EL CONFLICTO ENTRE PERÓN Y LA IGLESIA

Sobre el conflicto entre Perón y la Iglesia una estudiosa del tema, L. Caimari,  afirma con razón  que “el episodio sigue siendo misterioso, sin explicación racional, rodeado de una atmósfera de irrealidad, un conflicto inútil”. Trataremos en estas líneas de encontrar algunas explicaciones a una disputa que no fue la primera de su tipo en nuestra Historia ya que otras habían tenido de protagonistas, además de la jerarquía católica, a la Junta de Mayo, Rivadavia y Roca. 

Una primera motivación, sorda, prolongada en el tiempo, puede ubicarse en que el peronismo había ido derivando de una convicción política hacia algo parecido a una creencia pseudoreligiosa basada en la adoración de las masas a su benefactor y  sustentada principalmente en el culto a la difunta Eva Perón, “Jefa Espiritual de la Nación”,  a quien se la imaginaba canonizada. Esto se tradujo en los contenidos de la enseñanza escolar hasta entonces monopolizada por los criterios curiales.   

También irritó a la cúpula eclesiástica la permisividad del gobierno hacia manifestaciones religiosas no católicas, lo que hoy es norma aceptada, como fue el amparo a la Escuela Científica Basilio,  también la autorización a las multitudinarias convocatorias en canchas de fútbol a mediados de 1954 del pastor norteamericano Theodore Hicks. 

En los albores y en los principios de su gobierno las relaciones de Perón con la Iglesia habían sido óptimas como lo manifestó en su biografía “Yo, Perón” dictada a E.Pavón Pereyra: luego de vencer en la batalla electoral de 1946 y reimplantada la enseñanza religiosa en las escuelas el padre Hernán Benítez fue recibido en el Vaticano por Pío XII “quien le encargó que me hiciera llegar su más alta aprobación, porque yo había interrumpido una tradición de sesenta años de laicismo y ateísmo; porque había confirmado la indisolubilidad del matrimonio, contra la cual se habían pronunciado las leyes de todos los países católicos y no católicos; porque las leyes sociales del peronismo habían conjurado el peligro de la infiltración comunista en Argentina y porque con la afirmación de nuestros ideales de paz había asumido una posición de tercera fuerza cristiana necesaria en un país donde derechas e izquierdas estaban impregnadas de anticlericalismo”. 

Fue cierto que Perón y la cúpula eclesiástica establecieron entonces una fuerte alianza de provecho recíproco que fue decisiva en el triunfo electoral en 1946 de la fórmula Perón-Quijano, pero que con el correr del tiempo había ido desgastándose paralelamente con el crecimiento del disconformismo de amplios sectores de la clase media que se veían postergados ante los favores del gobierno peronista hacia los sectores proletarios.  Dicho descontento no encontraba vías de manifestarse, no sólo por la negativa del gobierno a facilitar su presencia en los medios de difusión, sino también por la falta de algún dirigente capaz de aglutinar al antiperonismo.    

La semiclandestina creación en junio de 1974 del Partido Demócrata Cristiano provocó en Perón rencor y desconfianza pues se consideraba el único y legítimo representante de la doctrina cristiana en la política argentina y  sospechó que detrás de ello se escondía un proyecto de debilitarlo fogoneado por el Vaticano.   Lo cierto es que la democracia cristiana había cobrado vigor y prestigio en Europa, venciendo en las elecciones de varios países y deteniendo lo que parecía un avance indetenible del comunismo. 

El conflicto fue subiendo su temperatura hasta que el 10 de noviembre de 1954 en un discurso Perón cruzó el Rubicón y acusó a un sector de la Iglesia de conspirar para derribarlo. Nombró a varias organizaciones católicas, tres obispos y veinte sacerdotes, algunos de los cuales fueron arrestados en los días siguientes. 

T. Halperín Donghi  le adjudica al peronismo la responsabilidad mayor en el enfrentamiento aludiendo a “la mal adormecida vena anticlerical” y cae en el lugar común de la mayoría de quienes se ocuparon del tema de referirse a un supuesto desafío de Perón en contra de la institución católica a través de medidas “provocativas” como la equiparación legal de los hijos legítimos e ilegítimos, la ley del divorcio, la supresión de la enseñanza religiosa obligatoria, la eliminación de subvenciones a los colegios confesionales, la ley de profilaxis que promovía el control sanitario de los prostíbulos. Además en el Legislativo esperaba su sanción la ley de separación de Iglesia y Estado.

Como puede colegirse del listado son medidas que en su mayoría están hoy en vigencia y las que no lo están cuentan con un amplio consenso. Es decir que nada tenían de ilógicas por lo que puede interpretarse que Perón, advertido del deterioro de su gobierno durante su segundo período iniciado en 1952 ya sin Evita a su lado, haya decidido llevar adelante una “revolución cultural” que devolviera el brío transformador de su primera etapa. Ya no en el campo de las leyes sociales, aprobadas ya las fundamentales (jubilación, vacaciones pagas, aguinaldo, estatuto del peón de campo, voto femenino) sino en el ámbito de los avances liberales de las democracias mundiales. Al mismo tiempo su gobierno iniciaba un cambio sustancial en su política económica iniciando tratativas con la Standard Oil de California.

Es de imaginar que Perón sabía que debería enfrentar la oposición de la poderosa Iglesia en Argentina, un país donde el 90% de su población se considera católica a pesar de ser remisa en el cumplimiento de sus obligaciones religiosas. Pero no calibró el vigor de dicha resistencia.  El conflicto entre el peronismo y la Iglesia pasó a ser entonces entre el peronismo y un antiperonismo engrosado por el mismo conflicto y que por fin había encontrado una vía por donde manifestarse, instituyendo algo muy semejante a una “guerra santa”cuyo grito de guerra era “Perón o Cristo” y cuyo símbolo reproducido en grafitti, panfletos y distintivos era una ve que sostenía una cruz, “Cristo vence”. 

La crisis  avanzó hasta extremos ya sin retorno y si en un principio la convicción de Perón de que se conspiraba en su contra tuvo aristas paranoicas, por ejemplo en la sobrevaloración de las chances democristianas,  luego fue una certeza indudable como lo afirmaría en sus confidencias a Pavón Pereyra: “La ciudad se vio inundada de panfletos difamatorios que se hacían en las iglesias y en los colegios religiosos; en ellos se incitaba directamente a la rebelión de la misma manera que los curas en los púlpitos se transformaron en oradores políticos de barricada, incitando a los fieles a la revolución y al desorden”. Es de recalcar que la “Marcha de la Libertad”, que puso música y canto a la insurrección contra su gobierno, fue grabada clandestinamente en el sótano de una iglesia.  

La oposición, ahora vertebrada por lo religioso, se lanzó sobre flancos que torpemente ofreció el gobierno, enturbiando una gestión por muchos motivos admirable: los rumores sobre una extendida corrupción, la afiliación obligatoria al partido, la obsecuencia que bautizó con los nombres de Perón y de su esposa a incontables avenidas, hospitales, escuelas, hasta ciudades y provincias. Aunque es indudable que para muchos éstos eran sólo pretextos para una oposición basada en el deseo de que se retrocediera en las conquistas sociales, que se anulara la progresista constitución del 49 y que la riqueza nacional no siguiera repartiéndose por mitades entre la patronal y los trabajadores. De ello se encargarían Aramburu y Rojas en 1955.  

Lo cierto es que la jerarquía eclesiástica intentó acciones conciliatorias pero el protagonismo dejó de ser suyo para pasar a sectores golpistas civiles y militares que supuestamente operaban en su representación, como fue el caso de una Marina insurrecta esencialmente laica y liberal. También Perón, violando su indiscutible astucia, pareció perder el control de la situación. Acostumbrado a dominar todos los resortes de la vida política argentina, las fuerzas armadas, los sindicatos, los medios de difusión, las organizaciones empresarias, hasta los partidos de la oposición, no pudo tolerar que la Iglesia y su grey se le resistieran. Como si no comprendiera que lo religioso traspasaba lo político y despertaba, aún en los católicos tibios, emociones primarias de elevado voltaje. J.Page escribirá que “la decisión de provocar un enfrenamiento con la Iglesia fue un error colosal, el peor de todos en la carrera política de Perón”.  

Luego vendría el tumultuoso junio de 1955 con la procesión de Corpus Christi del 11, una manifestación religiosa tradicional engrosada por ateos, marxistas y antiperonistas de todos los colores. Luego, el 16 por la mañana, se conocería la excomunión de Perón por la expulsión de los monseñores Tato y Novoa. Más tarde se desencadenaría el bombardeo de la Casa Rosada por parte de aviadores de la Marina con el ominoso resultado de cientos de muertos. A la noche de ese mismo día la quema de varias iglesias capitalinas y la curia  como revancha por los sucesos del día. 

Poco faltaba para el triunfante golpe del 16 de septiembre cuyo jefe, Eduardo Lonardi, nacionalista católico, había sido peronista pero luego, como muchos, pasó a la oposición influido por la “guerra santa” entre  Perón y la Iglesia.     

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