JUSTO JOSÉ DE URQUIZA
Urquiza podría no haber estado en este libro ya que si bien su personalidad y su vida fueron las de un caudillo, fue en gran parte responsable de que el federalismo fuera derrotado por el unitarismo. Fue él quien traicionó y derrotó a Rosas en Caseros, quien asestó el golpe definitivo a la Confederación provincial entregando a Buenos Aires el triunfo decisivo en Pavón, y quien frustró las esperanzas de los caudillos tardíos de que liderara y financiara su insurrección contra la Guerra del Paraguay.
Nació el 18 de octubre de 1801 en Talar del Arroyo Largo (hoy, Urquiza), al norte de Concepción del Uruguay; su padre fue José Cipriano de Urquiza y Alzaga, un estanciero y comerciante español y su madre María Cándida García y González, porteña. Se educó en Buenos Aires en el Colegio de San Carlos durante los años 1816-1818 mientras se declaraba la independencia y se decidía sobre la forma y dirección de la nueva nación. Volvió a Concepción para dedicarse al comercio, en especial cueros. Como consecuencia de sus relaciones familiares con Francisco Ramírez comenzó a participar en la vida política de Entre Ríos. En 1823 integró una conspiración abortada para destituir al gobernador Lucio Mansilla, el porteño que había traicionado al Supremo Entrerriano. Huyó hacia Curuzú Cuatiá en Corrientes donde volvió a los negocios en los que siempre se desempeñó con éxito. Regresó a Entre Ríos y como jefe de la Legislatura provincial rechazó la constitución unitaria de 1826.
En 1832 acordó con Estanislao López, gobernador de Santa Fe, aceptar a Pascual Echague como gobernador de Entre Ríos en un esfuerzo por terminar con la anarquía que azotaba la provincia. Fue en 1836, cuando Urquiza acompañó a Echagüe a Buenos Aires, que se conocieron con Juan Manuel de Rosas. Este, quien ya había escuchado mentas sobre el coraje y el carisma de ese joven caudillo federal de regular estatura y fuerte contextura lo nombró al mando del Ejército de Observación en la frontera de Entre Ríos y el Uruguay. Durante los quince años siguientes, Urquiza, un federal convencido, fue un eficaz y confiable aliado del Restaurador. En 1841 sucedió a Echagüe como gobernador pero se vio obligado a delegar el poder y a retirarse del otro lado del Paraná con sus tropas cuando el este de Entre Ríos fue invadido y ocupado por las fuerzas unitarias del Uruguay. Luego de distintas alternativas derrotó al general uruguayo Fructuoso Rivera en India Muerta, el 27 de marzo de I845. Luego volvió a triunfar sobre las fuerzas unidas del gobernador de Corrientes, Joaquín Madariaga y de1 general Paz, quien había vuelto a la guerra contra Rosas violando su promesa de no tomar las armas otra vez.
Adueñado de la provincia de Corrientes, convertido en el líder político más importante de la Mesopotamia argentina, Urquiza nombró gobernador a su amigo Benjamín Virasoro.
En 1848 Rosas estaba en la cumbre del éxito como gobernante y gozaba de un extendido prestigio en todo el planeta por su heroica defensa contra el desplante de las potencias europeas coronada con la épica batalla de la Vuelta de Obligado. El orgullo nacional cementaba a los sufridos habitantes del territorio que habían aprendido esas novedosas experiencias de sentirse parte de una nación con algunos rasgos propios y distintivos. Quienes apoyaban al Restaurador no podían quejarse de su elección y el rosismo ganaba nuevos adeptos, alejados ya los fatídicos períodos del terror de 1840 y de 1842. Los estancieros, levantado el bloqueo anglofrancés, tenían sus corrales llenos de ganado que no habían podido comercializar y que ahora exportaban a buen precio en los barcos que en gran cantidad entraban y salían del puerto.
Amansados los caudillos provinciales, que reconocían en el Restaurador alguien que si bien no renunciaba a los privilegios de Buenos Aires aceptaban que las deudas provocadas por los bloqueos eran el obligado destino de la mayor parte de los ingresos aduaneros. Además no enviaba contra ellos ejércitos sometedores y acudía en su ayuda cuando le era posible. Asimismo la ley de Aduanas, que estaba nuevamente en vigencia, protegía sus industrias de las importaciones extranjeras. Por su parte la chusma de mulatos, gauchos e indios veneraban a quien les reconocía un lugar en la sociedad y participaba en los candombes, fiestas gauchas y ceremonias indígenas. Eran tiempos de paz y ello alentaba el trabajo, la inversión y la llegada de inmigrantes que ayudaban a resolver uno de los grandes costos de la guerra: la falta de mano de obra. Los exiliados políticos alentados por la disminución de la violencia y por algunas declaraciones y actitudes contemporizadoras de don Juan Manuel se animaban a regresar y pinchaban el distintivo punzó en sus pechos a cambio de reclamar, a veces con éxito, la devolución de sus bienes y de sus propiedades.
Rosas tenía en aquel momento una preocupación y una obsesión:. el imperio del Brasil, que siempre había demostrado su afán expansionista y por cuya hostilidad habíamos perdido el Paraguay y el Uruguay. Tampoco olvidaba su colaboración con los invasores europeos, que fuera enfatizada por el primer ministro británico Peel cuando confesó que “en 1844 el gobierno brasilero pidió un esfuerzo por parte de Inglaetrra y de Francia para intervenir”.
Don Juan Manuel esperaba el momento oportuno para hacer valer los derechos argentinos sobre los territorios perdidos, y no dudaría si fuese necesario en utilizar la fuerza en contra del Brasil, sostenido en el apoyo de su pueblo que había demostrado que reaccionaba vivamente cuando la soberanía nacional se veía afectada. Los críticos de Rosas sostendrán que era su personalidad la que lo impulsaba a sostener un estado de beligerancia permanente. También que la invención de enemigos externos le permitía mantener el control de la situación interna, justificando las acciones represivas.
Salvador María del Carril escribe con preocupación a Florencio Varela (ambos habían hecho de su odio al Restaurador el “leit motif” de sus vidas) el 19 de diciembre de 1845: “Rosas va a un objeto: la reconstrucción del virreynato del río de la Plata o la inauguración de un imperio argentino”.
He aquí una diferencia sustancial entre federales y unitarios: los primeros tenderán a defender el territorio y habrá en don Juan Manuel una imposible resignación a aceptar la pérdida de la Banda Oriental, por ello el apoyo a su fiel Oribe, y del Paraguay, cuya independencia jamás reconoció. Los unitarios, en cambio, urdirán incesantes operaciones que no le hacen asco a la cesión de importantes territorios de nuestro país. “Los males del Plata arrancan de la dislocación por manos foráneas del antiguo virreinato. Su unión como la de los estados norteamericanos o su concentración en un solo imperio como el Brasil, tal es el fin del Presidente Rosas”, editorializará con acierto el “Courrier de L’Havre” a mediados de 1845.
Pero la Confederación tenía otro problema.: Urquiza, el jefe del Ejército de Operaciones, la fuerza federal más poderosa y mejor pertrechada. El 15 de agosto de 1846 firma con Joaquín Madariaga, gobernador de Corrientes el “Tratado de Alcaraz” que en lo formal se ocupaba de simples declaraciones de amistad, pero que en sus cláusulas secretas se proponía la independencia de ambas provincias integrando la “República de la Mesopotamia”, insistente proyecto de los enemigos de Rosas, convencidos de que así lo debilitarían, y de las potencias extranjeras, que de esa manera se asegurarían la libre navegabilidad de los ríos interiores para sus vapores sin necesidad de intervenciones militares. Se proponían también reconocer la independencia del Paraguay y así asegurarse su apoyo para el caso de desencadenarse un conflicto con Rosas.
Manuel Herrera y Obes, ministro de Relaciones Exteriores de Montevideo, asociado con los unitarios argentinos, escribirá a Andrés Lamas, representante uruguayo en el Brasil, el 29 de febrero de 1848: “Si V. calcula que el Imperio se prestará a la planificación de nuestros proyectos, recomiendo a V. mucho la insistencia en que el Paraná sea el límite de la República Argentina, y que, para obtenerlo, asuma el Brasil la iniciativa del pensamiento en los próximos arreglos. Urquiza, téngalo usted por cierto, acepta desde luego la proposición. Este arreglo era la base del convenio de Alcaraz. Yo se lo garanto a usted. Desgraciadamente la conducta de los interventores infundió creencias en Urquiza que trajeron discordia entre él y los Madariaga”.
El eficiente servicio secreto del Restaurador lo mantendría al tanto de las conspiraciones entre ambos gobernadores: “Nada recele de la intervención (anglofrancesa). Al contrario, sus miras nos son favorables en cuanto al deseo de abrir nuestros canales al libre comercio que Buenos Aires ha monopolizado por tantos años. Considere Ud. a qué altura pueden llegar Entre Ríos y Corrientes gozando de esa franquicia en media docena de años de paz y de unión” (Carta de J. Madariaga a J.J. de Urquiza, 16 de junio de 1846).
El “Tratado de Alcaraz” constituyó el primer síntoma serio de que el gobernador de Entre Ríos abrigaba planes de mayor alcance en sus relaciones con Rosas, quien rechazó el acuerdo en términos severos. Pero Urquiza no escarmienta y da un nuevo y más grave paso: ha propuesto a los contendores uruguayos su mediación, reconociendo al gobierno de Montevideo en flagrante oposición a la actitud de don Juan Manuel y ordenando, por su cuenta, la suspensión de las hostilidades.
El entrerriano se había sentido despreciado por don Juan Manuel cuando éste no lo eligió para conducir la defensa contra las escuadras invasoras y no desconocía que su piso era firme: poseedor de una gran fortuna personal de oscuro origen, reconocido como líder por el pueblo de su provincia, buen estratega militar, con una personalidad gaucha que en mucho lo asemejaba al gobernador de Buenos Aires.
La mediación merece la más enérgica reprobación de Rosas quien en marzo de 1847 enrostra a Urquiza haber violado el “Pacto Federal” de 1831 por el que toda provincia firmante se había obligado a no concertar tratados con naciones extranjeras sin anuencia de las otras. Al uruguayo Oribe, el principal perjudicado, el 5 de enero le escribe denostando “los pasos indecorosos y la deshonrosa contramarcha de principios” del entrerriano. En privado, Rosas califica de “ignominiosa” su conducta, según su edecán Antonino Reyes.
Justo José de Urquiza provenía de una vieja familia de la costa oriental de la provincia, donde desarrolló su actuación política y militar hasta alcanzar una influencia dominante. Rival de Echagüe, la derrota de éste en “Caaguazú” le permitió reemplazarlo y asumir el gobierno provincial, lo que no fue muy del agrado de Rosas que siempre sospechó de su independencia de juicio.
Ante la vigorosa reacción de éste Urquiza comprende que no había llegado el tiempo de un rompimiento abierto e invitó a Madariaga a modificar el Tratado sobre las bases impuestas por Rosas. Las negociaciones se demoraron porque el correntino se siente traicionado por su cómplice, ajeno a tejes y manejes politiqueros, y Rosas ordena perentoriamente la invasión de Corrientes para terminar con Madariaga, poniendo a Urquiza en una encrucijada.
Se produce entonces la curiosa situación de que quienes van a enfrentarse se envían comunicaciones de manifiesta cordialidad. “La amistad particular que le profeso no sufrirá jamás la menor alteración por más extremas que sean las medidas a que la política me impulse” , escribirá Urquiza y el gobernador correntino lo disculpará por su seguro triunfo, ya que obrará “arrastrado por un fatal deber”. Finalmente los antiguos aliados se enfrentan el 27 de noviembre de 1847 en Vences, siendo arrollados los Madariaga por los 7.000 hombres del entrerriano apoyados por una excelente artillería. Tanta cordialidad previa no evitará la crueldad contra los vencidos que fue habitual en Urquiza, siendo fusilados los coroneles Paz y Saavedra, los teniente coroneles Montenegro y Castor de León, además de numerosos soldados, como si Urquiza hubiese querido dar sangrientas pruebas de su lealtad al Restaurador.
Vale recordar en esta batalla a una de las bajas, el mayor Gregorio Haedo, correntino descendiente de esclavos, quien arengaría a las tropas al morir el comandante de su unidad: “¡Soldados! ¡La desgracia de nuestro jefe nos ofrece la oportunidad de demostrar que la vergüenza no está en el color de la piel!”
Benjamín Virasoro, correntino urquicista, tomó el gobierno de la provincia con ampulosas declaraciones a favor de la Confederación y de Rosas. Urquiza había logrado el total dominio político, económico y militartotal de la Mesopotamia y sabía que en el futuro ya no tendría que agachar nuevamente la cabeza.
Valentín Alsina, al que la Capital Federal honra con dos avenidas y un monumento, ha preparado un plan de guerra “contra Rosas” que manda el 18 de noviembre de 1850 al representante uruguayo en Brasil, Andrés Lamas, para someterlo al gobierno brasileño: “Rosas es vulnerable por el Brasil en muchos puntos y formas, si quiere éste aprovechar su gran preponderancia marítima. Uno de los modos es causar al enemigo la vergüenza y el daño de ocupar uno de sus territorios, Bahía Blanca, ocupación fácil habiendo secreto, celeridad y un buen práctico o piloto lo que abriría la posibilidad a emigrantes de ir a operar por el sud”.
A pesar de la ayuda de argentinos tan confundidos, la situación del Brasil es muy comprometida. Sin el apoyo de Gran Bretaña y Francia, que habían terminado rindiéndose ante Rosas, era imposible su triunfo sobre la Argentina. Hasta en Europa se percibe esa debilidad: el rey Francisco José de Austria manda decir a su primo, el emperador Pedro II de Brasil, a través de su canciller el príncipe de Schwarzenberg, que debe hacer lo imposible para evitar la guerra. Ha hecho un estudio de las condiciones militares de Brasil y la Confederación, y según la “opinión de oficiales de la marina francesa informados “in locum” la balanza se inclinaría a favor de Rosas”. Para colmo de males una epidemia de fiebre amarilla se desencadena causando gran mortandad y hasta el emperador debe refugiarse en Petrópolis. Lamas se desespera por las malas noticias y escribe a su cancillería solicitando su retiro , porque “de Brasil no hay que esperar nada” (3 de febrero de 1851).
Pero, como acertadamente lo señala José M. Rosa, se producirá lo inesperado. Cuenta la historia de Prusia que Federico II estaba vencido al final de la guerra de los Siete Años, su ejército extenuado, la proporción con el enemigo muy desfavorable y la posición estratégica comprometida. Inglaterra, su aliada, le aconsejaba capitular y sus generales no veían la posibilidad de segur adelante.
– ¿No habría un medio de vencer?- preguntó Federico II.
– Solamente un milagro, majestad – fue la respuesta de sus colaboradores.
– Bien, esperemos el milagro de la casa de Brandeburgo.
Esa misma noche llegó a su campamento de Bukelwitz un emisario del zarevitch de Rusia con el asombroso regalo del plan de batalla del ejército ruso. Torpe de inteligencia y admirador fanático de Federico II le hacía llegar los documentos secretos de su estado mayor.
El monarca prusiano, exultante, llamó a sus generales:
-¡He aquí el milagro de la casa de Brandemburgo! –proclamó blandiendo los planos en su mano.
Ganó la batalla perdida y los rusos, desalentados por la traición de su jefe, dieron la guerra por perdida.
A Pedro II de Brasil lo favorecería un milagro semejante. Cuando todo estaba perdido, cuando su imperio se resquebrajaba y un porvenir de repúblicas federales, igualdad humana y democracia iba a extenderse por América del Sud, llegaría el 21 de febrero de 1851, en el buque brasileño “Paquete do Sul” procedente de Montevideo, una carta confidencial del ministro Pontes informando que “a altas horas de la noche” había recibido la visita de un agente del jefe del “Ejército de Operaciones” argentino, general Urquiza, con proposiciones de pasarse a la causa del Brasil.
Aunque el hecho asombró al brasileño,“¡O general dos exércitos da Confederação Argentina!” se admirará en su carta, lo informó a su monarca preguntándose: “¿Pero obrará de buena fe?”. Pedro II podría entonces responder al austríaco Schwarzenberg que con el inaudito pase del jefe del ejército enemigo la guerra estaba ganada: “El fuego ha tomado a la casa de nuestro vecino, cuando soñaba prenderlo a la nuestra. Se encontrará embarazado como no lo esperábamos” (Soares de Souza).
El zarevitch que entregó los planos para derrotar su propia patria fue despojado del trono por el ejército y estrangulado en la fortaleza de Rocha a pesar de su retraso mental. Su memoria quedó proscripta de la historia de Rusia. El general argentino sería más afortunado porque todo se le perdonaría a quien derrocase al Restaurador, y la historia oficial se empeñaría en la versión del “apoyo” de algún regimiento brasilero y ocultará que la deserción de Urquiza y del más poderoso ejército argentino a su mando se producirá a favor de un país que ya estaba en guerra, con las relaciones rotas, con su propia patria. ¿Todo se justificaba con tal de defenestrar a don Juan Manuel? ¿También la cesión de nuestras ricas Misiones Orientales, el precio de la participación brasilera?
Los historiadores revisionistas rebatirían los argumentos de sus colegas liberales que sostendrían que el deseo de Urquiza era quitar del medio a quien se oponía a dar la anhelada constitución a la Argentina. En cambio argumentarán que se trató de una traición provocada por razones crematísticas: durante el bloqueo francés la plaza de Montevideo era aprovisionada clandestinamente por los saladeros entrerrianos de Urquiza. Pese a la prohibición de comerciar con Montevideo, el gobernador Crespo, títere del jefe del “Ejército de Vanguardia” permitía que los buques de cabotaje trajesen productos europeos y llevasen en retorno carne argentina. No tenían escrúpulos, él y don Justo José en usufructuar “los canales de plata” que se les ofrecían para enriquecerse haciendo la vista gorda a las exigencias legales porque, como confesase Crespo en su intercambio epistolar con Urquiza, era preferible “ser medio vivo a medio zonzo”.
En junio de 1848, levantado el bloqueo francés al litoral argentino, se renueva el rosista a Montevideo, manteniéndose la prohibición de introducir mercaderías en buques que hubiesen tocado la Banda Oriental. El tráfico de Urquiza continuó, ahora burlando las leyes de aduana porteñas, porque las mercaderías europeas que compraba en Montevideo y traía a Buenos Aires no pagaban derechos en ésta por ser transportadas en buques nacionales. Nadie podía embarcar ni faenar sin autorización del gobernador. El negocio de exportar carne a Montevideo era exclusivo de los saladeros o las estancias de Urquiza, quien acabó por hacerse dueño de casi todo el comercio que pasaba por la provincia y el beneficio de ese tráfico irregular era tan elevado que alcanzaba para beneficiar las finanzas entrerrianas, incidía en el bienestar económico de los habitantes y acrecentaba la ya inmensa fortuna particular del gobernador, primer productor, comerciante y transportista de la provincia. Todo ello en perjuicio de la economía y de la estrategia de la Confederación Argentina.
Si Rosas no podía impedir que Entre Ríos comerciase con el sitiado Montevideo, podía en cambio defenderse prohibiendo que los productos introducidos por Entre Ríos llegasen a Buenos Aires. Lo hizo por dos medios: no permitió en los puertos porteños el embarque o desembarque de mercaderías ultramarinas en buques de cabotaje, e impidió la exportación de oro al interior.
Esto provocó la irritación de Urquiza, que fue tan pública que despertó en los unitarios y en Brasil la esperanza de contarlo como aliado. Ni lerdos ni perezosos le hicieron llegar un mensaje a través del representante comercial del entrerriano en la Banda Oriental, el catalán Cuyás: “En caso de una guerra ¿podría contar Brasil con la abstención del ejército de Operaciones?”. El 20 de abril de 1850 su futuro aliado redacta la respuesta imbuída del esperable tono patriótico en quien es el jefe del principal ejército argentino:
“¿Cómo cree, pues, Brasil, cómo ha imaginado por un momento que permanecería frío e impasible de esa contienda en que se juega nada menos que la suerte de nuestra nacionalidad o de sus más sagradas prerrogativas sin traicionar a mi patria, sin romper los indisolubles vínculos que a ella me unen, y sin borrar con esa ignominiosa marcha todos mis antecedentes? (…) Debe el Brasil estar cierto que el general Urquiza con 14 o 16.000 entrerrianos y correntinos que tiene a sus órdenes sabrá, en el caso que ha indicado, lidiar en los campos de batalla por los derechos de la patria y sacrificar, si necesario fuera, su persona, sus intereses, fama y cuanto posee”.
Como si no fuera suficiente hará publicar su respuesta el 6 de junio en “El Federal Entrerriano” agregando un elocuente editorial:
“Sepa el mundo todo que cuando un poder extraño nos provoque, ésa será la circunstancia indefectible en que se verá al inmortal general Urquiza al lado de su honorable compañero el gran Rosas, ser el primero que con su noble espada vengue a la América”.
El 15 de julio de 1850 se representaba en el “Teatro Argentino” de Buenos Aires el drama “Juan sin Pena” de J. de la Rosa González, subtitulado oportunamente “El fin de todo traidor”. Ya habían llegado las noticias del acuerdo de Urquiza con el Imperio y los ánimos están caldeados. Los concurrentes aplauden al héroe, el comunero Juan de Padilla, que defiende la confederación de comunidades castellanas contra un emperador, Carlos V, y silba estruendosamente cuando aparece el traidor Juan de Ulloa, caracterizado intencionalmente por el actor Jiménez con el aspecto de Urquiza.
-¡Que lo ahorquen al loco! ¡Que lo ahorquen al loco!- grita el público y algunos desaforados trepan al escenario y llegan a pasarle una cuerda por el cuello al actor, que a duras penas logrará mostrar la divisa federal que lleva bajo su disfraz mientras implora que él es Jiménez y no Urquiza.
Las negociaciones con el enemigo brasilero ya han comenzado y llegarán a buen puerto. Sus defensores, entre ellos nuestra historia oficial, argumentarán que el entrerriano hará lo que hizo para defenestrar al tirano y que ello justificaba cualquier pacto con el diablo. Sin embargo uno de sus secretarios privados, Nicanor Molinas, lo explicará años después y sin ánimo de crítica, por móviles económicos: “Al pronunciamiento se fue porque Rosas no permitía el comercio del oro por Entre Ríos”. El brasileño Duarte da Ponte Ribeiro, delegado ante la Confederación, escribe en el mismo sentido a su primer Ministro Paulino el 23 de octubre de 1850: “(Rosas) no permitió que a Entre Ríos vayan buques extranjeros ni que de ahí salgan para ultramar; Urquiza no solamente es el gobernador sino también el primer negociante de su provincia y las negativas de Rosas lo perjudicaban enormemente como negociante”.
Nuevamente se plantea aquí una cuestión semejante a la de las exigencias fácilmente atendibles de Francia que al ser denegadas provocaron la intervención de su armada conjuntamente con los auxiliares unitarios. ¿Por qué Rosas no hizo la vista gorda a los negocios de don Justo José y de esa manera no se ganaba un enemigo tan temible e impedía su reacción que desembocó en la derrota de Caseros?. El entrerriano no ahorró mensajes de advertencia. El periódico adepto “La Regeneración” expresaría su disgusto por no haberse “suprimido la declaración que el capitán de puerto (de Buenos Aires) toma a todos los patrones de buques que van de esta provincia como si fuera considerada enemiga de los principios de la causa nacional”.
Además del carácter obstinado del Restaurador y de su orgullo rayano en lo patológico que no le permitía concesiones a lo que él consideraba correcto, que en su infancia lo había llevado a renunciar al apellido paterno y a toda herencia que pudiese corresponderle, obstinación y orgullo que además eran parte de la idiosincrasia gaucha alejada del pragmatismo de los “decentes” y que don Juan Manuel había incorporado como propia, también jugó en él la convicción de que la traición de Urquiza era ya inevitable pues el premio que se le ofrecía era muy grande, tan grande como la ambición del entrerriano: remplazarlo en el gobierno en la seguridad de que su alianza militar con el Imperio y con Montevideo, a la que se sumaría Paraguay, sumada a la segura defección de oficiales federales y a la pérdida de su mejor ejército, hacían de la derrota de don Juan Manuel un mero trámite.
El objeto aparente del Tratado que firmaron los aliados era “mantener la independencia y pacificar el territorio oriental haciendo salir (del sitio de Montevideo) al general Manuel Oribe y las fuerzas argentinas que manda”, pero el verdadero era hacer la guerra a la Confederación: “Si por causa de esta misma alianza, el gobierno de Buenos Aires declarase la guerra a los aliados , individual o colectivamente, la alianza actual se tornaría en alianza común contra dicho gobierno”.
Brasil, siguiendo su política de expansión territorial, legalizaba en el artículo 17º su posesión de hecho de las Misiones Orientales, aceptando los demás firmantes sus “derechos adquiridos”. La línea fronteriza correría (hasta hoy) por el Cuareim, prolongándose hasta el Yaguarón, para seguir después por la laguna Mirim y el Chuy. Sería también derecho del Imperio la navegación del Yaguarón y la Mirim. Habría más: se otorgaba en las desembocaduras del Tacuarí y el Cebollatí sendas porciones de medias leguas cuadradas para construir fortalezas avanzadas. La navegación fluvial se declaraba “libre” (art. 18). El Tratado no tendría vigencia hasta que se efectuase el público pronunciamiento de Urquiza, cláusula que el representante brasilero Ponte hizo incluir en los artículos 2º y 3º.
Inesperadamente Pedro II se niega a firmar junto a Urquiza la alianza tan laboriosamente conseguida. “No quiso mezclar la púrpura imperial”, explicará “O Monarchista” del 12 de junio de 1850, “en un asunto tan turbio”. El 17 de junio Paulino indica a Pontes que debe redactarse una nueva versión del tratado sin los artículos 2º y 3º para que no sea tan evidente “que Urquiza obró por instigación nuestra y que su declaración fue una condición que le impusimos. Aunque así sea, que no aparezca en el tratado(…) V.E. hizo muy bien en poner eso en el proyecto para asegurarse, pero hecho el edificio se tiran los andamios”.
El pronunciamiento de Urquiza en contra del gobierno de Rosas se produjo en un acto solemne cumplido el 1º de mayo en la plaza general Ramírez de Concepción de Uruguay, leyéndose dos decretos: por el uno asumía Urquiza el manejo de las relaciones exteriores de Entre Ríos, por el otro cambiaba la consigna “mueran los salvajes unitarios” por “mueran los enemigos de la organización nacional”.
En los fogones de la pampa bonaerense se cantaría:
“¡Al arma, argentinos, cartucho al cañón!
Que el Brasil regenta
la negra traición.
Por la callejuela,
Por el callejón, que a Urquiza compraron
por un patacón.
¡El sable a la mano
al brazo el fusil,
sangre quiere Urquiza,
balas el Brasil”.
“La provincia de Entre Ríos, que ha trabajado tanto, a la par de sus hermanas, las del interior y del litoral, por el restablecimiento de la paz, en la dulce esperanza de ver en ella constituida a la República, se ha desengañado al fin, y convencida plenamente que lejos de ser necesaria la persona de Don Juan Manuel de Rosas a la Confederación Argentina, es él por el contrario, el único obstáculo a su tranquilidad.” Rosas había insinuado que no aceptaría otra reelección cuando terminara su período en marzo de 1850. Durante el año 1849 lo reiteró varias veces y cuando llegó diciembre lo anunció una vez más. Como en 1832 y 1835 puede presumirse que con ello Rosas procuraba mejorar su situación política antes de emprender una guerra que lo convertiría en árbitro de Sud América. Da respaldo a esta presunción el proyecto entonces presentado en la Legislatura porteña de ser consagrado Jefe Supremo de la Confederación, con plenos poderes nacionales, con lo que don Juan Manuel dejaba de ser el Gobernador de Buenos Aires y Encargado de las Relaciones Exteriores para convertirse en Jefe del Estado argentino. Once provincias adhirieron al proyecto. Entre Ríos y Corrientes se abstuvieron y el 1º de mayo de 1851 Urquiza aceptó la renuncia presentada por Rosas, separó a Entre Ríos de la Confederación y la declaró en aptitud de entenderse con todos las potencias hasta que las provincias reunidas en asamblea determinaran el futuro gobernante. Su satélite Corrientes imitó esta actitud.
Meses más tarde, Urquiza confesaría a Sarmiento, su pensamiento íntimo: “La base de la Revolución que he promovido, sus tendencias, toda mi aspiración, y por lo que estoy dispuesto a sacrificarme, son hacer cumplir lo mismo que se sancionó el 1 de enero de 1831, esto es que se reúna el Congreso General Federalista, que dé la carta Constitucional sobre la base que dicho Tratado establece”.
Los enemigos de don Juan Manuel, luego del sostenido fracaso en derrocarlo de intelectuales, potencias extranjeras y probados jejes de nuestra independencia, sentían sus corazones latir con esperanza pues había llegado el momento en que quien confrontaría con el invicto dictador era alguien de su misma hechura: un recio caudillo federal, de gran carisma entre la chusma y con mayor talento y experiencia en el campo de batalla. A sus fuerzas se incorporarían un revoltoso boletinero, Domingo Sarmiento, y un joven artillero y promisorio poeta, Bartolomé Mitre.
En la Banda Oriental acampaba el segundo mejor ejército de Rosas, quien se había ocupado de suministrarle el mejor armamento posible para sus cinco mil aguerridos soldados, veteranos de muchas campañas. Contaba también con una excelente caballada y varias piezas de artillería de buen poder de fuego dejadas atrás por ingleses y franceses. Pero a pesar de sus virtudes no tenía envergadura suficiente para resistir una acometida de las tropas al mando de Urquiza. Mucho menos si a éstas se le sumaban las de su nuevo aliado, el Imperio del Brasil.
El entrerriano invade el Uruguay el 18 de julio de 1851. El 4 de septiembre lo imita un ejército brasileño de dieciséis mil hombres a cuyo frente va el militar más prestigioso de su país, el marqués de Caxias. Además con una fuerte suma en la faltriquera para sobornar políticos uruguayos y jefes del ejército de Oribe. Esto, sumado a una inteligente política de “ni vencedores ni vencidos” prometiendo el perdón y la reincorporación a la “fuerzas vencedoras” provocó una importante deserción de oficiales y soldados federales.
Oribe, quien sostuvo una secreta y prolongada entrevista con Urquiza, no ofreció resistencia capitulando el 8 de octubre de 1851, “desacreditado pero no deshonrado” como él mismo escribirá, sobre la base de una amnistía política y de la independencia del Uruguay. Después de tantos años de una recíproca lealtad que había sobrellevado tantas contingencias extremas, traicionaba a Rosas, para muchos sospechosamente, al aceptar la derrota sin presentar batalla y sin consultar al Restaurador. Su hocicada debilitó aún mas la ya comprometida posición de éste puesto que así perdía el otro de sus dos ejércitos con el irreponible parque de armas y municiones valoradas en un millón y medio de pesos, que así cayeron en poder del enemigo que además incorporó por la fuerza a los cinco mil veteranos de la 1ª División Argentina.
La etapa siguiente de la campaña aliada era el ataque a Buenos Aires. El tratado del 21 de noviembre de 1851, entre Brasil, Uruguay y los “estados de Entre Ríos y Corrientes”, estableció que el aporte humano correría por cuenta de las provincias del Litoral. Brasil facilitaría los abultados 100.000 patacones mensuales exigidos por Urquiza para afrontar “gastos bélicos”; también 2.000 espadas de guerra y todas las municiones y armas que fuesen necesarias; además una división de infantería, un regimiento de caballería, dos baterías de artillería de seis cañones cada una, los que sumarían 4.000 hombres bajo el mando del prestigioso general Manuel Márquez de Souza; en cuanto al apoyo fluvial, en lo que la Confederación rosista era muy débil, la escuadra imperial ocuparía el Paraná y el Uruguay facilitando los desplazamientos del bien llamado “Ejército Grande” y obstruyendo los del enemigo; por fin, otro ejército de 12.000 soldados brasileros, llamado “de reserva”, se desplegaría en las costas del río de la Plata y del Uruguay para traspasarlos en cuanto fuese necesario.
Los 100.000 pesos fuertes exigidas por el jefe entrerriano le parecen al marqués de Caxias una contribución excesiva porque no ignora que el abastecimiento de carne proviene de los propias haciendas de Urquiza y porque, como es costumbre, la provisión de otros insumos y de animales se hace por confiscación forzosa en los establecimientos privados de la zona. Le cuesta confiar en quien ya ha traicionado, pero sabe que su persona y sus fuerzas son indispensables para lograr la caída de un vecino tan incómodo. Entonces el 20 de diciembre escribirá con realismo a su gobierno aconsejando una respuesta positiva: “Cualquier negativa nuestra lo irritaría siendo, como V.E. sabe, alguien a quien poco falta para mudar de opinión de la noche a la mañana (…) No le sería difícil arreglarse con Rosas y volverse contra nosotros”. También influía la recompensa, acordada y firmada con sus socios beligerantes, de la incorporación de las riquísimas Misiones Orientales, de elevada significación estratégica por su ubicación geográfica que se irradiaba hacia Brasil, Paraguay, Argentina y .sobre todo, Uruguay.
La guerra será declarada formalmente: “Los estados aliados declaran solemnemente que no pretenden hacer la guerra a la Confederación Argentina(…) El objeto único a que los Estados Aliados se dirigen es liberar al Pueblo Argentino de la opresión que sufre bajo la dominación tiránica del Gobernador Don Juan Manuel de Rosas”. Desactivado Oribe, el ejército de Urquiza se embarca en Montevideo hacia fines de octubre de 1851 en tres barcos brasileños que lo transportan a Entre Ríos. Desde allí comenzará su marcha sobre Buenos Aires cruzando el Paraná sin hallar oposición debido a que el general Pascual Echagüe, gobernador rosista de Santa Fe, recibe orden de retroceder hasta Santos Lugares, en las afueras de Buenos Aires, donde se concentrarán las pocas fuerzas disponibles para la defensa.
En su marcha por la campiña bonaerense Urquiza no encuentra las esperadas adhesiones a pesar de que en muchos hay un deseo de paz que les permita atender sus asuntos privados, descuidados durante mucho tiempo por causa de las guerras sucesivas. También se teme que en caso de triunfar el Restaurador la guerra se prolongaría “ad infinitum” pues, una vez vencido Urquiza, era evidente que no se tardaría en ir a la guerra con Paraguay y con Brasil. Pero a los habitantes de las pampas les resultaba inadmisible la alianza con el enemigo brasilero y resistieron pasivamente a los “libertadores”, como dieron en llamarse a sí mismos, negándoles información, contactos y provisiones, y manteniéndose fieles al gobernador de Buenos Aires. Según el general César Díaz, comandante de las fuerzas uruguayas, “evitaban nuestro contacto como si les fuera odioso, las casas de campo estaban abandonadas y sus moradores se habían retirado huyendo de nosotros como de una irrupción de vándalos”. Agregará en sus “Memorias”: “El espíritu de los habitantes de la campaña de Buenos Aires era completamente favorable a Rosas”. Hasta Urquiza estaba asombrado y preocupado al ver “que el país tan maltratado por la tiranía de ese bárbaro se haya reunido en masa para sostenerlo”. Díaz anotará una sorprendente confesión del jefe entrerriano: “Si no hubiera sido el interés que tengo en promover la organización de la República, yo hubiera debido conservarme aliado a Rosas porque estoy persuadido de que es un hombre muy popular en este país”.
Las mejores unidades que le quedaban a Rosas eran la artillería y el regimiento de reserva cuyo comando, en un gesto de hidalga confianza , ofreció a dos oficiales unitarios que habían regresado a Buenos Aires para luchar de su lado y en contra de los invasores extranjeros: Mariano Chilavert ,uno de los jefes de artillería de Lavalle en la campaña de 1840, y Pedro José Díaz, capturado en “Quebracho Herrado” y bajo palabra desde entonces. Ambos aceptaron y, en la última batalla, lucharon vigorosamente por Rosas.
Nombró a Angel Pacheco comandante de la vanguardia y luego comandante en jefe del centro y norte de Buenos Aires. Pero todo evidencia que, sobornado o realistamente convencido de la inutilidad de resistir, no tomó iniciativa contra el enemigo ni permitió que lo hicieran sus subordinados. Ante el disgustado reclamo de don Juan Manuel ofreció su renuncia, que no fue aceptada .Pero el 30 de enero ese jefe militar a quien el Restaurador había permitido enriquecerse hasta lo inimaginable haciendo del verbo “pachequear” un sinónimo de cuatrerear, dejó su puesto sin consultarlo y se marchó a su estancia “El Talar de López” sobre el río “las Conchas”. Allí presentó nuevamente su renuncia y mientras se estaba librando la batalla final para el régimen el general Pacheco y su fuerza de caballería de quinientos hombres descansaban en su estancia. Para colmo de males también perdió el aporte del héroe de Obligado, general Mansilla, quien cayó misteriosamente enfermo el 26 de diciembre luego de advertirle a su cuñado que no lo consideraba con capacidad militar para conducir un ejército de 20.000 hombres.
Los dos ejércitos se encontraron el martes 3 de febrero de 1852 en Morón, a unos treinta kilómetros al oeste de Buenos Aires.
El de Urquiza contaba con veinticuatro mil hombres experimentados, brasileños, uruguayos y argentinos, reforzados con cincuenta piezas de artillería. Las fuerzas de Rosas eran visiblemente inferiores en número, constituidas en su mayoría por bisoños, con cincuenta y seis piezas de artillería casi todas de calibre insuficiente y poca pólvora y pocas balas pues el grueso del parque había sido destinado a sus ejércitos principales al mando del entrerriano y de Oribe.
La batalla comenzó a las 7 de la mañana, con fuego de artillería de ambos lados. Urquiza, mejor militar que Rosas, atacó primero el flanco izquierdo enemigo con su caballería y dispersó a la federal. Luego desplegó su infantería y artillería contra el flanco derecho de las tropas porteñas obligándolas a replegarse y a atrincherarse en la casa de Caseros, acosadas por fuerzas brasileras, de donde tomó su nombre la batalla. Allí la resistencia fue corajuda pero desorganizada y de corta duración. Finalmente las tropas rosistas huyeron en desorden, derrotadas por su falta de disciplina, por su inferior armamento y por la inexperta conducción de Rosas. Solamente la artillería de Chilavert y el regimiento de Díaz presentaron una tenaz y heroica oposición, pero también ellos fueron superados. Hacia mediodía, la victoria de los aliados era total y había insumido menos tiempo y menos empeño de lo imaginable, tanto que las bajas en conjunto no sumaban más de doscientas.
Los que habían luchado contra el “tirano sangriento” no tardaron en mostrar su hilacha violenta: en los días siguientes a Caseros más de doscientas personas fueron fusiladas por orden de Urquiza, entre ellos la totalidad de la llamada “división de Aquino” quienes al llegar a la provincia de Santa Fe, en el avance del Ejército Grande hacia Buenos Aires, se habían rebelado y dieron muerte a su jefe Aquino y a los oficiales urquicistas. También fueron ajusticiados varios oficiales federales, algunos por su pasado terrorista, otros con justificaciones menos obvias: el coronel Martín Santa Coloma, un rosista de la línea dura, fue degollado y su cuerpo, según cundió el rumor, despedazado por su secretario Seguí quien tenía una cuenta a cobrar por un asunto de faldas.
También Martiniano Chilavert, héroe de las luchas por la independencia, fue asesinado. En batalla disparó hasta el último proyectil, haciendo blanco sobre el ejército imperial que ocupaba el centro del dispositivo enemigo. Cuando ya no le quedaron balas hizo cargar con piedras sus cañones.Luego, derrotado el ejército de la Confederación, recostado displicentemente sobre uno de los hirvientes cañones, pitando un cigarrillo, esperó a que vinieran a hacerlo prisionero. No se estaba rindiendo. Sólo aceptaba el resultado de la contienda. Enterado, Urquiza ordena que sea conducido a su presencia. Ante su ademán, sus colaboradores se retiran dejándolos a solas. Puede reconstruirse lo que entonces sucedió. El vencedor de Caseros habrá reprochado a Chilavert su deserción del bando antirrosista. Don Martiniano le habrá respondido que allí había un solo traidor: quien se había aliado al extranjero para atacar su patria. Urquiza habrá considerado que no eran momentos y circunstancias para convencer a ese hombre que lo miraba con desprecio de que todo recurso era válido para ahorrarle a su patria la continuidad de una sangrienta tiranía. Pero algo más habrá dicho don Martiniano. Quizás referido a la fortuna de don Justo, de la que tanto se murmuraba. El entrerriano abre entonces la puerta con violencia, desencajado, y ordena que lo fusilen de inmediato.
-Por la espalda- aullará. El castigo de los traidores.
Urquiza, a quien el corresponsal de “The Times” en Buenos Aires describió como “más animal que intelectual”, era en cierta forma tan gaucho como Rosas y se reconocía federal, lo cual provocó no poca confusión entre los enemigos del Restaurador al instalar su corte en Palermo, ordenar el uso del uniforme federal con los emblemas punzó y gritar “¡mueran los salvajes unitarios!” causando el disgusto de Sarmiento que no tardó en identificarlo como otro Rosas.
Quienes hasta entonces habían sido conspicuos rosistas como Tomás Anchorena, Vicente López y Planes y otros se incorporaron al circulo de amistades de Urquiza.
Gore, el diplomático británico a quien le tocara presenciar el desmoronamiento del edificio rosista, referira a lord Palmerston, primer ministro británico, ya producido Caseros: “Los jefes en quienes Rosas confió se encuentran ahora al servicio de Urquiza. Son las mismas personas a quienes a menudo escuché jurar devoción a la causa y persona del General Rosas. Nunca hubo hombre tan traicionado” (9 de febrero de 1852).
El marqués de Caxias, jefe de las tropas brasileñas en Caseros, informa al ministro de guerra Souza e Mello: “La 1° Dívisión, formando parte del Ejército aliado que marchó sobre Buenos Aires, hizo prodigios de valor recuperando el honor de las arma brasileñas perdido el 27 de febrero de 1827”. Es decir en la batalla de Ituzaingó, victoriosa para las tropas argentinas. No fue de extrañar entonces que, a pesar de que la derrota de Rosas fue el 3 de febrero, el ingreso triunfal de las tropas de la alianza argentino-brasileña se hubiera producido recién el 20. Sin duda se trató de una imposición de los brasileños que Urquiza acató.
El jefe argentino pareció arrepentirse e inconsultamente decide que el desfile será el 19 pero su par brasileño se mantiene firme: “A victoria desta campaha e urna vitoria de Brasil, e a Divisáo Imperial entrará em Buenos Aires com todas as honras que lhe sao devidas quer V. Excia ache conveniente ou nao”. Urquiza se niega a devolver las banderas de Ituzaingó que estaban en la Catedral que exigen los brasileros e intenta una última estratagema para evitar el desdoro ante sus compatriotas de desfilar al frente de tropas extranjeros informándoles erróneamente la hora del desfile.
Inicia la marcha con un malhumor que sostendrá durante toda la ceremonia, montado en un caballo con la marca de Rosas, al que Sarmiento califica de “magnífico”. Para consternación de los unitarios luce un ancho cintillo punzó en la solapa, reivindicándose como federal. Ni siquiera irá al estrado de la Catedral donde era esperado por autoridades, diplomáticos y notables, quizás para que la ceremonia terminase lo antes posible, antes de que las tropas imperiales iniciaran su desfile triunfal.
Algunos días antes se había producido un hecho significativo: Honorio, el representante del Emperador del Brasil, concurre a Palermo el día 9 para entrevistarse con el vencedor de Caseros. Pero siente tanta repugnancia por los cadáveres que cuelgan por doquier, pudriéndose entre el follaje de los árboles, que decide regresar al día siguiente. Entonces se produce un áspero diálogo cuando el brasileño le recuerda las concesiones territoriales que Argentina debía hacer por el apoyo recibido. Urquiza, rabioso, responde que es Brasil el que le debe a él, pues “Rosas hubiera terminado con el Emperador y hasta con la unidad brasileña si no fuera por mí”. También: “Si yo hubiera quedado junto a Rosas, no habría a estas horas Emperador”.
Honorio se retira ofendido. Pero días más tarde recibirá la visita de Diógenes Urquiza, hijo de don Justo José, quien en nombre de su padre le pide 100.000 patacones y además “el compromiso de contar con esa subvención en adelante”, según informa Honorio a su gobierno. Y agregará: “Atendiendo a la conveniencia de darle en las circunstancias actuales una prueba de generosidad y de deseo de cultivar la alianza, entendí que no podía rehusarle el favor pedido”
Berutti escribiría: “El señor Urquiza entró como libertador y se ha hecho conquistador”. ¿Tendría razón Rosas cuando insistía ante los “constitucionalistas” que él era la única garantía contra el caos y la anarquía?.
Después de Caseros, imitando lo que hizo Lavalle tras derrocar a Dorrego, Urquiza se incautó del dinero del Banco y lo repartió para pagar favores o para asegurarse lealtades. “ El pícaro de Urquiza sacó del banco cuando mandaba 23 millones de pesos, y con ellos distribuyó y compró con nuestro dinero que robó a saber:
A don Vicente López, es gobernador de Buenos aires A su hijo, doctor don Vicente Fidel López Al doctor don Benjamín Gorostiaga Al doctor don Francisco Pico, fiscal de la excelentísimo cámara A don Angel Elía, secretario de Urquiza A don Angel Elía, para el destino que su excelencia, el general Urquiza, le ha ordenado Al Coronel Lagos Al doctor don Elías Bedoya Al auditor del ejército, doctor don Juan Francisco Seguí Al doctor Juan María Gutiérrez Al general Guido Al general don Benjamín Virasoro |
Pesos 200.000 150.000 150.000 300.000 100.000 1.000.000 80.000 60.000 100.000 150.000 200.000 1.289.000 |
(N. del A. : Siguen algunos otros nombres y cifras menores)
El resto hasta el completo de los 23 millones, quedarían en el bolsillo del ladrón entrerriano Urquiza, que ya que fue aventado a patadas de la provincia de Buenos Aires, se fue podrido en dinero” (Juan Manuel Beruti, “ Memorias curiosas”).
“Vélez Sarsfield, años más tarde, en una agria polémica con Vicente F. López, le enrostró la indignidad: “¿A que no me echa en cara usted que yo hubiese aconsejado a que diese a ningún hombre de mi familia 200.000 pesos como hizo usted darle a su padre por el general Urquiza?” (R. J. Cárcano, “De Caseros al Once de Setiembre”).
Vicente López, de reconocido prestigio y que había sido funcionario de Rosas, es nombrado gobernador provisorio de Buenos Aires. Diez días después de Caseros, cuando todavía no habían desfilado triunfalmente los brasileros, da a conocer su gabinete con Valentín Alsina en Gobierno y Guerra, José Benjamín Gorostiaga en Hacienda y Luis José de la Peña en Relaciones Exteriores. El primer acto de Alsina fue abolir el uso obligatorio de la divisa federal, declarando “libre el uso o no uso del cintillo punzó” . Fue en protesta contra tal medida que Urquiza desfiló el 20 con el cintillo punzó en la galera de pelo. Y el 21 hizo pública una proclama hostil hacia los unitarios, “los díscolos que se pusieron en choque con el poder de la opinión pública y sucumbieron sin honor en la demanda. Hoy asoman la cabeza y después de tantos desengaños, de tanta sangre, se empeñan en hacerse acreedores al renombre odioso de salvajes unitarios, y con inaudita impasividad reclaman la herencia de una revolución que no les pertenece, de una patria cuyo sosiego perturbaron, cuya independencia comprometieron y cuya libertad sacrificaron a su ambición”. Restablecía el uso del cintillo punzó “que no debía su origen al dictador Rosas sino a la espontánea adopción de los pueblos de la República”. “El efecto que produjo en la opinión – escribió Sarmiento- aquel desahogo innoble, fue como si en una tertulia de damas se introdujese un ebrio, profiriendo blasfémias y asquerosidades. El anciano López gemía, Alsina se encerró en su casa”.
Quizás por convicción, pero también para justificar sus cuestionables acciones, Urquiza parece decidido a llevar adelante el proyecto constitucionalizador. Se propuso que reunidos los gobernadores, hombres de Rosas casi todos, acordasen las bases de la futura organización nacional, para ello los convocó en San Nicolás de los Arroyos, y allí, el 31 de mayo de 1852, se firmó el Acuerdo que significó la realización del federalismo, el reconocimiento de lo existente, de lo sancionado por los caudillos federales, sobre todo el Pacto del Litoral de 1831 , al que el Acuerdo llamaba “ley fundamental de la República, su centro vital y motor”. Urquiza quedó nombrado Director Provisorio de la República y juró ante los gobernadores.
En Buenos Aires el Acuerdo que nacionalizaba sus rentas y sus privilegios y que la igualaba a las demás provincias (dos delegados por cada una) provocó indignación y la Legislatura lo rechazó. El gobernador López renunció el 23 de junio y al otro día Urquiza, rabioso, disolvió la Legislatura, cerró los diarios opositores y decretó la libre navegación de los ríos interiores a los buques de todas las banderas, una de las cláusulas de su acuerdo secreto con el Brasil que además favorecía el comercio de las provincias del Litoral en desmedro del puerto de Buenos Aires. Luego nombró un Consejo de Estado, formado en buena parte por rosistas como Arana, Lahitte, Baldomero García, Nicolás Anchorena y el general Guido.
Sus enemigos fundaron la logia “Juan-Juan” con el fin de asesinarlo, pero la tentativa fracasó. El 11 de septiembre, aprovechando su viaje a Santa Fe para inaugurar la Convención Contituyente estalló una revolución comandada por Valentín Alsina y Bartolomé Mitre y fue derrocado. Buenos Aires ya no necesitaba al gaucho federal que les había servido para derribar a otro gaucho federal. De allí en más sería su enemigo y librarían batallas en su contra, y celebrarían cuando fue asesinado.
A partir de entonces el país quedó dividido en dos: el estado de Buenos Aires por un lado y la Confederación del resto de las provincias con capital en Paraná por el otro.
Las consiguientes hostilidades de los bandos no se desarrollaron sólo en tierra. La flamante escuadra de Buenos Aires, comandada por el marino mercenario Zurowski, se lanzó el 17 de abril de 1853 contra los buques de la Confederación que sitiaban el puerto. Pero la pericia del coronel norteamericano Coe y el superior poder de fuego y movilidad de sus naves, en las cercanías de Martín García, obligaron a la rendición de sus adversarios. Coe echó el ancla el 23 frente a la ciudad y notificó a los cónsules extranjeros y capitanes mercantes que el puerto quedaba bloqueado “para el comercio fluvial de cabotaje y los navíos de ultramar”.
Los de Buenos Aires tomaron rápidamente nota de la venalidad del capitán sitiador pues las naves que se avenían a pagar el “impuesto” estipulado podían cargar y descargar sin problemas. El embajador norteamericano Pendleton supo, desde principios de mayo, que los sitiados andaban en conversaciones con su compatriota. Los emisarios iban y venían entre la casa de Gobierno y el puente de mando de la nave insignia, el “Correo”. Las negociaciones estaban a cargo de un allegado a Coe, el capitán Downing de la armada de los Estados Unidos, y de Carlos Calvo, cónsul de Buenos Aires en Montevideo.
La oferta de dinero fue creciendo a medida que el comandante de la flota urquicista se muestra renuente a acordar la entrega de las naves. Pero su rechazo nunca llega a la indignada expulsión del ofertante. Urquiza, impotente, es informado por sus agentes de las tratativas hasta que su hijo Diógenes, desde Montevideo, le informa en mayo acerca de una importante compra de onzas de oro por parte del gobierno porteño. Es que luego de un mes de tiras y aflojas finalmente se había llegado a un entendimiento, pero Coe no quiere saber nada con devaluados billetes impresos en la Casa de la Moneda y exige onzas de oro contantes y sonantes.
Por fin, en la mañana del 20 de junio de 1853, Coe manda a Buenos Aires al comandante Turner en la lancha “Enigma” a anunciar que esa misma tarde, satisfecho con lo recibido, cumpliría con su parte del trato. Fue así que los buques “Correo”, “Merced”, “Constitución”, “Maipú” y “Once de Septiembre”, además de otras embarcaciones menores, entraron en el puerto ante el alborozo de los porteños y amarraron en las balizas interiores.
Luego el comandante Coe se embarcará con algunos de sus oficiales, que también recibieron parte del botín que según Cárcano y Ferns fue de 20.000 onzas de oro, en el buque de guerra norteamericano “Jamestown” y nunca más volverá al Río de la Plata.
Los representantes de las provincias argentinas, exceptuada Buenos Aires, se encontraron en el Congreso de Santa Fe y redactaron la Constitución Federal de 1853. La mayoría de las provincias la aceptó y en 1854 Urquiza comenzó su período presidencial de seis años como primer presidente constitucional de la República Argentina, con su capital en Paraná, Entre Ríos. Como presidente, firmó un tratado con España (1858) por el cual ésta reconocía la independencia argentina y establecía relaciones diplomáticas estimuló la inmigración y la creación de colonias agrícolas, una en Santa Fe (Esperanza) y una en San José, Entre Ríos; firmó el tratado de libre navegación con Brasil; reconoció la independencia del Paraguay y nacionalizó la Universidad de Córdoba.
Por sus esfuerzos, la instrucción pública, el comercio, la producción, la industria, las ciencias y las artes, los transportes y las comunicaciones recibieron un extraordinario estímulo y el progreso llegó a todas las provincias; el problema de incluir a Buenos Aires en la Confederación parecía estar acercándose a la solución de 1859.
Aunque ciertos líderes de Buenos Aires pidieron como condición que Urquiza renunciara; los sucesos políticos de la provincia de San Juan, con el asesinato del gobernador Benavídez como consecuencia, reabrieron el conflicto, en la batalla de Cepeda, el 23 de octubre de 1859, el presidente Urquiza derrotó completamente a las tropas de Buenos Aires comandadas por el general Bartolomé Mitre. Fue don Bartolomé quien había elegido el lugar del combate para vengar la derrota de Buenos Aires treinta años antes a manos de López y Ramírez. “¡Aquí fue la cuna del caudillaje, aquí será su tumba!” habría expresado, grandilocuente, pero luego la suerte le fue esquiva.
Como consecuencia el 11 de noviembre se firmó el pacto de San José de Flores que obligaba a Buenos Aires a desplazar a su radicalizado gobernador Valentín Alsina, a reconocerse como una más de las provincias y a ingresar a la Confederación; ésta, por su parte, se comprometía a aceptar las modificaciones que su derrotada hiciera a la Constitución que había sido aprobada en Santa Fe en 1853 con la firma de todas las demás provincias. En 1860 Urquiza delegó la presidencia al recién electo Santiago Derqui y otra vez fue gobernador de Entre Ríos (1860-1864); continuó con sus anteriores esfuerzos para completar la reintegración de Buenos Aires a la Confederación pero los esfuerzos por alcanzar la paz y el acuerdo fracasaron y el 16 de septiembre de 1861 amas fuerzas volvieron a enfrentarse en los campos de Pavón. Allí la caballería del ejército porteño de Mitre, como ya había sucedido en Cepeda, no resiste la embestida de la formidable entrerriana bajo el mando de Urquiza y se desbanda. La infantería mitrista de Paunero tiene mejor resultado y, sosteniéndose precariamente, consigue apoderarse de algunos cañones federales y tomar la casa de la estancia de la familia Palacios. En cambio el centro-derecha de Emilio Mitre, no obstante los refuerzos de la reserva que trae en persona su hermano Bartolomé, el general en jefe, es derrotada por la infan¬tería entrerriana del coronel Francia. La batalla está definida, bastará que Urquiza avance sobre la estancia donde Paunero y Mitre están sitiados para culminar una victoria aún más completa que Cepeda. El ejército de Buenos Aires está a punto de rendirse con su general a la cabeza.
Es entonces cuando, ante el desconcierto de todos, un clarín toca retirada en la reserva del ejército de la Confederación. A continuación los combatientes de ambos bandos serán espectadores de lo insólito: Urquiza, llevando consigo lo mejor de las tropas entrerrianas, impertérrito, con la mirada al frente, como ajeno a lo que sucedía, se retira del campo de batalla al paso como para demostrar que se trataba de un repliegue voluntario. Cuando cunde la noticia de que el jefe se va, también la caballería entrerriana de Galarza que hostilizaba a Paunero por el flanco, vuelve grupas y se une a su caudillo. A su vez Francia, con los suyos, cesa el fuego.
Benjamín Virasoro, que está convencido de que su jefe regresará de un momento a otro, redacta el parte de batalla dando cuenta de la victoria de Pavón: “El resultado de esta inmortal jornada, que formará una de las bri¬llantes páginas de nuestra historia, ha sido quedar tendidos en el campo de batalla más de 1.500 cadáveres enemigos, entre ellos muchos jefes y oficiales, 1.200 prisioneros, su convoy y bagajes en nuestro poder (…)Si algunas piezas de artillería han podido arrastrar nuestros enemigos, a trueque nos han dejado otras (…) Hasta la galera del general enemigo la tenemos en nuestro poder”.
López Jordán escribe extrañado a Urquiza el 19, sosteniendo su posición que todavía es ventajosa tres días después del inicio de la batalla: “Espero sus órdenes, porque si estoy y sigo es porque V.E. me puso aquí”. Sería él y sus hombres quienes años más tarde asesinarían al entrerriano al grito de “¡traidor!”, no sólo por lo de Pavón sino también por haber desertado de su rol de jefe de los intereses provinciales y por desamparar a caudillos leales como el “Chacho” Peñaloza y Felipe Varela. El autor del “Martín Fierro”, José Hernández, se lo había anticipado: “No se haga ilusiones el general Urquiza. El puñal que acaba de cortar el cuello del general Peñaloza bajo la infame traición de los unitarios en momentos de proponerle paz, es el mismo que se prepara para él en medio de las caricias y de los halagos que le prodigan traidoramente sus asesinos”.
Al presidente de la Confederación provincial Santiago Derqui don Justo José le diría que abandonó el campo de batalla “enfermo y disgustado al extremo por el en¬carnizado combate”, explicación poco convincente en quien había protagonizado varias cruentas batallas. La explicación a Virasoro no lo sería más: “Me he retirado porque acostumbrado como estoy a ser estrictamente obedecido como ge¬neral en jefe, el inútil e inexplicable desbande de nuestras infanterías me dio la medida de la manera como había faltado a mis anticipadas y repetidísimas órdenes, que si no fueron totalmente contrariadas, fueron por la menos evadidas”. Su yerno Victorica, por su parte, explicará la insólita defección con un “ataque al hígado que impidiéndole tenerse a caballo lo obligó a retirarse del campo de batalla”.
La versión más creíble es que el entrerriano se habría convencido de que nada le reportaría un triunfo en batalla contra Buenos Aires pues, como sucediera luego de Cepeda, ello no le permitiría imponer sus condiciones ya que la existencia de la Confederación estaba minada por la falta de recursos económicos, que, en cambio, eran abundantes en su rival. Estaba todavía fresco en su memoria cuando ante la inquietud del comercio extranjero de que la derrotada Buenos Aires fuese asaltada por los urquicistas, desembarcaron fusileros de marina británicos, estadounidenses y franceses para montar guardia en la vital Aduana porteña.
Decidió entonces “regalarle” un triunfo a don Bartolomé, abdicando de conducir los intereses provinciales, a cambio de que éste respetase su dominio en Entre Ríos, lo enriqueciese como proveedor de animales y alimentos del ejército porteño que luego de Pavón impondría la unión nacional por la fuerza, y le reconociese el mérito de haber sido el promotor de la Constitución Nacional.
El negociador pudo haber sido un norteamericano de apellido Yateman que en la noche del 13 al 14 de septiembre, dos días antes de la batalla, llegó en tilbury al campamento de Urquiza con un mensaje de Mitre. El entrerriano lo recibió con atenciones, como regalarle un mejor caballo que el traía, y lo despachó esa misma noche con una carta para don Bartolomé. Testigos presenciales contaron que éste, al recibirlo, comentó: “Ya es tarde”.
Todo indica que Urquiza no deseaba la batalla y pocas horas después de la partida de Yateman ordenó a su ejército alejarse del enemigo, hasta el río Pavón, cumpliendo seguramente con uno de los puntos del acuerdo propuesto. Ya siendo inevitable el combate, su secretario Coronado escribiría años después que Urquiza “se clavó como una estaca en un bajo desde el cual no podía ver ni dirigir”.
Se firmó una paz en la que Urquiza aceptó retirarse a Entre Ríos y permanecer alejado de la política; la organización nacional, por la que Urquiza había trabajado tanto, se logró por fin con Bartolomé Mitre como primer presidente y con Buenos Aires como capital.
La Guerra con el Paraguay significó serios problemas para Urquiza, que había mantenido estrechos vínculos y negocios con sus líderes; trató de usar su influencia con Francisco Solano López para evitar la guerra pero fue inútil. Cuando en abril de 1863 el general Venancio Flores, con el apoyo de Mitre que le debía gratitud por su participación en la “pacificación”nacional, derrocó al gobierno “blanco” de Bernardo Berro, en la Banda Oriental, el Mariscal Solano López, gobernante paraguayo, se sintió en la obligación de intervenir a favor de su aliado. Ello provocó que Brasil y Argentina le declarasen la guerra. Los objetivos de ambas naciones eran diferentes. Para Brasil era la continuidad de su histórica política anexionista y la necesidad de poner fin a un gobierno q¬ue daba refugio a los miles de esclavos que escapaban y encontraban en la tierra uruguaya la ansiada libertad. En cuanto a la Argentina debió, a regañadientes, movilizarse para evitar la anexión del Paraguay al Imperio brasilero, quizás también del Uruguay, lo que hubiese desquilibrado la región en su grave perjuicio. No parece confirmado que un motivo prioritario hubiera sido el propósito de incorporar la estatista economía paraguaya al liberalismo imperante en las naciones hostiles bajo el patronazgo de Gran Bretaña aunque ese final era sin duda promisorio para la potencia europea y para las economías limítrofes.
Todo indica que Solano López tenía también el guiño de Urquiza quien habría defeccionado a último momento. Es que el Brasil, como lo cuenta José M. Rosa, seguramente aleccionado por el astuto Mitre quien ya de sobra conocía el punto débil del entrerriano, compró todos los caballos de sus famosas milicias montadas que le habían dado el triunfo en Cepeda y Pavón. El negociador fue el jefe de la caballería imperial brasilera, general Manuel Osorio, quien acordó el generoso precio de 13 pesos fuerte por cada uno de los 30.000 animales, lo que sumaba 390.000 patacones, una cifra curiosamente próxima a los 400.000 que los brasileros, a su pedido, habían pagado a Urquiza para garantizarse su alianza para invadir la Argentina y derrocar a Rosas. Es claro que con esa compra se anulaba la posibilidad de que el entrerriano se arrepintiese de su traición ya que, desmontadas, sus fuerzas carecían de peligrosidad.
Cuando López atacó Corrientes, Urquiza se pronunció en contra del Paraguay y apoyó la causa argentina a pesar de la poca popularidad de la guerra en Entre Ríos y la mayoría de las provincias. . Como hemos visto en otros capítulos, sobre todo los destinados a Peñaloza y a Varela, los cuadillos que intentaron insurreccionarse contra la organización nacional porteñista y contra la Guerra del Paraguay invocaron insistentemente a Urquiza para ponerse al frente del movimiento provincial. Pero el entrerriano, encerrado en su fastuosos palacio de San José, convencido quizás de que sería inútil enfrentar a Buenos Aires con fuerzas voluntariosas y corajudas pero menguadas en tácticas y en recursos, hizo oídos sordos a tales reclamos. Por otra parte se ocupó de no perturbar sus acuerdos con los porteños y continuó con sus rentables negocios con ellos.
Los federales provinciales en Entre Ríos, dirigidos por Ricardo López Jordán se levantaron otra vez contra Buenos Aires y Urquiza fue acusado de venderse a los porteños. Cuando se propuso a López Jordán como gobernador en 1868, Urquiza temió que su influencia se usara con fines contrarios a la organización nacional y aseguró la gobernación para sí mismo; también apoyó para presidente a Sarmiento. En febrero de 1870 el sanjuanino visitó a Urquiza en su palacio en lo que se consideró un “abrazo del oso” pues Sarmiento simbolizaba aquello que los federalistas provinciales odiaban. A pocos extrañó entonces que el 11 de abril de 1870 las fuerzas de López Jordán asesinaron a Urquiza en su casa y mataron a sus hijos, Justo y Waldino, en Concordia. López Jordán pasó a ser gobernador de Entre Ríos hasta que lo derrocaron las fuerzas nacionales.