EL INTENTO DE “ALAMBRAR” LA HISTORIA
Ante la reiteración de publicaciones que proponen un debate en la historiografía argentina y en las que he sido nombrado, me siento compelido a hacer algunas reflexiones:
a) Nunca me reivindico como historiador, lo que no impide que en entrevistas o notas se me endilgue tal calificativo. No soy más que un escritor enamorado de los argumentos que regala nuestra historia. Los plasmo en mis libros y también en mis obras de teatro como “El sable”, estrenada el año pasado, y “ Guayaquil, el encuentro’, actualmente en ensayos con la actuación de Rubén Stella y Lito Cruz.
La gente de teatro ha demostrado ser más tolerante que algunos historiadores pues no se han sentido ofendidos por ello…
b) Se ha hecho costumbre nombrarme conjuntamente con Pigna y Lanata, amigos a los que aprecio y admiro. Pero es insólita, o malévola, la idea de definir una “corriente” historiográfica en base a ¡cifras de ventas de libros…! Es más que obvio que mis referencias más próximas son Norberto Galasso o Fermín Chávez. A “Pepe”Rosa le dediqué mi último libro. Ello no me impide abrevar también en Halperín Donghi, en Félix Luna, en Miguel A. de Marco, en Carlos Floria, en muchos más.
c) Lo que se ha desatado en el campo histórico es un debate ideológico que pretende disfrazarse bajo el ropaje de una discusión sobre si es o no válida la divulgación (en mi caso no cuadra la acusación de bestsellerismo, suponiendo que ésto fuese un pecado). A cambio se pretende distraer la atención acerca de la crítica a la versión oficial de la historia, porteñista y oligárquica, con argumentaciones que hacen mención a meritorias investigaciones historiográficas que lejos están de trascender al gran público. Es obvio que nuestra objeción se dirige hacia la transmisión que tiene lugar en escuelas, colegios y medios de difusión (afortunadamente en progresiva revisión gracias a lúcidos esfuerzos de profesores y alumnos “contaminados” de neorrevisonismo) , que cumple prolijamente con su función de aparato ideológico del estado, de inoculación precoz, cuyo fin es el de justificar y preservar un determinado modelo económico, político y social vigente desde el fin de las guerras civiles en el siglo XIX. Es ésta la razón por la que la acción del gran maestro de la divulgación histórica en nuestro país, Félix Luna, nunca mereció objeciones pues su fundamentación no se aparta de la línea consagrada.
d) Con evidente mala fe cuando se habla de mis obras sólo se hace referencia a aquellas que mejor cuadran dentro de lo “denostable” de la divulgación: mi serie sobre “La historia argentina que no nos contaron”, que fue pionera en este movimiento revulsivo, escotomizándose en cambio mis investigaciones biográficas que, como la del “Che”, llevó varios años y muchos miles de kilómetros detrás de sus huellas por el mundo, esfuerzo premiado con varias ediciones y traducciones en doce países. También es inobjetable la base documental de mis textos sobre Monteagudo y Rosas.
e) “Puedo no estar de acuerdo con todo lo que usted dice o escribe pero gracias a usted y a unos pocos más se ha despertado un creciente interés por la historia y eso se refleja en las inscripciones en nuestras cátedras universitarias”. Ese comentario de un docente que me abordó en la calle contrasta con el disgusto de algunos, pocos, “historiadores profesionales”, como suele autocalificarse Luis A. Romero, pues no existe la pretensión de disputar su campo específico de cátedras universitarias, designaciones en el Conicet, distribución de becas, acceso a “grants” de organismos internacionales. Tampoco puedo aspirar al conocimiento y a los recursos de investigación con que cuentan los historiadores formados, sí en cambio puedo compartir con ellos el deseo de transmitir, con buenas posibilidades puesto que mi interlocutor interno nunca podría ser un historiador, porque yo no lo soy, sino que ese lugar lo ocupa especularmente alguien como yo, la mujer o el hombre de la calle que se complace en sorprenderse o indignarse con los avatares de nuestra historia que de tan imaginativa parece delirante .
f) La aflicción de algunos por el éxito en librerías de la corriente neorrevisonista, rotulación equívoca que acepto con honra, debería trocarse en reflexión acerca de los motivos que hacen que sus libros interesen tan poco. Quizás ese grupo minoritario de “historiadores profesionales” que practican la indignación corporativa pretenda hacer de la historia algo parecido a un Colegio de Escribanos y su Registro, con imposiciones de exclusividad que obligaría a los Marguerite Yourcenar, Robert Graves o Tomás Eloy Martínez a solicitar autorización para ocuparse de temas históricos sin tener un título que los avale. Deberían recordar que los médicos fracasaron en su intento de “alambrar” el psicoanálisis haciéndolo un coto de provecho exclusivo.
La ausencia de reflexión autocrítica los hace caer casi indefectiblemente en argumentaciones similares a los de Alsogaray ante cada fracaso electoral de la derecha: “la gente no sabe votar”. Es triste, duele, leer en quienes se reivindican como progresistas que ciertos libros se venden porque la gente es tonta, “perezosa” ( ¿ ) y no sabe comprar…