ANGEL VICENTE PEÑALOZA 

Quien lo había condenado a muerte y la festejó con morbosa euforia, Domingo Faustino Sarmiento, debió sin embargo reconocer en su víctima: “Alguna cualidad verdaderamente grande debía de haber en el carácter de aquel viejo gaucho”. Cualidad que a Angel Vicente Peñaloza, el “Chacho”, le había permitido, al frente de sus montoneras, tener en jaque durante varios años a los bien entrenados y mejor armados ejércitos que imponían sangrientamente a las provincias, luego de Pavón,  el proyecto porteñista de organización nacional.     

El  “Chacho” había nacido en el riojano rancherío de Guaja, en Los Llanos, en 1798. Era un importante estanciero, lo que no fue óbice, movido por su espíritu justiciero, que se incorporase a las fuerzas de su comprovinciano Facundo Quiroga comprometido con la causa de los humildes. Se destacó prontamente por su coraje convirtiendo en leyenda su repetida acción de, montado, enlazar cañones enemigos  e incorporarlos a las propias filas, aunque a costa de una herida de lanza. Quiroga escribiría a su esposa: “Si el capitán don Vicente Peñaloza falleciere de una herida que le ha cabido en suerte, habría que tener consideración con su familia, socorrerla en cuanto puedas, que sus méritos se lo deben en justicia”. El “Chacho”sobrevivió y el Tigre de los Llanos lo ascendió a capitán de milicias. Tenía 35 años.

Peñaloza continuó en el federalismo luego de la muerte de su jefe en Barranca Yaco hasta que, siguiendo a su nuevo referente, el general Tomás Brizuela, se pasó al unitarismo en rebelión contra Juan Manuel de Rosas, enconado porque éste, privilegiando a las provincias del Litoral,  no había resuelto la postergación y la miseria que acosaba a las mediterráneas como La Rioja. “Pero estas provincias, que levantaron sus armas contra la absorbente Buenos Aires, y que se expresaron en la tacuara de Facundo, carecían de la fuerza suficiente para resistir el gran movimiento de pinzas que la historia tendió alrededor de su cuello: el Litoral exportador, pariente pobre de Buenos Aires, y como Buenos Aires, librecambista, se alió casi constantemente con la Provincia Metrópoli para traicionarlas. En esta alianza reposó permanentemente la política de Rosas” (J.A.Ramos). 

El Restaurador argumentaba que había debido destinar la recaudación de la Aduana porteña a financiar la defensa contra los ataques exteriores, como el bloqueo de Francia en 1839 y de las armadas anglo francesas combinadas en 1845. Además las protecciones arancelarias de 1835 habían sido suspendidas por el mismo motivo. Pero las razones internacionales parecían ajenas, exclusivas de Buenos Aires, en las provincias alejadas como la riojana. Además eran muchos los convencidos de que don Juan Manuel había sido el autor intelectual de la muerte de Facundo.

Eran tiempos en que a veces no era fácil distinguir lo que significaba uno y otro bando. Juan Lavalle, el fusilador del gran protofederal Dorrego y jefe del ejército que atacó a la Confederación rosista en combinación con la armada francesa en 1840, le confesaría al general Tomás Iriarte, quien lo consignó en sus “Memorias”:

“El general Lavalle me hizo conocer sus principios políticos. Me aseguró que hasta la caía del general Paz había estado acérrimamente adicto al sistema unitario, pero que aquel suceso le hizo abrir los ojos para conocer y convencerse que los pueblos detestaban el sistema unitario, que no querían otro que el federal, y que éste era el sentimiento universal de las masas, al que él adhería sinceramente y de todo corazón, porque no deseaba nada tanto como mejorar la suerte y porvenir del pueblo que siempre había sido engañado , juguete de los mandones e instrumento ciego de las pasiones más innobles; que él era federal y que en una proclama que pensaba publicar lo habría de expresar así de un modo terminante. ‘General-le observé- tengo la idea de que usted no es capaz de preferir lo que su corazón no siente, pero le aconsejaría a usted que no dijese tal cosa, porque no podrían sospechar que están sólo un medio de que usted se vale para arribar a su objeto, que, por la misma razón creerán siniestro y de ambición personal’. Algunos amigos – me contestó – me han dicho lo mismo que usted”…

El “Chacho”se exilia en Chile. En dos oportunidades, en 1842 y en 1845,  vuelve a cruzar la Cordillera en intentos de sublevarse contra la Confederación que termina en fracaso. Otra vez en Chile, convencido del arraigo popular de Rosas y constatando sus diferencias con los exiliados unitarios en tierra chilena, decide reincorporarse al campo federal. Para ello busca la protección del gobernador sanjuanino, Nazario Benavides, y luego regresa a La Rioja convirtiéndose, desde 1848, en el indiscutible árbitro de la política de su provincia.     

Es designado general de la Confederación provincial por nombramiento de su presidente, Justo José de Urquiza con formal aprobación del Senado. Con su  ejército irregular de milicias gauchas convocadas por su carisma tenía por tarea la custodia del orden militar en La Rioja y en Catamarca. 

Las noticias de que la victoria federal en Pavón se había transformado en derrota, que Urquiza estaba enclaustrado en su palacio de San José y que el presidente Derqui había huído en un barco inglés detuvieron su avance sobre Tucumán para cumplir con la orden de deponer al gobernador Antonino Taboada, aliado con los liberales autoritarios del puerto. El “Chacho” acampa en las afueras de la ciudad y envía una propuesta de negociación a Taboada quien acepta para dar tiempo a llegar a las tropas al mando del coronel Wenceslao Paunero, a quien escribe Mitre: “Mejor que entenderse con el animal de Peñaloza es voltearlo. Aprovecharemos la oportunidad de los caudillos que quieren suicidarse para ayudarlos a bien morir”. 

Cuando el gobernador tucumano, sintiéndose fuerte, rompe la tregua Peñaloza le escribe una carta que revela su espíritu cándido y noble: “¿Por qué una guerra a muerte entre hermanos contra hermanos?”. Aprovechando la ausencia del “Chacho”,  Paunero avanzó sobre La Rioja pero aquél, regresando a matacaballo, la recuperaría ante los vítores de la chusma que ya lo veneraba como “Padre de los pobres”.  El corrido coronel uruguayo escribe a Buenos Aires: “El negocio de La Rioja se hace cada vez más una espina en el talón, como decía Luis Felipe a Mackau por la guerra en el río de la Plata”, identificándose con el invasor extranjero que fuese derrotado por el gauchaje de Rosas.

Dicha “espina” debía ser extraída por cualquier medio, como lo entendiese el coronel Sandes quien sorprendió en “Los llanos” a una desprevenida partida “chachista” y pasó por las armas a todos los apresados. Quien elevaría el parte sería Sarmiento, el civilizador: “El coronel Sandes llevó orden por escrito del infrascripto de pasar por las armas a todos quienes encontrase con armas en la mano, y lo ha ejecutado en jefes y oficiales”. La vocación militarista del sanjuanino se haría palpable, desencadenando las burlas de sus adversarios, cuando se hizo retratar, luego de Caseros, con gesto fiero y con imaginario uniforme de coronel, grado que el ejército nunca le reconoció. Años más tarde, ya presidente, fundaría el Colegio Militar y la Escuela Naval. 

La guerra se extiende espontáneamente movida por la indignación de los provincianos que ven invadido su territorio por quienes les quieren imponer a sangre y fuego sus conveniencias disfrazadas de cruzada civilizadora. Se levanta en Arauco Severo Chumbita, en Guadancol Felipe Varela, en el oeste Fructuoso Riveros, también Carlos Angel en Chilecito. 

Lo que los mueve no es tanto la ideología antiliberal sino la convicción tantas veces confirmada de que los intereses porteños eran incompatibles con los de las plebes provincianas y que su predominio resultaría en más miseria y más injusticia. “En 1858, el año más próspero de esa década, el presupuesto del gobierno provincial (de La Rioja) disponía el gasto de apenas 21.150 pesos, muy lejos del de la provincia de Buenos aires que en 1859 autorizaría gastos por 3. 961.260, es decir ¡187 veces más de lo que se intentaba gastar en La Rioja! Aún así la Legislatura riojana estimaba que los recursos genuinos alcanzarían sólo a 11.085 pesos. Entonces el déficit de ese misérrimo presupuesto era casi del 50 %” (A. de la Fuente). Por eso su guerra era por la supervivencia y el “Chacho”, cuyo origen social le hubiera permitido integrar  la “clase decente”, como se autocalificaban los oligarcas dando por sentado que los humildes eran “indecentes”, se sentía en la obligación de conducir la resistencia al frente de los gauchos que lo seguían con la confianza de que nunca los defraudaría. 

Los porteñistas intentaron entonces el soborno ante la imposibilidad de cazarlo y derrotarlo, y porque la acción de sus montoneras se había extendido también a San Luis donde aliado con los levantiscos puntanos puso sitio a la capital provincial. Pero lo que el caudillo exige no es un beneficio personal sino que las tropas nacionales abandonen su provincia, se terminen las matanzas de riojanos y el secuestro de madres y hermanas de los montoneros. Además una amnistía “para el señor Peñaloza, sus jefes, oficiales y tropa a fin de que puedan regresar, garantidos, a sus hogares”. 

Mientras el riojano espera la respuesta de Mitre los coroneles uruguayos Paunero, Sandes, Arredondo, Flores, a los que se ha confiado la conducción del Ejército Nacional enviado al interior para terminar con todo atisbo caudillismo federal, continúan su guerra de exterminio. En “Valle fértil” la guerra favorece a la montonera y el “Chacho” se limita a requisar los caballos y deja en libertad a los prisioneros con una carta “muy atenta” como señala, extrañado, Paunero en su comunicación a Mitre: “Es tanto más singular esta conducta noble de parte de Peñaloza en cuanto Sandes y Rivas le han hecho la guerra a muerte”. 

Se llega finalmente a un acuerdo, el Tratado de La Banderita, que respeta las demandas del “Chacho”. Este promete entregar armas y prisioneros que serían canjeados por los que habían caído en manos del ejército porteñista. Lo sucedido entonces lo contó José Hernández, quien dedicaría un exaltatorio libro al caudillo riojano que anticipa el espíritu nacional y popular que anima al inmortal “Martín Fierro”. 

Como parte del Tratado se había dispuesto el intercambio de prisioneros. “Peñaloza dijo: “Aquí tiene ustedes los prisioneros que les he tomado, ellos dirán si los he tratado bien, ya ven que ni siquiera les falta un botón del uniforme”. Una entusiasta viva al general Peñaloza, dado por los mismos prisioneros fue la única pero más elocuente repuesta”. Luego sería el turno de los jefes poteñistas, pero éstos se mantienen en silencio.  “Y bien, ¿dónde están los míos?”, pregunta el Chacho. “Los prisioneros habían sido fusilados sin piedad, como se persigue y mata a las fieras de los bosques”, remata Hernández. 

       La “clase decente” de La Rioja está disconforme con el arreglo. También Mitre desconfía de dejar al “Chacho” en su provincia a pesar de los argumentos de Paunero de que es el único capaz de mantener el orden. Pero quien más dispuesto está a sabotear esa paz es el gobernador de San Juan,  Sarmiento, inquieto por la proximidad de los aborrecidos gauchos insurrectos cuyo exterminio, sostenía, era la única garantía de instalar en suelo argentino la civilización liberal en su versión autoritaria. Su desprecio por lo nacional, que identificaba con el atraso, es evidente en muchos de sus textos: “Yo era, dice, el único oficial del ejército argentino que en la campaña ostentaba una severidad de equipo estrictamente europea. Silla, espuelas, espalda bruñida, levita abotonada, guantes quepí francés, paletot en lugar de poncho, todo yo era una protesta contra el espíritu gauchesco. Esto que parece una pequeñez, era una parte de mi plan de campaña contra Rosas y los caudillos, seguido al pie de la letra, discutido con Mitre y Paunero y dispuesto a hacerle triunfar sobre el chiripá, si permanezco en el ejército… y para acabar con estos detalles de mi propaganda culta, elegante y europea en aquellos ejércitos de apariencias salvajes, debo añadir que tenía botas de goma, tienda fuerte y bien construida, catre de hierro, velas de esperma, mesa, escritorio y provisiones de boca.” 

  El 22 de enero de 1863 le reprocha a Mitre que “La Rioja estuviera barbarizada y aniquilada con el visto bueno del gobierno y del partido liberal” y acusa a Paunero de  cobardía.  Era claro que la vida del caudillo riojano peligraba. José M. Rosa cita al riojano César Reyes quien contaría que “cuando el Chacho se bajaba solo en una casa nuestra no pasaba una hora cuando esa casa se veía rodeada de gauchada. Eran recelos de que le pasara algo, pues la chusma sospechaba la repugnancia de la clase distinguida por el caudillo”.

 ¿Cuáles eran las razones de la lealtad de sus montoneros? En esas tierras de pobreza, aumentada por la guerra, integrar alguna fuerza militar era asegurarse un salario. Pero no es ésta razón suficiente pues fueron inútiles los intentos unitarios o liberales de formas fuerzas gauchas mercenarias al servicio de sus intereses. En el caso del “Chacho”como de otros caudillos, era un “padrecito”, como le llamaban los suyos, que se ocupaba de resolver sus problemas de toda índole: económicos, familiares, legales, administrativos, etc. Es de imaginar la importancia de ello en una chusma que sólo había conocido el desamparo a que siempre la sometían los “posibles” de la región. Por otra parte el “Chacho”se esforzaba, a pesar de su origen socialmente más elevado,  por ser o parecer uno de ellos, que no lo diferenciara su vestimenta ni su habla. Además participaba de sus fiestas religiosas y apostaba en las cuadreras y en las riñas de gallos. Puede decirse que la guerra civil en La Rioja fue una guerra de clases, tanto fue así que los bandos se llamaban los “blancos” y los “negros”. Pero lo que más profundamente sabía o intuía su gente era que aquello por lo que el “Chacho” luchaba los favorecía y que era ése el motivo por el cual era perseguido y de allí la obligación de acompañarlo y de defenderlo. Tenían claro que ser “chachistas”era ser federales y que ser federales era estar en contra de la prepotencia porteña aliada con los oligarcas provinciales, yunta que siempre los había perjudicado y condenado a privaciones y miseria.

 

Peñaloza, creyendo en la palabra de los porteños, se retiró a su casa en Guaja. También se apaciguaron sus jefes Ontiveros, Varela, Angel, Llanos, Puebla y otros. Pero la tregua no dura porque los gobernadores liberales y los miembros de la clase alta no cumplen con la amnistía y, aprovechando que algunos pocos ex montoneros continúan sus correrías, ahora como bandas salteadoras, persiguen, encarcelan y matan a quienes integraron las fuerzas “chachistas”.  Peñaloza se quejaría ante el gobierno porteño: “Después de la guerra exterminadora no se han cumplido las promesas hechas tantas veces a los hijos de esta desgraciada patria. Los gobernantes se han convertido en verdugos de las provincias, atropellan las propiedades de los vecinos y destierran y mandan matar sin forma de juicio a ciudadanos respetables por haber pertenecido al Partido Federal”.    

El Ejército Nacional con sus coroneles uruguayos al frente  se pone nuevamente en movimiento con el estímulo de Sarmiento: “Sandes  ha marchado a San Luis. Está saltando por llegar a La Rioja y darle una buena tunda al Chacho. ¿Qué regla seguir en esta emergencia?  Si va, déjelo ir. Si mata gente, cállese la boca. Son animales bípedos de tan perversa condición que no sé qué se obtenga con tratarlos mejor”(Carta a Bartolomé Mitre, 23 de marzo de 1863).

Ante la indómita resistencia del caudillo y los suyos, el sanjuanino será designado una semana más tarde Director de Guerra y Mitre le informa que se ha dispuesto hacer una “guerra de policía” para terminar con Peñaloza. Es decir que serán considerados meros delincuentes, salteadores. Sarmiento cree interpretar lo sugerido en cartas a los coroneles: “Es permitido entonces quitarles la vida donde se los encuentre”. Mitre desmentirá más tarde que ésa fuese su intención. 

Desde Guaja el “Chacho”, nuevamente en armas, dará una conmovedora proclama: “Los hombres todos, no teniendo ya más que perder en la existencia, quieren sacrificarla más bien en el campo de batalla defendiendo sus libertades, sus leyes y sus más caros intereses atropellados vilmente”.  Es decir no se trataba de lograr una victoria imposible sino vender cara la derrota con coraje y dignidad. Su “grito de Guaja”  termina con una consigna de guerra: “¡Viva Urquiza!”, una convocatoria a que el entrerriano saliese de su lujoso palacio y se pusiera al frente de esa nueva insurrección federal que se propagaría por varias provincias. F. Luna dio a conocer una carta del riojano al entrerriano fechada el 14 de junio de 1863, que fuera interceptada por sus enemigos y publicada en Buenos Aires: “(…) Por fin, Excmo. Sr.,  puedo responder a V.E. de la situación de las Provincias Argentinas, pero es necesario que aparezca al frente de la reacción política del país V.E., circunstancia sin la que serían estériles todos los sacrificios hechos y la sangre derramada hasta ahora para libertar nuestra patria”. Con humildad el “Chacho”se subordina a Urquiza: “Con bastante fundamento espero que V. E. no solamente se pondrá en pie inmediatamente para llevar a cabo la obra que he iniciado, sino que también no perderá momento en comunicarme sus instrucciones las que serán cumplidas con la lealtad y decisión que V.E. conoce”.  Pero don Justo José se apresura a escribir a Mitre que “su nombre es explotado sin mi conocimiento ni aprobación”. En cambio escribiría a Peñaloza y otros caudillos como el puntano Juan Sáa ambiguas cartas que alimentarían sus esperanzas. 

Al caudillo riojano siempre lo acompañó, cabalgando a su lado y sin esquivar los entreveros, su esposa Victoria Romero de Peñaloza. “Era mujer de temperamento varonil e independiente, que no vacilaba ante el peligro” (L. S. de Newton). Nacida en la Costa Alta de La Rioja, sus comprovincianos sentían por ella respeto y admiración, fomentadas porque, igual que el “Chacho” compartía fiestas y penurias con el gauchaje. En la batalla del Manantial, librada contra fuerzas federales en 1842, Victoria,  viendo a su marido acorralado se lanzó en su ayuda. “Debió su vida -escribió José Hernandez – al arrojo e intrepidez de su mujer, quien, viendo el peligro en que se hallaba, reúne unos cuantos soldados y poniéndose a su frente se precipita sobre los que atacaban a Peñaloza, con una decisión que habría honrado a cualquier guerrero”. En el entrevero recibió un feroz sablazo en su cabeza que dejaría una cicatriz desde la frente hasta la boca que desfiguró su rostro, lo que disimulaba cubriéndose con un manto. Una copla popular lo recordaría: “Doña Victoria Romero, / si usted quiere que le cuente, / se vino de Tucumán / con una herida en la frente”. “La esposa del Chacho venía con frecuencia al campamento y al combate -dice otro biógrafo del riojano, Eduardo Gutiérrez- , a partir con su marido y sus tropas los peligros y las vicisitudes. Entonces el entusiasmo de aquella buena gente llegaba a su último limite y sólo pensaban en protestar a la Chacha, como la llamaba, su lealtad hasta la muerte”. 

El 28 de junio se produciría la decisiva derrota del “Chacho” en la batalla de “Las Playas” contra las tropas armadas con modernísmos  fusiles “Enfield”, comprados para la guerra con el Paraguay,   al mando de Paunero y Sandes, sufriendo enormes pérdidas a las que se sumaron las posteriores ejecuciones de oficiales y soldados apresados. Lo que siguió fue una orgía de exterminio de sospechados “chachistas” que, en la obsesión por imponer la “paz de los sepulcros” se extendería a los delincuentes comunes. Sarmiento se vanagloriaría ante Mitre de que un acusado de robo de ganado fue condenado con su firma “a la pena de ordinaria de  que se ejecutará a tiro de fusil en la plaza principal de la ciudad, debiendo ser descuartizado su cadáver y puesta su cabeza y cuartos en los diversos caminos públicos”. 

El “Chacho” es perseguido por toda la provincia y es común la tortura para arrancar datos de quienes podrían conocer su paradero. Pero el riojano no está escondido sino que ha formado un nuevo ejército de un millar de gauchos y ante el estupor de sus enemigos arremete contra el San Juan de Sarmiento. Las tropas nacionales, con el coronel Arredondo a su frente, le cortan el camino y vuelven a derrotarlo en “Caucete”. 

Es de señalar que los montoneros “chachistas”, contrariamente a la prédica de los liberales porteñistas , no eran delincuentes sino que como el mismo Sarmiento deberá reconocerlo, “de los prisioneros tomados (en Caucete) sólo quince de cien no tuvieron quien solicitase su libertad y los acreditase de honrados, lo que probaba que eran toda gente conocida y con familia”. 

Desde Olta, a dónde se ha retirado luego de su derrota, Peñaloza escribe una vez más a Urquiza exigiéndole que tome la jefatura del movimiento contra la prepotencia porteña. Pero el entrerriano está muy orondo en su palacio haciendo pingues negocios con Buenos Aires que han terminado por convertirlo en el hombre más rico de la Argentina. Además su proyecto político es entonces explorar en el exterior el apoyo para la independencia  de las provincias mesopotámicas constituyendo un nuevo país, idea recurrente en Urquiza en distintos momentos de su vida y que formó parte d sus acuerdos secretos, afortunadamente no cumplidos, con el Imperio brasilero cuando firmó la alianza para derrocar a Rosas .  

Una partida mitrista sorprende, según la versión oficial del 12 de noviembre de 1863,  al riojano en la casa de su amigo Oro. Este entrega su facón al jefe de la partida, capitán Vera, quien lo trata con respeto. Pero entonces el comandante Irrazával irrumpe en la casa gritando “ ¿quién es el bandido del Chacho?”. Este se adelantó: “Yo soy el General Peñaloza, pero no soy un bandido”. Como toda respuesta Irrazával le hundió su lanza en el vientre. Luego lo deguella y expone su cabeza hasta la pudrición en el extremo de un palo en la plaza de Olta.

José Hernández escribiría en el primero de sus artículos dedicados al tema, publicados en “El Argentino” de Paraná  : “El general de la Nación, Don Angel Vicente Peñaloza, ha sido cosido a puñaladas en su lecho, degollado y llevada su cabeza de regalo al asesino de Benavídez, de los Virasoro, Ayes, Rolin, Giménez y demás mártires, en Olta, la noche del 12 del actual”, en referencia a noviembre de 1863. 

Luego agregaba: “El general Peñaloza contaba 70 años de edad; encanecido en la carrera militar, jamás tiñó sus manos en sangre y la mitad del partido unitario no tendrá que acusarle un solo acto que venga a empañar el valor de sus hechos, la magnanimidad de sus rasgos, la grandeza de su alma, la generosidad de sus sentimientos y la abnegación de sus sacrificios”. 

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