EL EXILIO COMPARTIDO

Para mí es un doloroso honor que Carlos me haya elegido para escribir sobre su exilio. Nuestro exilio, porque lo compartí con él, en Madrid.

Abandonó su patria inmediatamente después del golpe de marzo de 1976 porque su vida corría serio peligro. En Roma logró un contrato de una importante galería que terminó al comenzar 1978. Fue entonces cuando aconteció el secuestro de su hija Paloma. Entonces Carlos y Teresa deciden trasladarse a Madrid pues  allí serían más eficaces sus desvelos por la suerte de su hija. Además la amplia comunidad de exiliados argentinos les garantizaba el conforto anímico que necesitaban para enfrentar tantas tragedias que se avivaban unas con otras.  En la capital española también encontrarían un mercado pictórico más generoso que el romano.

Lógicamente lo siniestro inundaba la paleta deAlonso – allí reside el alma de los pintores dotados – y generó las obras  de aquella época –algunas reproducidas en este libro- de un desgarramiento que impresiona con sus cuerpos eviscerados, el desorden externo e interno que los monstruos humanos dejaban a su paso, las expresiones de estupor que el Mal arrancaba en adultos transformados en niños indefensos. Puede decirse sin riego de error que su drama inconmensurable forjó una de las mejores épocas pictóricas de Alonso.

El compromiso ideológico y político venía de tiempo atrás, plasmado en la acción política y también en su obra, como lo demuestra su metafórica serie sobre “La carne” que había tenido una repercusión inusitada. Sin duda su nombre integraba las ominosas listas de los represores desde tiempo atrás y no sería de extrañar que Paloma haya pagado por sus propios ‘pecados’pero también, y ello no deja descanso a Carlos ni a quienes han pasado por situaciones similares, por los de su padre.

El exilio siempre es difícil, desestructurante. El mate, el fóbal y el dulce de leche no son significantes de lo cotidiano sino los espejos donde cotidianamente se refleja y se constituye  nuestra frágil identidad. La nostálgica lejanía con las personas, los olores y los hábitos que configuran nuestro deslizarse por la vida   hace que esa penosa y porosa construcción que se llama “yo” amenace con su fragmentación. Recordar a Sócrates bebiendo la cicuta como alternativa mejor a la expatriación, pues si bien también en la muerte todo se pierde, no se tiene conciencia de ello y tampoco el pasado y el futuro torturan con su sinsentido inclemente.

En esos casos la creatividad es sólo un intento, a veces eficaz, de supervivencia. No es casual que nuestro “Martín Fierro” haya sido comenzado en el exilio de Santa Ana do Livramento, cuando Sarmiento se ensañó con su autor. Pero el motivo más hondo de  Hernández no habrá sido un panfleto que pusiera en evidencia el infortunio de los sectores populares en una argentina oligárquica sino una inconsciente y desesperada búsqueda de las raíces de alguien criado en una estancia entre relinchos de los yeguarizos e imprecaciones de los paisanos. Eso es lo que explica también esa serie extrañamente serena, “Visita guiada”, en la que el Alonso del destierro se busca a sí mismo, esa esencia de pintor que debe resguardar del embate del destino, en los maestros de la pintura, Renoir, Courbet, van Gogh…

Un exiliado del franquismo, el gran León Felipe, rescataría al arte como invencible ante los poderosos tiranos:

“Tuya es la hacienda,
la casa,
el caballo
y la pistola.

Mía es la voz antigua de la tierra.
Tú te quedas con todo
y me dejas desnudo y errante por el mundo…

Mas yo te dejo mudo… ¡mudo!

¿Y cómo vas a recoger el trigo
y a alimentar el fuego
si yo me llevo la canción?”.

¿Acaso a los Médici se los recuerda por sus ejércitos, por sus bacanales, por sus papados, por sus riquezas? ¿O porque compraron su inmortalidad en mármol y trementina?

Alonso nunca universalizó su exilio, como pudo hacerlo el filósofo Anaxágoras, nacido hace 2500 años en Clazomenes, ciudad jónica situada sobre una pequeña isla del Mar Egeo, entonces parte del imperio persa.  Vivió su juventud en el contexto de las Guerras Médicas que enfrentaron durante decenios a griegos y persas y tenía sólo 20 años cuando, curioso de espíritu y decidido a instruirse, decidirá extrañarse en Atenas. Allí logró despojarse de la nostalgia por su tierra y se cuenta que cuando alguien le interrogaba sobre la posibilidad de morir en tierra extranjera, Anaxágoras replicaba: “Desde  donde quiera que se inicie, el descenso al infierno es el mismo.”“¿No tienes ninguna preocupación por tu patria ?”—le preguntaban y él respondía, apuntando con su índice al cielo—: “ Por mi patria tengo una gran preocupación ”.

Como paradoja de la esencial soledad del exilio nunca olvidaré aquellas celebraciones de cumpleaños, de reconciliaciones y  de navidades en aquel acogedor Madrid del exilio, en las que los “extraños” (“étranger”en francés es “extranjero” pero también “extraño”) nos buscábamos como nunca supimos hacerlo después y con mi entonces esposa Susana nos juntábamos con Norma Aleandro, Luis Politti, Piero, Marilina Ross, Tato Pavlovsky, Horacio Guarany, Zulema Katz, Pino Solanas, Chunchuna Villafañe, Nacha Guevara, Cipe Lincovsky, Dina Rot, y otros. Y Teresa y Carlos Alonso.

La crueldad de la dictadura del Proceso no sólo era física sino también psicológica y se ensañaba, como si el infierno fuera infinito, con los familiares de las víctimas. Sólo eso explica aquella carta que Carlos me mostrará una tarde, con la expresión estallando de esperanza, en la que alguien anónimo le informaba que su hija estaba bien, detenida en un centro clandestino, y que pronto sería liberada.  Información siniestramente falsa quizás  destinada a debilitar la campaña internacional en contra de los horrores de la dictadura, o para  alimentar el comercio de los carísimos y casi siempre inútiles informantes que especulaban con el inmenso dolor  de los familares y amigos de desaparecidas y desaparecidos.

Para la Torá judía la dolorosa separación de un pueblo – o un individuo- que ha sido desterrado de su origen, de su patria, es equivalente a la enfermedad, tanto en el plano espiritual como físico. La enfermedad –etimológicamente “debilitamiento”– es el distanciamiento entre el alma y el cuerpo, equivalente en la terminología de la “cabalá” a la separación de la luz de sus recipientes, que por lo tanto se rompen, dicho de otra manera se vuelven enfermos, y al fin mueren. La yuxtaposición de los conceptos de exilio y enfermedad en la expresión “este exilio enfermo” es utilizado a menudo en el “jasidut”.

Cabe señalar al paso  que la dramática experiencia del desempleo, tan difundida hoy en nuestro país, tiene parentesco con el exilio: es un cambio brusco en la vida de un individuo y de su entorno, genera una fuerte crisis en la autoestima y en el sentimiento de identidad. “Prevalece la percepción de haber sido sancionado, desplazado, herido en su dignidad, avergonzado y expulsado de su contexto. Se impone la pérdida y parece imposible recuperar lo perdido (…) El resultado es un sentimiento de desamparo, la sensación de estar excluido de sí mismo. Desempleo-exilio-desamparo-muerte civil”(G. Ferschtut).

Emilia de  Zuleta, en un estudio sobre el exilio español de 1939 en la Argentina, define las pérdidas del exilio:

1. La de la lengua y la de los demás parámetros culturales que pertenecer a una comunidad lingüística determinada supone. Aún en el caso de que en el sitio del destierro se utilice la misma lengua del exiliado, el problema de la incomunicación surge de manera ineludible;

2. La del espacio, de la tierra natal como modo religante con la naturaleza y con el mundo social;

3. La de la dimensión temporal: el desterrado llega a utilizar como defensa la negación del tiempo presente, que queda como “prensado” entre la vida anterior mitificada y convertida en lo único valioso y la vida futura, representada por la ilusión de conseguir volver al país de origen;

4. La de la muerte: “La patria es la tierra donde están enterrados nuestros muertos y donde seremos enterrados”.

Al desarraigo se le suma una nostalgia radical que hace de obstáculo para que el sujeto pueda adaptarse integralmente al nuevo medio en el cual le toca en suerte desenvolverse. Ello está presente en la obra de otro célebre exiliado, Cesare Pavese, que refleja en algunas de sus obras ese  sentimiento de “desarraigo” que trasciende el concepto de “exilio”. Se trata de la idea del extrañado como categoría antropológica, de esa imagen que desde el Romanticismo presenta al hombre como desgajado de la verdadera vida, separado del mundo, exiliado sobre la tierra. Y que, en el caso de Alonso, lo proyecta hacia el desciframiento de honduras que cabalgan sobre el dolor personal pero que nos habla de esencialidades universales de lo humano.

¿Acaso no somos todos, hasta el último de nuestros días,  ese niño inerme y confundido con un enorme león rugiente a sus espaldas?  ¿Es Paloma esa joven torturada hasta lo indecible o somos todos nosotros a merced de una sociedad que nos escarnece, impiadosa? ¿No es acaso una fantasía del inconciente colectivo eso de que algo o alguien (tiranía, enfermedad, vejez)se introducirá en nuestro espacio/vida y lo desordenará y arruinará todo revelándonos la terrible fragilidad de nuestras seguridades? ¿No es nuestra esa lengua seccionada con la prolijidad quirúrgica de los medios masivos que censuran la inteligencia, la diferencia, la creatividad?.

Pero a no confundirnos: la obra de Carlos Alonso nunca perderá su directa referencia al autoritarismo que asoló (¿asolará cíclicamente?) a nuestra Argentina, y que él sufrió en carne más dolorosa, enormemente más dolorosa que la propia. Es por ello que cuando le pregunté por qué había elegido el tema de una joven desnuda aplastada por dos botas anónimas pesando sobre sus hombros para el fresco en la bóveda de las Galerías Pacífico me responderá casi en un reproche: “No podía pintar otra cosa”.   

La pintura, como el arte en general, supone una relación dramática con la realidad, ya que su razón de ser es el insistente esfuerzo por cicatrizar una supurante tragedia personal. Es el sufrimiento y no la satisfacción quien urge a la expresión reparatoria. También en la medida en que exige un esfuerzo por parte del artista para poder configurarla y delimitarla. “Arte es el esfuerzo de dominar la superstición,  lo  selvático,  lo nefasto, y  darle un nombre, es decir  conocerlo, hacerlo innocuo. Por eso el arte verdadero es trágico,  es un esfuerzo”.

Así opinaba Pavese, cuya  única  novela relacionada con su exilio personal es “La cárcel” escrita entre noviembre de 1938 y abril de 1939. En ella se revela que en  el destierro la existencia asume un carácter provisional, el exiliado, lejos de procurar una integración con el nuevo medio del cual le toca participar, ve acrecentarse progresivamente la sensación de precariedad y de aislamiento. Invaginado hacia los evanescentes contenidos de su memoria el personaje de  “La cárcel” se convence de que es ajeno a ese mundo y concentra su existencia en la ilusión del regreso. Defendiéndose, como mágica lealtad con la memoria, de la participación, aun de manera tangencial, en ese grupo humano con el cual su destino lo obliga a convivir. El universo del pasado se ofrece como la única realidad, en tanto que los seres que lo rodean asumen la condición de entidades casi fantasmales o, por lo menos, de puros accidentes que entorpecen el ansiado regreso.         

“Ninguno hace casa de una celda, y Stefano se sentía siempre rodeado de paredes invisibles. A veces, jugando a las cartas en la hostería, entre los rostros cordiales  de aquellos hombres, Stefano se veía solo y precario, dolorosamente aislado, entre aquella gente provisoria, dentro de sus paredes invisibles. El mariscal que cerraba un ojo y lo dejaba frecuentar la hostería, no sabía que Stefano ante cada recuerdo, ante cada disgusto, se repetía que después de todo aquella no era  su vida, que aquella gente y aquellas palabras burlonas le  eran tan remotas como un desierto, y él era un confinado que un día  volvería a casa” (C.Pavese, “La cárcel”).

Carlos volvió a su Argentina cuando nuestra imperfecta democracia desplazó a la dictadura genocida, pero poco tiempo después volvió a partir al aislamiento, esta vez elegido, en su Unquillo amado, no casualmente encima de la que fuese morada y estudio de su maestro Lino Eneas Sipilimbergo, otro genio que mucho aprendió del sufrimiento. “No soportaba compartir  las mismas calles con torturadores y asesinos en libertad”, me dirá.

Un viento sacude las persianas
no sé jueves trae
no sé qué noche lleva
ni siquiera el dialecto que propone

creo reconocer endechas rotas
trocitos de hurras
y batir de palmas
pero todo se mezcla en un aullido
que también puede ser deleite o salmo

el viento bate franjas de aluminio
llega de no sé donde a no sé donde
y en ese rumbo enigma soy apenas
una escala precaria y momentánea

no abro hospitalidad
no ofrezco resistencia
simplemente lo escucho
arrinconado
mientras en el recinto vuelan nombres
papeles y cenizas

después se  posarán en su baldosa
en su alegre centímetro
en su lástima
ahora vuelan como barriletes
como murciélagos como hojas

lo curioso lo absurdo es que a pesar
de que aguardo mensajes y pregones
de todas las memorias y de todos
los puntos cardinales

lo raro lo increíble es que a pesar
de mi desamparada expectativa

no sé qué dice el viento del exilio (Mario Benedetti, “Viento del exilio” ).

Tampoco Carlos Alonso lo sabrá, imposible saberlo, pero eso no le impedirá, por el contrario, que ese viento de tempestad, nunca mayor que su genio, haga que sus obras maravillosas se solacen en los más sensibles resquicios de la condición humana. 

 

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