”
En no pocas cartas de la época, las tierras del Plata aparecen como “Regio gigantum”. Es que el gigantesco patagón se ha transformado en una expandida metáfora.
En la “Jerusalemme Liberata” de Torcuato Tasso se leen estos versos:
“Orribili mughiante Scopro su’l litto patagon giganti”
Y en 1623, publica Shakespeare “La Tempestad” donde Calibán invoca al mismo dios al que clamaban los gigantes capturados por Magallanes: “¡Setebos!” .
5. PELEAS POR EL PODER
Los conquistadores, adelantados, obispos y gobernadores no solo debieron luchar contra los indígenas, sino que fue frecuente que se desataran entre ellos conflictos de mayúscula gravedad. A veces verdaderas guerras, como sucedió en el Perú entre “pizarristas” y “almagristas”.
En lo que sería el Virreynato del Río de la Plata tampoco faltaron tales litigios, con sus secuelas de prisión, destierro o muerte.
El virrey del Perú, conde de Nieva, ordena en 1564 la separación entre Chile y Tucumán y envía a Francisco de Aguirre a gobernar la jurisdicción independizada.
Este, a su vez, manda a Diego de Villarroel a fundar un asentamiento en territorio “diaguita”, para vigilarlos y dominarlos: así nace “San Miguel del Tucumán”.
Aguirre será juzgado por herejía religiosa, promovida por el párroco santiagueño Julián Martínez, a quien apoya el poderoso obispo de Charcas. El pretexto son algunas opiniones poco ortodoxas, como aquella de “se hace más servicio a Dios en crear mestizos que el pecado que por ella se comete”. Aguirre abjura de sus dichos pero ello no impide que sea encarcelado por la Inquisición de Lima y que el virrey de Toledo lo releve de su cargo.
Lo sustituye Jerónimo de Cabrera, corregidor en Potosí. A él se debe la fundación, en 1573, de “Córdoba de la Nueva Andalucía”. Nunca se comprendió lo de “Córdoba”, pues no era su ciudad natal, como era costumbre. Lo de “Nueva Andalucía” obedeció a que Cabrera se constituyó a sí mismo en “gobernador” y tal era el nombre de sus dominios.
En España, en 1570, Gonzalo de Abreu había obtenido del Rey su designación como gobernador del Tucumán, región cuyas mentas la hacían mucho más atractiva que el Plata. El Consejo de Indias, por su parte, confirmaba a Cabrera. Había entonces dos gobernadores en el Tucumán.
El pleito se resolvió fácilmente pues, apenas desembarcado, Abreu mandó apresar a su rival y el 17 de agosto de 1574 lo hizo degollar sin dilaciones, acusándolo de desobediencia al virrey.
El nuevo gobernador también es fundador: “San Francisco” en el valle de los “jujuyes” y “San Clemente” en territorio “calchaquí”. Ninguna de dichas ciudades logrará resistir la empeñosa hostilidad de los nativos.
Pero el que a hierro mata… En España, donde pocas noticias llegan del Tucumán, nombran a un nuevo gobernador, Hernando de Lerma, seguramente a cambio de una buena suma de dinero.
Su rival se encuentra expedicionando en busca de la “Ciudad de los Césares”. Lerma envía una partida en su captura. Abreu no será degollado como su antecesor sino que dejará su vida en la tortura a que lo somete el mismo don Hernando, egresado de la Universidad de Salamanca.
Le toca a él fundar “San Felipe de Lerma”, correspondiendo el nombre del santo al entonces Rey hispánico, Felipe II. Lo de “Lerma” no prosperaría por los muchos enemigos que supo hacerse y sería sustituido por “el valle de Salta”.
Don Hernando entra rápidamente en conflicto con el clero, en particular con el flamante obispo de Tucumán, Francisco de Vittoria. Este desarrollaba importantes negocios de contrabando y será el principal impulsor de la refundación de Buenos Aires para que su comercio de géneros flamencos y esclavos de Guinea tuviese salida al Atlántico.
Para derrotar al gobernador, quien imprudentemente había prometido “ahorcarlo en un algarrobo junto con los demás clérigos”, el obispo puso en práctica una ofensiva infalible: suspendió todos los servicios religiosos hasta que Lerma renunciase.
En una comunidad tan temerosa de Dios como ésa, la imposibilidad de bautismos, confesiones y comuniones ponía a todos al borde del infierno. El hasta entonces gobernador terminará preso en Charcas (13, 82, 94, 101).
3. SU SEÑORÍA EL ENCOMENDERO
El objetivo fundamental de todo conquistador era lograr el status social y económico del que carecía en su patria, porque el español no arriesgaba su vida para ejercer en el Nuevo Mundo funciones subalternas o burocráticas. Venía a ser “señor”, que para trabajar la tierra directamente podía haberse quedado del otro lado del océano.
En la extensa zona del Tucumán este propósito pudo cumplirse, no obstante las sublevaciones de los “calchaquíes” e invasiones de los chaqueños. Al finalizar el siglo XVI habitaban las siete ciudades del Tucumán setecientos españoles, de los que trescientos eran “encomenderos”. Formaban la clase “alta” de la sociedad; la “media” eran los cuatrocientos “estantes” que ejercían oficios, poseían letras o esperaban simplemente su turno para emprender la jornada y tener a su vez propiedades y encomiendas. El “proletariado” lo constituían los 14.000 indígenas que laboraban o pastoreaban las tierras de sus señores. Los demás –pueblos no adoctrinados- no contaban.
Contrasta esta desproporción del Tucumán con la de Buenos Aires. Para 2.730 habitantes de 1620 en el “puerto”, hay 600 vecinos y no más de 4.900 indios, casi todos en reducciones. Aun así, éstos desaparecerán a mitad del siglo. Es que en Buenos Aires no arraigaron las encomiendas por el carácter indócil de los “pampas” (13, 21, 82).
UN HECHO SORPRENDENTE
La matanza de indígenas iba a la par con la hipocresía de los “descubridores” en asumir su responsabilidad en ella.
Fray José Toribio Medina, en 1609, comenta, perplejo: “Es un hecho impresionante lo que manifiestan estos documentos (de la Inquisición) acerca de la mortandad de los indios en aquella época (fines del siglo XVI), pues no siendo ninguna de las testigos mujer de edad, casi todas no podían más tarde ratificarse, a causa de haber ya muerto dos o tres años después de haber declarado” (17).