JUAN MANUEL de ROSAS

Los historiadores unitarios, rebautizados liberales, que representan a los vencedores de Caseros, repudiaron a Rosas, quien planteó un proyecto de país distinto y, podría decirse, antagónico. Fue condenado al infierno de su versión de nuestra Historia, que es la oficial. A pesar de que la esencia de la doctrina liberal es la sociedad entendida como un mercado regido por la libre interacción de sus fuerzas económicas, se le niega al Restaurador el haber incorporado a la Argentina al protocapitalismo al jerarquizar la unidad productiva que mayores ventajas comparativas ofrecía en relación a otras naciones: la estancia.

También el socialismo ha condenado a don Juan Manuel. Al igual que el liberalismo, es una concepción internacionalista de supuesta aplicación planetaria y siempre demostró rechazo hacia los movimientos de raíz y convocatoria popular (a los que denomina peyorativamente “populismos”) que se desarrollan por fuera de su control y de sus parámetros.

Ante tanta “orfandad” fue el conservadorismo reaccionario, ultracatólico, quien se impuso la reivindicación de la vida y obra de Rosas, proyectando en él su propio espíritu totalitario, funcional para la conservación de sus intereses antipopulares. Invirtiendo la realidad histórica de haberse enfrentado el Restaurador, con el apoyo de la chusma (gauchos, indios, mulatos, orilleros, etc.), a la oligarquía masónica y extranjerizante de su época. Durante sus gobiernos la clase baja ha experimentado por primera vez en nuestra historia su protagonismo social y nunca se resignará a perderlo, dando origen en el futuro a movimientos políticos y sindicales de envergadura.

No hay duda de que puede reprochársele a Rosas su tendencia al autoritarismo. Nada justifica persecuciones, degüellos o fusilamientos. Pero tienen razón sus defensores al argumentar que la historia oficial se ha empeñado en cargar sobre sus espaldas toda la violencia de su época, de la que no se pudieron abstraer otros federales ni tampoco sus enemigos unitarios. Según aquellos no se habría tratado de una tiranía sangrienta sino de una autocracia paternalista, lo más parecido a una democracia (del griego demokratía, “gobierno del pueblo”), que las circunstancias nacionales e internacionales permitían.

También se le puede acusar por su reticencia a dictar una Constitución, aunque los historiadores revisionistas han insistido en que ésta no hubiera sido posible sin la organización nacional, por las buenas o por las malas, que Rosas dejó al final de su gobierno.

Nuestro país ya había sido, entonces, bautizado (“Confederación Argentina, luego “República Argentina”), y su territorio quedaba milagrosamente intacto, mientras don Juan Manuel, quien había entrado rico al gobierno y salido pobre, partía hacia su prolongado y doloroso exilio. También hacia la condena sin matices de quienes escribieron nuestra historia oficial y de quienes no tienen otra alternativa que creer en ella. Y a quienes nunca se explicó por qué nuestro Libertador, el general San Martín, legaría a Rosas su sable inmortal, estableciendo en su testamento que lo hacía “como prueba de la satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataron de humillarnos”.

Don Juan Manuel representó el ascenso al poder de nuevos intereses económicos, de un nuevo grupo social ligado a la explotación de las feraces  pampas bonaerenses, entrerrianas, santafesinas: los estancieros. Lo eran Rosas, Ramírez, Quiroga, López, además patrones que administraban personalmente sus haciendas a diferencia de los que lo hacían confortablemente, por delegación, desde la ciudad.

Con Rosas en el poder se concretará el signo de los nuevos tiempos: se mirará menos a las naciones del otro lado del mar en busca de ideas, de capitales o de honores. Ahora se tendrá en cuenta al interior habitado por “bárbaros”, allí estará el nuevo poder político, social y económico. Dirá con claridad J. M. Rosa: “Algo de eso había comenzado en el corto tiempo de Dorrego, cuando las orillas predominaron sobre el centro, pero los compadres no atinaron a defender la nacionalidad con el mismo ímpetu que los gauchos. De allí la debilidad de Dorrego y la fortaleza de Rosas. Si aquel significó el advenimiento de las masas urbanas, éste le agregó el factor decisivo de las masas rurales”.

Juan Manuel tuvo un hondo sentido nacional cuando éste aún era raro entre sus coterráneos, sobre todo en porteñas y porteños que se habían empeñado en la revolución de Mayo con su interés y su esperanza vueltas hacia el exterior. El Restaurador concibió al estado también como una expresión de lo territorial y por ello fusionó éste con el concepto de soberanía. Es hora ya de reconocerle que fue gracias a sus esfuerzos que nuestra patria no sufrió otras fragmentaciones como las que propugnaban sus adversarios porteñistas, los que argumentaban, como lo hiciese el unitario Salvador del Carril, que  “era conveniente el achicamiento de nuestro territorio para explotarlo mejor con las posibilidades que tenemos”. También Sarmiento concluiría que el problema argentino era “su extensión”, lo que fue recogido por Jauretche como una de las “zonceras” criollas.

Lo que no puede discutírsele a Rosas es que él fue el formador del estado argentino. Tanto fue así que es durante su gobierno que comienza a hablarse de “República Argentina”. Y estos procesos históricos, a nivel mundial, han sido inevitablemente violentos y crueles. Para crear estado (“state-making”) siempre y en todas partes fue necesario arrasar con la autonomía de entidades feudales, de ciudades, de órdenes religiosas o, simplemente, de otras organizaciones políticas de base territorial que perdieron guerras con los “centros” que acabaron por imponer su dominio integrador en unidades mayores. Los Estados Unidos de Norteamérica solo logrará su constitución como estado luego de la sangrienta Guerra Civil. Por su parte Otto von Bismarck, el “Canciller de Hierro”,  logró la unidad de Alemania y su parto como nación librando en 1866 una sangrienta guerra contra Austria, haciendo que Viena cediera a Berlín el papel rector del mundo germano. En lo interior condujo una política de “mano dura” sin espacio para la oposición, aunque, igual que Rosas,  dictó medidas populares que le granjearon el apoyo de las clases bajas. Las similitudes entre Rosas y Bismarck son grandes, sin embargo éste es un héroe nacional mientras que aquel es execrado por nuestra historia oficial.

La suerte de Caseros estaba echada de antemano por la ominosa traición de Urquiza quien pactó con el emperador de Brasil, en guerra con Argentina, y Juan Manuel de Rosas, a bordo del “Conflict”, emprendería el camino de un exilio signado por la miseria y el insistente y prolongado rencor de sus enemigos que nunca olvidarían que había sido el jefe de un proyecto de país que no logró concretarse pero que terca y esporádicamente resurge en los movimientos populares de contenido nacional.

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