JUAN MANUEL de ROSAS (1793-1877)

Como parte de la formación que la severa doña Agustina López Osornio, casada con don León Ortiz de Rosas, reservaba a sus hijos acostumbraba mandarlos a servir como humildes dependientes en alguna de las tiendas de Buenos Aires. Una conducta alejada de los hábitos elitistas de la clase acomodada de entonces. Cierta vez el adolescente Juan Manuel se negó a arrodillarse ante su despótico patrón por lo que doña Agustina, luego de darle un coscorrón, lo encerró desnudo en una habitación a pan y agua hasta que depusiera su orgullo. Pero el futuro Restaurador logró forzar la cerradura y escapar como Dios lo trajo al mundo, dejando una esquela en la que sus padres pudieron leer: “Me voy sin  llevar nada de lo que no es mío”. Cumplió pues jamás regresaría a su hogar, nunca reclamaría ni un centavo de la abundante herencia familiar  y además tampoco se llevaría el apellido ya que de allí en más pasaría a llamarse Juan Manuel de Rosas, suprimiendo el “Ortiz” y modificando la “zeta” de Rozas por una “ese”.

Fue como patrón de estancia, en su obsesiva búsqueda del rendimiento eficaz, cuando don Juan Manuel cultivó su pasión por el orden y por la subordinación. Sus órdenes, acertadas o equivocadas, se daban para ser cumplidas. “Los capataces de las haciendas deben ser madrugadores y no dormilones; un capataz que no sea madrugador, no sirve por esta razón. Es preciso observar si madrugan y si cumplen con mis encargos. Deben levantarse en verano, otoño y primavera, un poco antes de venir el día, para tener tiempo de despertar a su gente, hacer ensillar a todos, y luego tomar su mate y estar listos para salir al campo al aclarar”, escribiría en sus “Instrucciones a los mayordomos de estancias”. 

Era más tolerante con  el delito que con la desobediencia, y si se imponían rebencazos ejemplarizadores los daba sin compasión. Y cuando era él quien faltaba obligaba a sus peones a aplicarle la corrección correspondiente. Además organizó a su peonada como una fuerza militar para enfrentar los malones y supo hacerse respetar e incorporar a sus obligaciones a gauchos mal entretenidos, peones holgazanes, mulatos escapados, indios rebeldes, a los que se imponía por el temor pero también por la admiración. Eso le permitió organizar el gallardo y amenazante desfile de 500 hombres fieros y bien montados, por primera vez vestidos de rojo y bautizados como los “colorados del Monte”, que concurrieron, todavía leal a su origen de clase, a poner orden ante el avance de los caudillos sobre Buenos Aires en 1820. Ya lo había dicho Tucídides, 400 años antes de Jesucristo: “La fortaleza de un ejército estriba en la disciplina rigurosa y en la obediencia inflexible a su jefe”.

El encuentro de Rosas con el caudillo santafesino Estanislao López en la hacienda de Benegas el NNNNNN puede ser considerado el comienzo del movimiento federal. López, siete años mayor, inicia al joven estanciero en los fundamentos políticos, sociales, morales y económicos de la férrea oposición al liberalismo centralista, europeizante y autoritario, y la masonería volteriana encarnada en el unitarismo. Allí, en la estancia de Tiburcio Benegas, don Juan Manuel  dejaría sentado su respeto por los jefes provinciales, su vocación de llegar a acuerdos con ellos, y cumplirlos, en vez de intentar aplastarlos por la fuerza. 

Los fundadores del “terror” fueron los unitarios y no el rosismo, como insistirá la historia oficial. La masacre generalizada que la “barbarie” sufre en manos de la “civilización” luego de  la muerte de Manuel Dorrego hace que en ese año 1829 las muertes superen a los nacimientos. Allí nacerá el slogan de los “salvajes unitarios”. 

Don Juan Manuel representó el ascenso al poder de nuevos intereses económicos, de un nuevo grupo social ligado a la explotación de las feraces  pampas bonaerenses, entrerrianas, santafesinas: los estancieros. Lo eran Rosas, Ramírez, Quiroga, López, además patrones que administraban personalmente sus haciendas a diferencia de los que lo hacían confortablemente, por delegación, desde la ciudad. Eso les daba un estrecho contacto con la clase popular, los gauchos, que constituían su peonada, como así también con los indios, vendedores ambulantes, desertores, cuatreros, etc. que habitaban los alrededores. Es así que Rosas era menos ducho en tertulias y saraos ciudadanos que en matar zorrinos: “Después de muertos –escribirá para instrucción de sus capataces y peones- se les pisa la barriga para que acaben de salir los orines, y luego se les refriega el trasero en el suelo, y con esa operación no hieden los cueros”. Adopta la vestimenta, los modales y los hábitos de sus gauchos. “Hablar como ellos y hacer todo lo que ellos hacían”, escribiría. 

Con Rosas en el poder se concretará el signo de los nuevos tiempos: se mirará menos a las naciones del otro lado del mar en busca de ideas, de capitales o de honores. Ahora se tendrá en cuenta al interior habitado por “bárbaros”, allí estará el nuevo poder político, social y económico. Dirá con claridad J. M. Rosa: “Algo de eso había comenzado en el corto tiempo de Dorrego, cuando las orillas predominaron sobre el centro, pero los compadres no atinaron a defender la nacionalidad con el mismo ímpetu que los gauchos. De allí la debilidad de Dorrego y la fortaleza de Rosas. Si aquel significó el advenimiento de las masas urbanas, éste le agregó el factor decisivo de las masas rurales”.

Para Rosas es esencial contar con la complicidad de Estanislao López para rechazar los reclamos constitucionalistas, actitud que sostendrá hasta el fin de su gobierno. En marzo de 1831 le escribe contrarrestando argumentos del gobernador correntino con metáforas campestres: “El señor Ferré quiere cosechar buen trigo en un terreno lleno de malezas de toda clase. Malezas que él mismo y todos los buenos hijos de la tierra hemos dejado tomar tanto cuerpo en nueve años que para destruirlos lo que se necesita es una fuerte liga de labradores respetables… ¡Desengáñese el señor Ferré! Para recoger buen trigo es necesario, aun cuando la tierra no tiene malezas, prepararla bien y luego sembrarla, conociendo bien la estación y el temperamento”   

 ¿Se negaba a dar una constitución a su patria por no perder lo absoluto de su poder? ¿O era sincero en su prevención de que la Argentina volvería a sumirse en la anarquía, como efectivamente sucedió durante muchos años después de Caseros, hasta el sospechable triunfo de Mitre sobre Urquiza en Pavón y la organización nacional por la fuerza?

De la prisión de Paz nos hemos ocupado en  el capítulo dedicado a Estanislao López . A pesar de que el apresado era el jefe de la Confederación de provincias que se les oponían, ni Estanislao López, quien lo tuvo a su merced en primera instancia, ni Rosas, a quien fuera remitido, lo pasaron por las armas dando muestras de una humanidad a la que Paz no haría honor pues tiempo más tarde escaparía violando su promesa de no volver a empuñar las armas en contra de la Federación. 

Sobre la “Campaña del Desierto” que emprendió Rosas luego de  renunciar a su primer gobierno puede decirse que siempre fue enemigo de emplear la violencia contra los indios y en cambio privilegió, cuando fue posible, los acuerdos, los regalos, los sobornos. Durante la misma el eminente científico inglés Charles Darwin lo encontraría a orillas del río Colorado. Su impresión fue inmejorable: “Es un hombre de carácter extraordinario que ejerce la más profunda influencia sobre sus compatriotas, influencia que, sin duda, pondrá al servicio de su país para asegurar su prosperidad y ventura”.

Tanto se interesó Rosas en “sus” indios que, además de dominar sus lenguas, escribió de su puño y letra una “Gramática y diccionario pampa” para facilitar la comunicación entre cristianos y aborígenes. Además difundió la vacuna antivariólica entre ellos a pesar de la resistencia supersticiosa que al principio generaba. Ello le valió un premio internacional al gran médico Francisco J. Muñiz.

Comparemos con la opinión del por otros motivos admirable Domingo Sarmiento, que siempre acusó a Rosas de “bárbaro”: “Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia  sin poderlo remediar. Esa canalla no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría a colgar ahora si apareciesen(…) Se les debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado” ( “El Progreso”, 27 de julio de 1844).

Los partidarios de Rosas se mantuvieron activos mientras su líder continuaba en la “Campaña”, lejos de Buenos Aires. Era permanente la fijación de bandos: “¡Paisanos!: Se ha formado una Logia con el objeto de acabar con vuestro General Rosas. A su logro os procuran engañar y os tienden redes. Alerta y prepararse, pues ya está visto que mientras no colguéis dos docenas de esos caporales logistas en el país se reproducirán nuevas escenas de horrores y de sangre”.También aprovecharían con astucia todas las oportunidades para provocar escándalo: un periódico “apostólico” titulado “El Restaurador”, en el que se hacía agresiva campaña antigubernamental,  fue confiscado y se anunció en un bando que sería juzgado. En la mañana del 11 de octubre de 1833 la ciudad apareció empapelada con grandes carteles que anunciaban en gruesas letras rojas que a las 10 de ese día se procesaría al “Restaurador de las Leyes”, promoviendo el equívoco de que quien sería sometido a juicio era el mismísimo Don Juan Manuel. Como reguero de pólvora corrió la noticia y azuzados por los “apostólicos” una muchedumbre de gauchos y orilleros amenazantes se hicieron presentes frente al juzgado profiriendo vivas al ausente jefe federal y reclamando la renuncia del gobernador  Balcarce, quien dejaría su puesto al general Viamonte, un federal moderado.

Doña Encarnación Ezcurra de Rosas fue una mujer de carácter. Estando don Juan Manuel ausente le informa: “Las masas están cada vez más dispuestas y lo estarían mejor si tu círculo no fuera tan callado, pues hay quien tiene miedo.¡Qué vergüenza!”. Ella exige a los rosistas su misma fanática lealtad: “Pero yo les hago frente a todos y lo mismo me peleo con los cismáticos (federales no rosistas) que con los apostólicos(leales a Rosas) Aquí en mi casa sólo pisan los decididos”.

El Restaurador confía en ella y le escribe: “Ya has visto lo que vale la amistad de los pobres y por ello cuánto importa sostenerla y no perder medios para atraer y cautivar voluntades. No cortes pues sus correspondencias. Escríbeles con frecuencia, mandales cualquier regalo sin que te duela gastar en esto. Digo lo mismo respecto a las madres y mujeres de los pardos y morenos que son fieles. No repares, repito, en visitar a los que lo merezcan y llevarlas a tus distracciones rurales, como también en socorrerlas con lo que puedas en sus desgracias”.

Doña Encarnación, a quien sus enemigos ridiculizaban apodándola “la mulata Toribia” por su fealdad, fue la creadora de la temible “Mazorca” que la historia oficial identifica como un grupo parapolicial que practicaba el terrorismo de Estado. Su objetivo sería el de acabar, por muerte o por intimidación, con la oposición a su esposo. En cuanto al nombre algunos, magnánima o ingenuamente, suponen  que representaba de manera simbólica al campo argentino. Otros, más sofisticados, suponen un lúgubre juego de palabras: “más – horca”.Sin embargo, su verdadera razón era que una de las torturas preferidas por los “mazorqueros” era introducir un choclo en el ano de sus víctimas.

A la precoz muerte de doña Encarnaciónla la sucedería su hija Manuelita, quien acompañaría al Restaurador hasta su exilio.

La historia oficial, abierta o encubiertamente, adjudica la muerte del “Tigre de los llanos” al Restaurador. Los argumentos más fuertes son:

1) Rosas es el gran beneficiado por el asesinato, no sólo porque queda afuera un serio competidor por la jefatura del campo federal sino también porque Facundo comenzaba a ser visto como el probable eje de una concertación nacional entre unitarios y “cismáticos” que desembocaría en la sanción de una constitución, algo a lo que el Restaurador se oponía encarnizadamente. 

2) Pocos instantes antes de morir, ya en el cadalso, el confeso asesino Santos Pérez gritará: “¡Rosas es el asesino de Quiroga!”.

Los argumentos en contra se basan en que la famila del riojano nunca acusaron a don Juan Manuel de su muerte. Señor Don Juan Manuel Rosas

Mayo 21

A Malanzan abril 16 de 1835

Mi muy respetable Señor.

La apreciable comunicación de vuestra excelencia que con fecha 13 de marzo ultimo, se ha dignado dirigirme, ha calmado en cuanto es compatible el profundo dolor que ha traspasado mi corazón por el suceso inesperado de haber sido asesinado mi esposo de un modo inaudito en una provincia amiga, y cabalmente en el momento mismo de prestar un servicio a la Patria. Yo reconozco en vuestra excelencia el sincero afecto que manifiesta para lo que mi gratitud a vuestra excelencia será eterna.

La huerfandad en que han quedado en esa mi tres hijos, hace me tome la confianza de suplicarle la prodigue su protección, e igualmente haga ostensible esta suplica a los amigos de un verdadero servidor de su país, y sus sentimiento, a este respecto, era digno de mejor suerte.

Si me fuese posible llevar los deberes correspondientes a una amistad tan sin limites cual es la que Vuestra excelencia se ha digno favorecerme, seria para mi el mayor placer que una infortunada puede tener.

Dígnese Vuestra excelencia aceptar las mas sinceras afectos con que la saluda su atenta servidora. Y. 

 

B.L.M. de V.Sª

María de los Dolores Fernández de Quiroga

 

Por otra parte el hijo de facundo, NNNNNN, comandó las milicias gauchas que en 1845  lucharon con heroísmo en la Vuelta de Obligado a las órdenes de Rosas.

la relación del gobernador de Santa Fe, Estanislao López, con el difunto era muy mala, entre otros motivos porque Rosas, sibilinamente, se ha ocupado de sembrar sistemática cizaña entre ellos para impedir una eventual alianza que pudiese dejarlo en situación de debilidad. Las relaciones de López con los Reinafé, gobernadores de Córdoba e instigadores el crimen, eran íntimas. Francisco Reinafé  lo había visitado un mes antes,  habitado en su misma casa y empleado “muchos días en conferencias misteriosas”, según José M. Páz.. Lo cierto fue que en Santa Fe fue notorio el regocijo por lo de “Barranca Yaco” y poco faltó para que se celebrase públicamente.

Juan Manuel tuvo un hondo sentido nacional cuando éste aún era raro entre sus coterráneos, sobre todo en porteñas y porteños que se habían empeñado en la revolución de Mayo con su interés y su esperanza vueltas hacia el exterior. El Restaurador concibió al estado también como una expresión de lo territorial y por ello fusionó éste con el concepto de soberanía. Es hora ya de reconocerle que fue gracias a sus esfuerzos que nuestra patria no sufrió otras fragmentaciones como las que propugnaban sus adversarios porteñistas, los que argumentaban, como lo hiciese el unitario Salvador del Carril, que  “era conveniente el achicamiento de nuestro territorio para explotarlo mejor con las posibilidades que tenemos”. También Sarmiento concluiría que el problema argentino era “su extensión”, lo que fue recogido por Jauretche como una de las “zonceras” criollas.

El mismo Sarmiento, en su rabioso antirrosismo, hizo todo lo que estuvo a su alcance para que Chile, cuya nacionalidad había asumido, se apoderase de la Patagonia. También la Comisión Argentina con sede en Chile, presidida por Gregorio de Las Heras, héroe de la Independencia, avaló el reclamo chileno por las provincias de Cuyo. En otras publicaciones nos hemos ocupado de las antipatrióticas  maniobras de Florencio Varela antes y de José María Paz luego para independizar las provincias del litoral (“República de la Mesopotamia”) con la complicidad de potencias extranjeras que de esa manera se garantizaban la libre navegación de los ríos interiores. La invasión de la Confederación Peruano-Boliviana con el propósito de anexar las provincias de Salta y Jujuy contó con el guiño de los gobernadores unitarios y el diseño estratégico de Carlos de Alvear, el vencedor de Ituzaingo.. 

Solo el triunfo de Caseros permitió a los enemigos de Rosas, y como pago convenido por su participación en el Ejército Grande, la entrega al Brasil del rico e histórico territorio de las Misiones Orientales.

“Para mí el ideal de gobierno feliz sería el autócrata paternal, inteligente, desinteresado e infatigable (…) He admirado siempre a los dictadores autócratas que han sido los primeros servidores de su pueblo”, les explicaría a Vicente y a Ernesto Quesada cuando en 1873, veintiun años después de Caseros,   visitaron a Rosas en Southampton. Sin duda se estaba retratando a sí mismo. La “falla” de ese programa de gobierno es que no había lugar para la disidencia.

Lo que no puede discutírsele a Rosas es que él fue el formador del estado argentino. Tanto fue así que es durante su gobierno que comienza a hablarse de “República Argentina”. Y estos procesos históricos, a nivel mundial, han sido inevitablemente violentos y crueles. Para crear estado (“state-making”) siempre y en todas partes fue necesario arrasar con la autonomía de entidades feudales, de ciudades, de órdenes religiosas o, simplemente, de otras organizaciones políticas de base territorial que perdieron guerras con los “centros” que acabaron por imponer su dominio integrador en unidades mayores. Los Estados Unidos de Norteamérica solo logrará su constitución como estado luego de la sangrienta Guerra Civil. 

Por su parte Otto von Bismarck, el “Canciller de Hierro”,  logró la unidad de Alemania y su parto como nación librando en 1866 una sangrienta guerra contra Austria, haciendo que Viena cediera a Berlín el papel rector del mundo germano. En lo interior condujo una política de “mano dura” sin espacio para la oposición, aunque, igual que Rosas,  dictó medidas populares que le granjearon el apoyo de las clases bajas. Las similitudes entre Rosas y Bismarck son grandes, sin embargo éste es un héroe nacional mientras que aquel es execrado por nuestra historia oficial. Jamás se le perdonaría al denostado argentino una frase como la del ensalzado teutón: “No se deciden las grandes cuestiones por leyes ni discursos, sino por hierro y sangre”.

Las elites europeizadas del puerto, en parte emigrados a la Banda Oriental, no toleraban que a raíz del bloqueo de la armada francesa Buenos Aires estuviera en guerra nada menos que contra “su” Francia y que las calles porteñas ya no fueran testigo de sus paseos y de sus apasionadas discusiones sino que ahora las transitaban los plebeyos, los bárbaros mal entrazados, de apellidos sin relieve ni historia, de barbas desprolijas y vestimentas no “a la page”, a quienes ellos jamás habían tenido en cuenta, ni siquiera cuando hablaban de ese “pueblo” retórico por cuyo progreso, estaban convencidos, daban sus mejores esfuerzos.  Era la hora de la “chusma”, de gauchos de la campaña y de orilleros de los suburbios que se habían adueñado de un Buenos Aires con esas insignias coloradas que iban expandiéndose en sus vestimentas y en sus sombreros, mientras vociferaban “mueras” en su contra  y los calificaban de “salvajes”.

Unitarios y “cismáticos”  llevaron su oposición a Rosas hasta extremos inconcebibles: “Los que cometieron aquel delito de leso americanismo” –confesará años después uno de ellos, con su habitual franqueza, Domingo Sarmiento-, “los que se echaron en brazos de la Francia para salvar la civilización europea, sus instituciones, hábitos e ideas en las orillas del Plata fueron los jóvenes; en una palabra, ¡fuimos nosotros!”. Está claro: de lo que se trataba era de salvar, en Argentina, “la civilización europea”  y no la soberanía nacional. 

Nuestra historia oficial nunca logró digerir la cláusula tercera del testamento del general don José de San Martín: “El sable que me ha acompañado en toda la guerra de la independencia de la América del Sur le será entregado al general de la república Argentina don Juan Manuel de Rosas, como una prueba de satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla”. 

San Martín, como militar de alma que era, aborrecía el desorden y la indisciplina. Estaba seguro de que la anarquía en que se había sumido su patria terminaría por derrumbarla y hacer fracasar la lucha por su independencia, en la que él había invertido tantos esfuerzos y sacrificios.  De los dos partidos, el unitario o el federal, las simpatías del Libertador se inclinaban hacia el último, lo que es claro en una carta a su amigo Tomás Guido: “El foco de las revoluciones, no sólo en Buenos Aires sino en las provincias, ha salido de esa capital, en ella se encuentra la crema de la anarquía, de los hombres inquietos y viciosos, porque el lujo excesivo multiplicando las necesidades se procura satisfacer sin reparar en medios: ahí es donde un gran número no quieren vivir sino a costa del Estado y no trabajar”.

El 17 de diciembre de 1835 San Martín celebra la “mano dura” de Rosas: “Ya era tiempo de poner término a males de tal tamaño para conseguir tan loable objeto, yo miro como bueno y legal todo gobierno que establezca  el orden de un modo sólido y estable”. Don Juan Manuel es para el Libertador la antítesis de la anarquía y valoriza la despótica tranquilidad que reina en su país: “Sólo ella puede cicatrizar las profundas heridas que ha dejado la anarquía, consecuencia de la ambición de cuatro malvados…”. Rosas le ofrece ser embajador en Perú, cargo que el Libertador rechaza con el pretexto de que eran muchos los lazos que lo unían a Lima y a sus habitantes como para poder desempeñar correctamente tal responsabilidad. 

Cuando Francia e Inglaterra atacan a la confederación Argentina, nuestro Libertador máximo no vacila en escribir a Rosas poniéndose a sus órdenes y ofreciéndole regresar a la patria para combatir contra los invasores en una declaración pública que pudo haberle provocado serias dificultades ya que vivía en una de las potencias beligerantes. 

Una de las últimas cartas que escribe San Martín tres meses antes de su muerte, con letra dificultosa, fue justamente a Juan Manuel de Rosas: “(…) como argentino me llena de un verdadero orgullo, el ver la prosperidad, la paz interior, el orden y el honor establecido en nuestra querida  Patria, y todos estos progresos efectuados en medio de circunstancias tan difíciles en que pocos estados se habrán hallado” (Boulogne-Sur-Mer, 6 de mayo de 1850)

Las potencias europeas necesitaban buenos pretextos para la “intervención” rioplatense. Por ejemplo  algún documento que reforzara  la imagen sanguinaria que Juan Manuel de Rosas se había ganado con sus excesos, hábilmente exagerados y propagandizados por sus enemigos de Montevideo. Florencio Varela encargó  su confección al antes fanático rosista José Rivera Indarte. Emile Girardin en “La Presse” de París, afirmó que la casa “Lafone & Co.”, concesionaria de la aduana de Montevideo, habría pagado la macabra nómina a un penique el cadáver. El escriba mercenario juntó 480 muertes atribuyéndole todos los crímenes posibles, enunciando nombres repetidos y otros individualizados por las iniciales N.N. Según esas imaginativas “Tablas de sangre” los procedimientos para matar eran escalofriantes: “las cabezas de las víctimas son puestas en el mercado público adornadas con cintas celestes”, los degüellos se hacían “con sierras de carpintero desafiladas”. También se “revela” que Manuelita “ha presentado en un plato a sus convidados, como manjar delicioso, las orejas saladas de un prisionero”. También Rosas “ha ido hasta el lecho en que yacía moribundo su padre a insultarlo”. Y como si todo esto no fuera suficiente: “Es culpable de torpe y escandaloso incesto con su hija Manuelita a quien ha corrompido”.

Cuatro años más tarde de la fracasada intervención francesa, en 1844, se producirá el ataque de las armadas británica y francesa unidas, las dos mayores potencias bélicas de la época. A su vista, en el alba de un día de gloria para nuestra patria que nuestra historia consagrada se empeña en oscurecer, el jefe del ejército argentino, general Lucio N. Mansilla, arengará a sus tropas: “¡Allá los tenéis! Considerad el insulto que hacen a la soberanía de nuestra patria al navegar, sin más título que la fuerza, las aguas de un río que corre por territorio de nuestro país. ¡Pero no lo conseguirán impunemente! ¡Tremola en el Paraná el pabellón azul y blanco y debemos morir todos antes de verlo bajar de dónde flamea!” (20 de noviembre de 1845).

Fracasada la incursión por el heroísmo de argentinas y argentinos Inglaterra, ansiosa por terminar con el bochorno internacional, envía al prestigioso diplomático Henry Southern. Rosas, deseoso de fijar sin rodeos las condiciones de lo que es indisimulablemente una capitulación enemiga, se niega a recibirlo hasta tener claras sus intenciones. El primer ministro Lord Aberdeeen se indignará el 22 de febrero de 1850 ante  el Parlamento británico:“Hay límites para aguantar las insolencias y esta insolencia de Rosas es lo más inaudito que ha sucedido hasta ahora a un ministro inglés. ¿Hasta cuándo hay que estar sentado en la antesala de este jefe gaucho?¿Habrá que esperar a que encuentre conveniente recibir a nuestro enviado? Es una insolencia inaudita”. Como si don Juan Manuel hubiera leído a Clemenceau: “Hay que hacer la guerra hasta el fin, el verdadero fin del fin”. Finalmente mister Southern y el Restaurador firmarán el acuerdo que aceptaba todas las exigencias argentinas. Se restablecían las relaciones entre los dos países e  Inglaterra se obligaba a saludar al pabellón de la Confederación Argentina con veintiún cañonazos. Algunos meses más tarde también se rendirá Francia. 

Quienes se niegan a caracterizar al Restaurador como terrorista aducen que las 20 muertes de 1840 más los poco menos de cuarentade 1842, las dos épocas del “terror rosista” , suman considerablemente menos que los más de 200 que Urquiza hizo fusilar en los primeros días después de Caseros

Uno de los acontecimientos más resonantes de este período, cuyo elevado tono épico y romántico daría pie a folletines, libros, obras teatrales y películas de la más dispar calidad, fue sin duda el fusilamiento de Camila O’Gorman, joven perteneciente a la alta sociedad porteña, y de su enamorado seductor, el sacerdote Uladislao Gutiérrez. Años más tarde, ya exiliado en Southampton, Rosas explicará su  conducta en carta a Federico Terrero: “Todas las primeras personas del clero me hablaron o escribieron sobre ese atrevido crimen y la urgente necesidad de un ejemplar castigo para prevenir otros escándalos semejantes o parecidos. Yo creía lo mismo. Y siendo mía la responsabilidad ordené la ejecución” (6 de marzo de 1877). Esta carta, quizás la última, fue escrita once días antes de su muerte, lo que muestra que la muerte de Camila O´Gorman lo perturbó hasta el fin de sus días.

Al terminar su gobierno don Juan Manuel dejaba: 

  1. Un país con sentido de nación y de soberanía que hasta ha recibido su bautismo: República Argentina. 
  2. Un territorio sin exacciones y que de allí en adelante sólo sufrirá pérdidas menores, como la cesión de las “Misiones Orientales” por parte de Urquiza 
  3. Un proyecto económico que nos proyectará en el capitalismo y nos dará un lugar y una función en la organización del mercado mundial: la estancia y su producción agropecuaria 
  4. Una clase baja, la plebe, que ya ha experimentado su protagonismo social y que nunca se resignará a perderlo, dando origen en el futuro a movimientos políticos y sindicales de envergadura

La suerte de Caseros estaba echada de antemano y Juan Manuel de Rosas, a bordo del “Conflict”, emprendería el camino de un exilio signado por la miseria y el insistente y prolongado rencor de sus enemigos que nunca olvidarían que había sido el jefe de un proyecto de país que no logró concretarse pero que terca y esporádicamente resurge en los movimientos populares de contenido nacional.

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