EL REGLAMENTO DE LAS ESCUELAS DE BELGRANO
Mucho se ha escrito y hablado sobre las escuelas donadas por Belgrano con su premio por el triunfo en la batalla de Salta “en las que se enseñe a leer, escribir, la aritmética, la doctrina cristiana y los primeros rudimentos de los derechos y obligaciones del hombre en sociedad hacia ésta y el gobierno que la rija, en cuatro ciudades, a saber, Tarija, Jujuy, Tucumán y Santiago del Estero, que carecen de un establecimiento tan esencial e interesante a la Religión y al Estado y aun ni arbitrios para realizarlos”, constituyéndose en el primer propulsor de la educación popular en nuestra historia.
En cambio poco se sabe sobre el “Reglamento” que redactó para el funcionamiento de dichos establecimientos educativos. Sus artículos son poderosamente reveladores de la lúcida concepción que Belgrano tenía de lo educativo y de su importancia en la sociedad, lo que ya había demostrado como secretario del Consulado español en el Río de la Plata durante los años previos a Mayo. A su impulso se crearon una Escuela de Náutica y otra de Geometría y Arquitectura, además de imprimirse cartillas para que los agricultores sacaran mejor provecho de sus labranzas.
En el artículo 1° del citado reglamento privilegia la buena retribución al maestro estableciendo que se destinen quinientos pesos anuales para cada escuela, de los que cuatrocientos serán para su pago y los cien restantes para “papel, pluma, tinta, libros y catecismo para los niños de padres pobres que no tengan como costearlo”.
Para evitar el “dedazo” o “acomodo” imponía el sistema del concurso u oposición: “Se admitirían los memoriales de los opositores con los documentos que califiquen su idoneidad y costumbres, oirá acerca de ellos el síndico procurador, y cumplido el término de la convocación, que nunca será menor de veinticinco días, nombrará dos sujetos de los más capaces e instruidos del pueblo, para que ante ellos, el vicario eclesiástico y el procurador de la ciudad, se verifique la oposición públicamente en el día señalado”. Dicho concurso, como lo indica el artículo 4°, debía abrirse cada tres años, para garantizar que el maestro fuera el más capacitado para ejercer tan delicada tarea.
No era ajeno a la voluntad de don Manuel el estímulo a los jóvenes que así lo merecieran: “Se les dará asiento de preferencia, algún premio, distinción de honor, procediéndose en esto con justicia” (artículo 6°).
Prudente en penitencias y castigos, en épocas propensas a los mismos, siempre obsesionado por la justicia, Belgrano propone que “si hubiese algún joven de tan mala índole o de costumbres tan corrompidas que se manifieste incorregible, podrá ser despedido secretamente de las escuela con la intervención del alcalde de primer voto, el regidor más antiguo y el vicario de la ciudad, quienes se reunirán a deliberar en vista de lo que previa y privadamente les informe el preceptor”. Insiste en que a los alumnos “por ningún motivo se les expondrá a la vergüenza pública (artículo 15°).
Tendrá también maravillosas expresiones hacia el maestro, de sorprendente actualidad: “Procurará con su conducta en todas sus expresiones y modos inspirar a sus alumnos amor al orden, respeto a la religión, moderación y dulzura en el trato, sentimientos de honor, amor a la verdad y a al ciencia, horror al vicio, inclinación al trabajo, despego del interés, desprecio de todo lo que tienda a la profusión y al lujo en el comer, vestir y demás necesidades de la vida, y un espíritu nacional que les haga preferir el bien público al privado y estimar en más la calidad de americano que la de extranjero” (artículo 18°). En seguida, en el artículo 19°, nos seguirá asombrando: “Tendrá gran cuidado en que todos se presenten con aseo en su persona y vestido, pero no permitirá que nadie use lujo aunque sus padres puedan y quieran costearlo”.
Quizá lo más remarcable del “Reglamento” de don Manuel Belgrano es la jerarquía que confiere a la tarea del educador. Tanto es así que en el artículo 8° no duda en indicar, ejemplarmente: “En las celebraciones del Patrono de la ciudad, del aniversario de nuestra regeneración política y otras de celebridad, se le dará al maestro en cuerpo del Cabildo, reputándosele por un padre de la Patria”.
Aunque las circunstancias lo obligaron al fragor de las batallas para hacernos independientes, nuestro prócer coincidiría con lo que Epicteto había afirmado siglos antes: “Sólo las personas que han recibido educación son verdaderamente libres”.
“Es lo mejor que tenemos en la Patria”, escribiría al gobierno de Buenos Aires un San Martín indignado, luego de recibir órdenes para que don Manuel se reportase para ser juzgado por la derrota de Ayohúma. Pero nada de eso valió cuando solicitó ayuda económica en penoso viaje desde el norte para tratarse de su grave enfermedad en Buenos Aires. Quien había donado los veinte mil pesos que le correspondieron por su comandancia del Ejército del Norte para la construcción de las cuatro escuelas debió conformarse con los avaros trescientos pesos que el gobernador de Buenos Aires, Idelfonso Ramos Mejía, le hiciera llegar a través de uno de sus edecanes. Don Manuel le agradeció con asombrosa magnanimidad: “Doy a V. S. las gracias, bien persuadido de que el estado de las rentas no le permite usar de la generosidad que me manifiesta, sin que merezca tanto favor”. Luego vendría la muerte, en soledad y olvido, tanto que un solo periódico de Buenos Aires (“El Despertador Filantrópico”) se hizo eco de la misma, y mezquinamente.